Inquisición

ANTONIO PATRICIO PEÑALOSA ÁVILA PARA ENLACE JUDÍO

Enlace Judío México | Cuando ingresé al colegio marista, desde el Instituto México hasta el CUM, se me enseñó que el México Prehispánico había sido bendecido por Dios enviándonos para su conquista y reordenamiento a los españoles. Al sentar sus reales en América, Colón había izado un estandarte que hacía constancia, entre otras cosas, de la presencia de la realeza ibérica y de la Iglesia Católica con todo su poder y bienaventuranzas. Más tarde llegaría Cortés abriéndole los senderos a las órdenes sacerdotales a efecto de que nuestros indígenas fueran sujetos de la evangelización. La Monarquía Española entonces apoyaría a los misioneros a partir del establecimiento de un virreinato que, coordinadamente con la Santa Inquisición, establecería una regla de existencia para los nuevos sometidos, pero eso sí, a condición de que éstos últimos no tuvieran acceso a las letras, a la educación, vamos, a las formas civilizadas como las que regían en España.

Por supuesto que entre tantos sacerdotes, algunos diríamos hoy según nuestras creencias, purgan sus faltas en el Infierno o en el Purgatorio. Pero también pasaron por nuestras tierras personajes de gran bondad y valía como lo fueron Fray Juan de Zumárraga, Fray Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga, el Padre Quino y muchos más que verdaderamente sacrificaron su vida en aras de actuar a favor de los pobres y su derecho a la civilización. No faltaron hipócritas y desalmados, frailes gordos, bien comidos y bebidos vistiendo sotanas que de pronto no se quitaban, nomás se las arremangaban tal y como los pintaba nuestro ilustre Diego Rivera, quienes tras bambalinas o de manera abierta y frontal, en “nombre” de Dios y la santidad, saqueaban a los ricos bajo la amenaza de denunciarlos como sacrílegos, martirizaban a los pobres si éstos no colaboraban con lo que fuera para construir los famosos y hermosos hoy “muros de limosna” que se significaban en templos, seminarios, haciendas o conventos, constituidos a base de piedras, ladrillos, adobe, todo combinado, según la real capacidad de aportación de esos pobrecitos rescatados del politeísmo pero luego obligados a pagar el diezmo.

Pobre de aquella mujer, ya no digamos la que aunque fuera por descuido, se atreviera a mostrar la orilla de su crinolina por debajo de sus largas faldas. Igual aquella que aún enclaustrada como Sor Juana Inés de la Cruz, se atreviera a defender sus derechos, como decía Vasconcelos: “hablando bonito”. Iban a la hoguera ante los ojos del pueblo, a manera de espectáculo y escarmiento, porque alteraban el orden instituido por algún obispo en turno apoyado por curas convertidos en esbirros. Un demonio e veces disfrazado de Dios o un dios constituido en un demonio: santo, sabio, impenetrable, gobernante en lo obscurito por conducto del sistema virreinal, frente a un pueblo resignado a su última palabra derivada de juicios constituidos por jueces arbitrarios que se decían sacerdotes.

Cómo me impresionó la excelente narración y seguramente investigación del señor Francisco Martín Moreno en su libro: [Las grandes traiciones de México, pp. 235-256], alrededor de la figura de un personaje español de origen judío, que para borrar huellas de sus orígenes y creencias religiosas, previo a su arribo a la Nueva España adoptó por nombre Salvador Díaz, luego conocido como “Martinillo”. Resumo y comento:

Igual que él, su abuelo Don Rodrigo Díaz había llegado antes a salvo a Veracruz en 1750. Ese proceso de traslado y de creación de nueva personalidad disfrazada con tintes católicos implicó, entre otras cosas, enormes gastos significados en aportaciones económicas y materiales orientados al pago de “gratificaciones”, “agradecimientos”, “condiciones”, en fin, todo aquello que demandaba la corrupción eclesiástica y burocrática de la España de aquellos días.

Martinillo se instaló con su familia en Guanajuato, consciente de la necesidad de ocultar cualquier vestigio de su tradición. No más la Torá, las Kipot incluyendo la suya, la de su padre y la de su abuelo. Obsequiaron la Mezuzá, el Talit, el Shofar, etc. En resumen, se vio obligado, con su familia, a sacrificar sus usos y costumbres en aras de una supervivencia al margen de una eventual persecución.

Martinillo era un hombre de bien. Trabajaba de sol a sol produciendo a partir de la forja excelentes piezas en calidad y belleza que destinaba a la exportación: Candelabros, charolas, figuras alegóricas a temas eclesiásticos, etc. Sus grandes esfuerzos, dedicación y forma ordenada de vida le permitieron acumular una gran fortuna. Se fue haciendo de propiedades en su entidad, mismas que le llevaron a constituir una hacienda fecunda y representativa de una importante fuente de trabajo a favor de trabajadores de origen humilde, que lo respetaban y amaban por su bondad y calidez de espíritu propia de un hombre justo.

Independientemente de su convicciones religiosas, actuaba con la generosidad que le demandaba la Santa Iglesia. Aportaba todo tipo de auxilio de manera extraordinaria, asistía a las ceremonias que se sucedían propias de la cristiandad, estaba presente con su familia cada domingo y día festivo en misa.

Hasta me atrevo a pensar que el catolicismo, en la forma que Martinillo practicaba y según lo interpretaba, de alguna manera compensaba el dolor por tener que alejarse de la Torá y mientras tanto tratar de involucrase en la interpretación del Nuevo Testamento. Martinillo para el pueblo era la imagen del hombre a imitar, mostrándole su agradecimiento. Pero al mismo tiempo, en la medida que Martinillo avanzaba en lo económico y a los ojos de quienes le rodeaban, sobre todo los efectivos espías enviados por la Santa Inquisición, despertaba cada día más y más sospechas y por supuesto, se hacía sujeto de la avaricia de un clero falso, hipócrita, avaro y urgido de acumular cada vez más fortuna a compartir con sus representantes tanto instalados en México como en España.

Un día, de pronto, se conoce la noticia de la llegada de un nuevo obispo, entre otras cosas, con indicaciones precisas para esclarecer el por qué de esa calidad de vida del personaje en cuestión.

Martinillo por su parte, al enterarse de la presencia de esta nueva autoridad, decide brindarle una especial bienvenida invitándole a comer a su casa en compañía de su familia. Lo reciben como decimos los mexicanos con “bombo y platillo”, le externan su cordialidad, respeto y buena voluntad, organizando una mesa incluyendo las mejores vajillas, cristalería, manteles y por supuesto con viandas, vinos y licores que significaran para el cura un homenaje a su presencia. Este último, exponía la imagen del ser torvo, desconfiado, ocupado en recorrer con la mirada todo el lujo que lo rodeaba al estar instalado en medio de esa soberbia residencia.

Imagino a Martinillo cándido, inocente y hasta sencillo y cariñoso en su actuar. Pero también imagino a la esposa de este buen hombre, como toda mujer con un sexto sentido, temerosa por las reacciones del famoso invitado. Fue tanto lo que comió y bebió el sacerdote que sin ningún recato eructó y hasta vomitó en la mesa.

Martinillo y su señora se encargaron de hacer un gran esfuerzo para que la situación a ojos del religioso no trascendiera y previo a los ajustes necesarios, continuaron la reunión y la charla de manera que luego de alguna manera repuesto el invitado, Martinillo tuvo a bien invitarle a conocer el resto de la casa. No tuvo ningún empacho al mostrarle el resultado de sus esfuerzos, buen gusto, cultura y educación.

De pronto, en algún momento del recorrido, el obispo se percató de la imagen de un Cristo crucificado, arrinconado, digamos que hasta medio oculto, pero además descuidado en su limpieza pues se encontraba revestido de polvo. El tipo simplemente pretendió hacer caso omiso a tal detalle y terminó de consumir el tiempo de la visita decidiendo retirarse sin hacer mayores comentarios. Eso sí, llevaba consigo la convicción de alertar al Tribunal de la Inquisición de lo observado para que ésta tomara de inmediato cartas en el asunto y procediera a tratar de rescatar esa riqueza para acrecentar la ya de por sí incalculable habida.

Al poco tiempo, Martinillo fue sacado por sorpresa y a la fuerza de su casa por órdenes de la mafia referida.

Al tratar de pretender aclarar a aquellos pelafustanes en sotana que todo debería ser resultado de un mal entendido, éstos simplemente lo obligaron a acompañarlos sin comprometer cualquier respuesta.

Martinillo jamás regresó a su hogar. Fue sujeto de martirios al punto de la brutalidad. Sin embargo, en ningún momento estuvo dispuesto a satisfacer las demandas de esos curas a efecto de finalmente confesar su origen. Se hicieron las cosas de tal manera con el apoyo virreinal, que toda su fortuna pasó a manos de ese clan que justificaba sus acciones en el “nombre de Dios”. Su familia simplemente tuvo que disciplinarse y sujetarse a una circunstancia que vendría a significar el inicio del peor momento de su existencia. Murió Martinillo destrozado por la brutalidad del trato a que se le sujetó pero sin dar su brazo a torcer. Firme en sus convicciones derrotó a aquellos que con tanta bajeza acabaran con su existencia.

Ejemplos como el anterior se dieron a lo largo de la presencia de esa organización.

@ap_penalosa

*El autor imparte el seminario “Análisis de la Presencia del Judaísmo en México” Informes en [email protected] y www.antoniopatriciopeñalosa.com