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ISABEL TURRENT

Enlace Judío México | Israel fue el país invitado a la FIL de Guadalajara este año y el mejor libro israelí de 2013 es, sin duda, My Promised Land de Ari Shavit. Un libro así nos vendría como anillo al dedo: estampas que explicaran con pasión y objetividad, a través de la voz de sus protagonistas, los conflictos que aquejan al país. Que recorriera México de punta a punta y nos entregara un balance lo más equilibrado posible de nuestros problemas región por región, de nuestros triunfos y nuestras tragedias -parafraseando el subtítulo de My Promised Land- de los lastres y legados del pasado y de nuestros escenarios futuros.

Eso es lo que hace Shavit con Israel. Ahí están todos: los fundadores idealistas y laicos, los judíos perseguidos que pudieron abandonar Europa a tiempo y se sumaron al sueño socialista de los kibbutzim -las granjas colectivas que dominaron la economía israelí por décadas-, los primeros empresarios agrícolas y los primeros soldados, los árabes palestinos y su compleja convivencia con los emigrantes judíos, que derivó inevitablemente en revueltas y una gran rebelión a fines de los años treinta y en la tragedia de la guerra del 48, cuando cientos de miles árabes palestinos fueron enviados al exilio.

Ahí están los protagonistas de la Guerra de los Seis Días de 1967 y la victoria pírrica israelí que llevó a la ocupación de los territorios de un potencial Estado palestino, la voz de los árabes israelíes y de los refugiados palestinos que luchan por retornar a sus hogares de antaño, la de los pobladores judíos mesiánicos. La historia de Dimona -el escudo nuclear que Israel construyó con ayuda de Francia y que la industria nuclear iraní amenaza destruir-, el terrible impacto en la sociedad de la Guerra de Yom Kippur de 73 que colocó por días a Israel entre la espada y la pared y resquebrajó la ilusión de invulnerabilidad israelí, y la voz de los hipsters y artistas que alimentan la creatividad vibrante de Tel Aviv. Están los inmigrantes rusos, con sus pulsiones políticas autoritarias, y también con su creatividad, preparación y talento, los creadores de las empresas de tecnología de punta que son el sustento de la pujante economía israelí, los pacifistas y los jóvenes que ocuparon la avenida Rothschild para protestar por un Estado disfuncional que ha dejado de lado a las clases medias. Shavit recoge las voces de todos ellos: los que (tenían y) tienen toda la razón, los que tienen parte de la razón y los que no tienen ninguna.

El libro es una buena medicina contra los prejuicios y las visiones maniqueas que son el cristal con que se mira a Israel desde fuera. Como siempre, las cosas son mucho más complicadas de lo que parecen. Desde México, la lectura de My Promised Land provoca, a la vez, alivio y envidia. El nuestro no es un país acosado, sus divisiones no son étnicas ni religiosas, no enfrenta peligros existenciales. No tenemos problemas irresolubles. La envidia empieza si pensamos en las soluciones a través del espejo del boom económico israelí de los años noventa en adelante. Dejando a un lado una política económica responsable -requisito indispensable que compartimos- en comparación con Israel, nuestros niveles educativos son una debacle, al igual que la tasa de inversión en investigación y desarrollo (la israelí es de 4.5% del PNB frente al promedio de 2.2% de la OCDE). Fuera de la franja lunática (los ultraortodoxos que no trabajan y viven de subsidios), los israelíes no tienen una mentalidad becaria como la nuestra: altamente calificados, innovadores y competitivos, poseen un espíritu empresarial admirable. No sorprende que Israel tenga más compañías en NASDAQ que Canadá o Japón, y un número creciente de patentes. Podemos extraer del libro una lista de buenos propósitos para el 2014.

Fuente:terra.com.mx