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TANIA TAGLE

Enlace Judío México | “A ver chiquillas, todas hincadas en una hilera para revisión, por favor. Si la falda no les llega al ras del piso se me regresan a su casa. Esta es una institución decente”, dice con voz chillona la monja menudita que acaba de entrar al salón. En el colegio no hay exámenes sorpresa pero la Madre Chayo puede llamar a revisión de uniformes en cualquier momento. Incurrir en una falta tan grave como una falda demasiado corta es motivo de expulsión si se repite más de una vez. Por suerte, hoy todas las faldas se derraman sobre el piso. La Madre emite un gruñido que indica que se halla complacida. Pone su mano sobre la cabeza de alguna de las alumnas que continúan hincadas frente a ella y repite una vez más, como cada vez que se dirige a ellas para cualquier cosa, que el valor de una mujer se encuentra en su virtud. Después, las manda de regreso a sus lugares y sale rumbo a la siguiente aula.

La escena anterior se repitió decenas de veces durante su paso por la secundaria en un colegio de monjas guanajuatense. Ella fue de esas alumnas que se enrollaban la falda peligrosamente arriba de la rodilla y tenían que acomodarla a toda prisa durante las revisiones sorpresa para no ser amonestadas. Más tardaba la madre en desaparecer del salón después de la auditoría que ella en doblar de nuevo la pretina de su falda, perfectamente oculta bajo el chaleco. No era un gesto de coquetería, como erróneamente se asume de cualquier mujer que viste ropa reveladora, sino de autonomía. No le interesaba provocar a nadie que no fueran las monjas o sus mismas compañeras. Provocarlas sobre todo para que se vieran forzadas a reconocer que sin importar las reglas y las revisiones, la única persona que tenía derecho sobre su cuerpo, para mostrarlo u ocultarlo, era ella misma.

II.

“¡Nadie compra la vaca si tiene la leche gratis!” espetó la mujer después de haber metido a la hija casi a empujones a la casa. El noviecito adolescente no tuvo tiempo de abrir bien los ojos y salir del trance del beso cuando ya le habían cerrado la puerta en la cara. La chica reprimió las lágrimas y respondió desafiante: “La vaca no está en venta.” Desconcertada por una respuesta que le había parecido impensable, la madre titubeó un par de reproches y se encerró en su recámara. La muchacha se quedó parada en medio de la sala sin terminar de darse cuenta de que acaba de asumir un compromiso irrenunciable con ella misma: hacerse cargo por completo de su sexualidad.

Sin embargo, en un estado donde la educación sexual está prohibida prácticamente hasta la preparatoria y el aborto se castiga con más de diez años de cárcel, para una mujer es casi imposible asumir por completo una responsabilidad semejante. Las decisiones alrededor del ejercicio de la sexualidad están condicionadas a las normas jurídicas y sociales que castigan o marginan a quienes se niegan a renunciar a la potestad sobre su cuerpo para que sea convertido en vehículo del poder hegemónico. En Guanajuato, como por desgracia en muchas otras partes de la República, la legislación permite y por tanto es cómplice del maltrato que padecen cientos de mujeres. El problema de fondo es que las leyes están hechas a medida de las sociedades. Si el sistema de justicia es deficiente o tolerante a estos hechos se debe a que son situaciones asimiladas prácticamente como naturales por la comunidad en la que ocurren.

III.

“Si bien que te gusta” repite el sujeto mientras le apresa las muñecas con una mano e intenta despojarla de la blusa con la otra. La mujer se retuerce bajo ese otro cuerpo que la encarcela. Llora y repite que no. Primero casi a gritos, después por lo bajo hasta que su voz se torna en un sollozo casi inaudible. En el fondo, una parte de ella agradece que no la ha golpeado. Al final se rinde. Se deja hacer refugiada en algún recuerdo de su infancia junto a sus hermanas. A los pocos minutos queda libre. Quisiera quedarse hecha ovillo en su cama y no volver a levantarse pero su marido, satisfecho, ha encendido la televisión y pronto le pedirá la cena.

En Guanajuato, casi el veinte por ciento de las mujeres cree que no se considera violación si es su propio marido quien la comete. Un porcentaje similar de hombres asegura que es correcto golpear a una mujer cuando ésta se lo merece, por ejemplo, cuando no cumple con sus “obligaciones maritales”. En caso de una denuncia por violencia doméstica, el Ministerio Público emite una carta, que no es un citatorio oficial, en donde se invita al agresor a acudir junto con su pareja a las oficinas del Ministerio para intentar solucionar sus conflictos maritales. No importa cuántas veces denuncie una víctima, será enviada de vuelta a casa con esa hoja de papel inservible entre las manos. Es probable que su propia familia le recuerde que le debe obediencia a su marido y que lo mejor es que intente mantenerlo contento para que no la agreda. Así, el miedo y la vergüenza irán acabando con su espíritu sólo un poco antes de que su pareja acabe con su vida.

IV.

“Qué tenía que estar haciendo sola de noche con ese tipo. Prácticamente ella se lo buscó”; “Si el marido la maltrataba por qué no lo dejó antes, si se quedó es porque le gustaba”; “No hay de qué alarmarse, la cifra de feminicidios aumentó porque cada vez son más las mujeres que participan en actividades relacionadas al crimen organizado”.

La absurda legislación y el desempeño atroz de las autoridades en los casos de violencia de género no son más que el síntoma de una enfermedad cuyo origen está en la sociedad civil que no solamente tolera sino que prácticamente justifica estos crímenes y responsabiliza a las víctimas. Lograr una condena justa para los agresores de estos casos es triunfo minúsculo si se compara con la solidez casi impenetrable del sistema de creencias y valores de toda una sociedad que se encuentra detrás de cada criminal. Pero es un triunfo al fin. Algo a que aferrarse. Y sobre todo un comienzo, una esperanza que no permitiremos que nos arrebaten.

Fuente:sinembargo.mx