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SARA SEFCHOVICH PARA ENLACE JUDÍO

Enlace Judío México | Cuando tenía quince años fui por primera vez a Israel. Iba en una excursión con mis compañeros del Colegio Israelita de México, organizada por una asociación para la cual trabajaba mi abuelo, el Vad Leman Hajayal.

Durante casi todas las noches de ese emocionante viaje por la tierra que nuestros padres y nuestros maestros se habían encargado de convertir en profundamente nuestra, tuvimos cenas con grupos de soldados para quienes hacíamos un show de bailes mexicanos con vestidos de tafeta en vivos colores y trenzas de estambre.

Una de esas noches, vino a vernos actuar nada menos que David Ben Gurión, la figura mítica del nacimiento del Estado. Acompañándolo, iba un guapísimo militar enfundado en una camisa color caqui de manga corta y cuello abierto, con la informalidad que entonces se estilaba en ese país. Era el Ministro de Defensa y se llamaba Shimon Peres.

A mí me tocó hacer el discurso para ellos, y todavía hoy se me enchina la piel cuando lo recuerdo: yo, una jovencita, conversando con esos señorones, pues después de que terminé de decir el rollo preparado y ensayado cien mil veces, tuvieron la deferencia de hacerme algunas preguntas que respondí en el buen hebreo que entonces hablaba y que hoy he olvidado.

En la foto que conservo estoy de pie frente a la mesa en la que ellos están sentados, todo muy sencillo, sin mayor protocolo y sin guaruras. Visto mi uniforme escolar de falda azul tableada y blusa blanca, y prendido sobre el lado izquierdo, llevo un escudo con los tres colores de la bandera de mi país y la palabra México en grandes letras oscuras.

Allí estaban juntas mis dos patrias: la real y la simbólica, ambas formando parte integral de mí.

Casi cincuenta años después, en el Palacio Nacional de México, sede del Poder Ejecutivo de la Nación, volví a ver a Shimon Peres. Era el mismo hombre fuerte y erguido, sólo que ahora con el cabello blanco de sus noventa años.

El momento fue tan emocionante como aquella vez. Las banderas de los dos países colgaban una junto a la otra y se cantaron los dos himnos, aunque algo había cambiado: ya no era una situación informal sino todo lo contrario, las mesas puestas con elegantes copas y vajilla, todos ataviados como se acostumbra en las recepciones oficiales, los discursos los hicieron él y el Presidente de México, y no fue posible ninguna cercanía física pues ambos estuvieron en todo momento fuertemente custodiados por elementos de seguridad de los dos países.

Había pasado medio siglo entre nuestros dos encuentros: el de aquella vez cuando yo fui a visitar a Shimon Peres a Israel y el de ahora, cuando él me vino a visitar a mí a México.

Claro que él no sabe que yo existo, en cambio yo lo he seguido todo el tiempo. Pero para que los Peres del mundo puedan ejercer su liderazgo, tenemos que existir las Saras, que somos para quienes gobiernan.

Para Shimon Peres, la palabra México debe haber sido un vocablo que le decía poco y mucho menos debe haber ido pegado a la palabra Israel. Para mí en cambio, decir Israel tuvo siempre gran peso emocional y México e Israel han sido vocablos inseparables desde el vientre de mi madre, la mayor parte del tiempo de manera feliz y en algunos momentos de manera difícil, como cuando los dos países se enfrentaron en la cancha de futbol precisamente en territorio mexicano, o cuando el gobierno mexicano apoyó la resolución de la ONU en la que se equiparaba sionismo y racismo, o cuando colegas en el trabajo o amigos acusan a Israel por el conflicto con los palestinos.

Cincuenta años se dice rápido, pero son muchos años.

Durante este tiempo, Shimon Peres trabajó día con día para construir el Estado de Israel, con sus instituciones, sus guerras, sus negociaciones, su democracia, sus problemas y sus logros. Ni un solo momento estuvo fuera de la luz pública, de los cargos gubernamentales, de las decisiones importantes. Y con todo y su avanzada edad, allí sigue, tan lúcido y trabajador como siempre.

Yo también trabajé día con día de todos esos años para criar una familia y desempeñarme como investigadora en la universidad y como escritora. Pero no es igual: él mide el tiempo de otra manera, porque medio siglo es toda la vida en la historia de un ser humano y no es nada en la historia de un país.

Tan es así, que él se da el lujo de decirle al joven Enrique Peña Nieto que no se apure tanto, que no tenga tanta prisa, mientras que yo desespero con la lentitud con que se van haciendo los cambios en mi país.

Alguna vez me preguntaron qué veía yo en común en las primeras damas de México, uno de mis temas de estudio. Engolando la voz eché un discurso de diez minutos para decir mi punto de vista. Cuando a Peres le preguntaron qué veía en común en todos los líderes del mundo de los muchos a los que había conocido, respondió sin pensarlo dos veces: que todos siempre están buscando dónde conectar sus I-phones.

Ese es el humor judío que ambos heredamos, pero que él supo conservar a lo largo de su vida, mientras que yo lo fui dejando en el camino, quedándome solo con la otra parte de lo que, según le dijo a Leo Zuckermann, caracteriza al ser judío: la insatisfacción que empuja a siempre querer más.

Y en efecto, quiero más, quiero volver a ver a Shimon Peres, cuando yo vaya a Israel a festejar la paz con los vecinos y que eso no suceda hasta dentro de cincuenta años.