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SHLOMO BEN AMI

Enlace Judío México | En 2010, Hillary Clinton, en ese entonces secretaria de Estado de EE UU, anunció un giro hacia el este (el llamado “pivote asiático”) de la estrategia global estadounidense. Se hacía necesario no solo por los problemas de seguridad que planteaba el ascenso de China, sino como consecuencia de la prolongada y costosa obsesión de Estados Unidos con Oriente Próximo.

Durante mucho tiempo, Oriente Próximo ha puesto frente a Estados Unidos retos formidables que han acabado por superar sus capacidades imperiales y minar su apoyo público interno. Sin embargo, la pregunta de fondo es si cuenta todavía con la disposición y la capacidad de sostener sus pretensiones globales. Después de todo, Asia no plantea exigencias menores que Oriente Próximo. De hecho, para hacerles frente puede ser necesario conciliar el énfasis en la primera con la continuidad de su presencia en la segunda, aunque sea solo porque ambas regiones tienen tanto en común.

Para comenzar, en una zona llena de disputas territoriales y viejas rivalidades tan amargas como el conflicto árabe-israelí, Estados Unidos se ve ante un entorno geopolítico donde no existe ninguna arquitectura de seguridad ni mecanismo de común acuerdo para solucionar conflictos. La división de la península de Corea, el conflicto de India y Pakistán sobre Cachemira y el problema de Taiwán parecen tan difíciles de tratar como la disputa entre israelíes y palestinos.

Más aún, al igual que en Oriente Próximo, en Asia existe una carrera armamentista descontrolada, tanto en términos convencionales como de armas de destrucción masiva. Cuatro de los 10 mayores ejércitos del mundo se encuentran en Asia y cinco países asiáticos son potencias nucleares de hecho y derecho.

Oriente Próximo tampoco tiene el monopolio del extremismo islámico, las tensiones étnicas ni el terrorismo. El complejo panorama de problemas étnicos y religiosos no resueltos de Asia se refleja en casos como los rebeldes musulmanes uigures en China, el conflicto entre indios y musulmanes en India, la limpieza étnica de los rohingya musulmanes, los insurgentes secesionistas musulmanes en Filipinas y el movimiento separatista étnico del sur de Tailandia.

Más aún, la cuestión asiática ocurre para EE UU en momentos en que su credibilidad internacional se ve muy socavada. Así se puede entender el temor de Japón a que EE UU finalmente acabe por llegar a un acuerdo con China sobre la disputa de las islas Senkaku (islas Diaoyu en chino).

El que Obama haya acabado por renunciar al uso de la fuerza en Siria ha dejado a muchos en Asia cuestionándose si pueden depender de Estados Unidos, no solo si China recurre a la fuerza para sus reclamos marítimos, sino también si Corea del Norte llegase a concretar sus amenazas de atacar al Sur. No es casual que tenga bastante popularidad la estrategia del presidente surcoreano, Park Geun-hye, de la Trustpolitik, es decir, un acercamiento hacia Corea del Norte poniendo énfasis en el poder blando a través de una profundización de la colaboración con China, su aliado más importante.

Al igual que en Oriente Próximo, las relaciones militares bilaterales de Estados Unidos a menudo son con “amigos-enemigos”, países con los que comparte una alianza a pesar de la gran desconfianza mutua. El acuerdo que a principios de octubre alcanzara el secretario de Defensa, Chuck Hagel, con su homólogo surcoreano sobre una estrategia de disuasión se volvió insostenible a los pocos días, cuando Estados Unidos prometió a Japón una modernización masiva de sus capacidades militares. Corea del Sur ve este acto como un equivalente a externalizar la disuasión de China a una potencia imperial que no se ha arrepentido de los hechos cometidos en el pasado.

En cualquier caso, la retirada de EE UU de Oriente Próximo poco serviría para contrarrestar el ascenso de China en Asia Oriental, ya que se trata de dos regiones cada vez más interrelacionadas. Mientras EE UU da un giro hacia el este, causando profundo resentimiento en viejos aliados como Arabia Saudí y Egipto, China va girando hacia el oeste.

En la actualidad, las exportaciones chinas a Oriente Próximo más que duplican las de Estados Unidos. En el caso de Turquía alcanzaron los 23.000 millones de dólares, y ahora incluyen suministros militares, como un sistema antimisiles no compatible con los de sus aliados de la OTAN. Si la penetración de China en Oriente Próximo sigue al ritmo actual, incluso podría llegar a obstruir el flujo de recursos energéticos a los aliados de EE UU en Asia.

En una carrera global, es obvio que los competidores de una superpotencia van a explotar sus debilidades. La crisis de 2008, que hizo añicos el mito de la pericia económica occidental, produjo un importante cambio en la estrategia global de China. Los chinos comenzaron a acariciar la idea de abandonar su “ascenso en paz” en favor de lo que el entonces presidente Hu Jintao definiera en una conferencia de diplomáticos chinos realizada en julio de 2009 como la “democratización de las relaciones internacionales” y la “multipolaridad global”.

EE UU, aun siendo potencia hegemónica en Oriente Próximo por muchos años, no ha podido solucionar ninguno de los grandes problemas de la región. Tarde o temprano tendrá que aceptar ser una entre varias grandes potencias en Asia, en igualdad de condiciones con China, Japón e India, para dar forma al entorno estratégico de la región.

*Shlomo Ben Ami, exministro de Exteriores de Israel, es en la actualidad vicepresidente del Centro Internacional Toledo por la Paz.

Fuente:elpais.com