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Enlace Judío México | Una niña corretea entre los taxis en una avenida de Estambul. Pide dinero a los pasajeros. En la acera, otra chica, algo mayor y con un bebé, se dedica a los conductores de furgonetas. Son refugiadas sirias.

A pocos metros, una docena de tiendas, apenas lonas colgadas de un palo, han sido situadas alrededor de la plazuela de una mezquita en el barrio de Bahçelievler.

“Llevamos tres meses aquí”, relata Ahmed Mustafa, un hombre de unos cuarenta años, oriundo de Homs, pero parte de un clan familiar de la región de Alepo. “Somos todos parientes”, añade. “Salimos de Siria de manera clandestina porque estábamos atrapados entre los bombardeos del régimen y los morteros de los terroristas”.

El refugiado se queja de que los ‘terroristas’ secuestran a niños para pedir un rescate de miles de dólares, algo que le ha pasado a familiares cercanos, relata. “No son sirios; todos son mercenarios de otros países”, añade.

La tierra está mojada por las recientes lluvias y amenaza frío. Será difícil sobrevivir entre las nevadas que suelen llegar en diciembre. Pero Ahmed se niega a llevar a su familia a los campamentos establecidos en el sur de Turquía, bajo control del gobierno.

“Allí sólo hay mujeres y niños, porque los hombres están combatiendo en Siria. No podemos mezclarnos con ellos, traería problemas”, cree.

¿De qué sobreviven estos refugiados?. A todas luces, de la mendicidad. “Nadie nos da trabajo porque somos ilegales”, se lamenta Ahmed.

Una situación que comparte con alrededor de otros 300.000 refugiados sirios en Turquía.

Más de medio millón de exiliados

Según anunció el Ministerio turco de Exteriores en septiembre, el total de exiliados de Siria en el país sobrepasa el medio millón, pero sólo 200.000 de ellos están acogidos en los 20 campamentos de tiendas o casas prefabricadas, donde reciben raciones de comida, atención sanitaria y enseñanza básica.

Antakya, capital de la provincia fronteriza de Hatay y punto de entrada más frecuente, se ha convertido en uno de los centros de la vida siria en Turquía. Muchos miles de refugiados han buscado allí pisos de alquiler, tanto que algunas zonas ya se conocen como ‘barrios de los sirios’.

Pese a que también la población local de Antakya habla árabe como idioma materno, los dos colectivos no se mezclan: los recién llegados son casi todos suníes, a menudo con una visión conservadora del islam, y los locales, alauíes, de costumbres liberales y con netas simpatías hacia Bachar al Asad y la Siria laica de antes de la guerra.

Quien no puede pagarse un piso en esa ciudad encuentra refugio en un almacén vacío. Es el caso de la familia de Mohamed, un niño de 9 años que está paralizado desde que lo atropelló un coche de las fuerzas de seguridad sirias. Una silla de ruedas en la puerta es la donación de algún vecino caritativo. Otros traen comida o ropa.

Cada día, la madre de Mohamed lleva a su hijo al hospital público.

“Desde junio pasado, la atención básica es gratuita”, se alegra. Pero no hay ayudas oficiales, ni del Estado turco, ni de organismos internacionales y tampoco por parte de la Coalición Nacional Siria, el organismo que intenta funcionar como paraguas para los diversos grupos opuestos al régimen de Asad.

La caridad de algunos empresarios locales suple la falta de atención pública. En otras familias, los hombres consiguen trabajos temporales, siempre ilegales, o vuelven a Siria para combatir o para llevar provisiones al frente.

Pero hasta en el exilio hay clases. Bushra, profesora de inglés con dos hijos, refugiada en Antakya, asegura que no puede trabajar en ninguno de los dos colegios privados para niños sirios que existen en la ciudad: están dominados por agrupaciones islamistas con cuyo ideario no comulga.

Ante el invierno próximo, pedir dinero en la calle como las familiares de Ahmed parece ser la única opción para muchos refugiados.

O quizás sea hábito, señala el presidente de la mezquita cercana al campamento de refugiados en Bahçelievler (Estambul): “Son gitanos. No viven como los demás sirios. Si les regalas ropa, la revenden. Todo el dinero que sacan, se lo tienen que entregar al jefe del clan”.

Nadie en el campamento quiere identificarse como gitano, aunque la fisonomía es inconfundible. Pero como en otros países, ser gitano es un estigma en Siria, y más en tiempos de guerra, cuando no pueden contar con el respaldo de ningún bando.

Y Ahmed se niega a adherirse a un bando religioso, sea suní o alauí: con creer en Dios, basta, afirma.

Fuente:elmundo.es