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ANA PALACIO

Enlace Judío México | En este año de conmemoraciones omnipresentes, nadie parece prestar la atención debida al centenario del nacimiento de Jan Karski. Y, sin embargo, el legado de Karski cobra hoy especial relevancia —en particular en lo que a Siria se refiere—. Con el proceso de paz de Ginebra II avanzando penosamente, mientras siguen amontonándose cadáveres y atrocidades, la labor de Karski durante la II Guerra Mundial por dar a conocer al mundo el horror que padecían los judíos en Polonia, frente a la inactividad de Gobiernos y público en general, simboliza exactamente lo que Siria está pidiendo a gritos.

En 1942, Karski, diplomático polaco, viajó a Reino Unido para denunciar lo que más tarde se denominaría el Holocausto. Al año siguiente, se embarcó en una misión a Estados Unidos para informar al presidente Franklin D. Roosevelt y otros mandatarios de las atrocidades que había presenciado. En ambos casos fue recibido con escepticismo y apatía. De hecho, no fue sino hacia el final de la guerra cuando se tomaron medidas para detener la masacre.

Aunque el Holocausto representa una categoría de persecución sui generis, es inevitable pensar en Karski a la luz de la presente inactividad que se cierne sobre Siria. Las expectativas ante la cumbre de Ginebra son tan bajas que asuntos triviales, como el hecho de que los negociadores del presidente Bachar el Asad y la oposición estén sentados juntos en la misma habitación (aunque no en la misma mesa), son elevados a la categoría de éxitos.

Resulta significativo así el acuerdo para permitir que mujeres y niños abandonen las zonas bloqueadas de la ciudad de Homs —un bastión anti-Asad—, que se queda corto frente a las expectativas de los mediadores internacionales e incluso este logro parece estar en discusión. En lugar de autorizar que un convoy de ayuda de Naciones Unidas transporte ayuda humanitaria a la zona, el Gobierno accedió a liberar a los anteriores de acuerdo con un calendario aún incierto, mientras que los hombres solo podrían abandonar la zona una vez hayan sido declarados no culpables, lo que no hace sino aumentar los temores de arresto. Y mientras prosiguen las exasperantes deliberaciones en torno a medidas claramente insuficientes, los sirios siguen siendo desplazados, heridos, torturados y asesinados en masa.

Independientemente de cómo se mida, el nivel de sufrimiento en Siria es abrumador. Y aunque las cifras no reflejen la crueldad practicada por los distintos actores y facciones, es de rigor citar los números: más de 100.000 muertos, 2,3 millones de refugiados y 4 millones de personas desplazadas en el interior del país.

Lo cierto es que hace un año las cifras ya eran terribles: 60.000 muertos, 700.000 refugiados internacionales y 2 millones de desplazados internos. Si existiera un umbral del horror que provocase un “basta” mundial, con seguridad ya lo habríamos superado.

La cruda realidad es que la respuesta del mundo a esta crisis viene moldeada por intereses geopolíticos y no por la necesidad de poner fin a un atroz sufrimiento humano. De hecho, no es ningún secreto que en Siria se dirimen conflictos de envergadura —entre Arabia Saudí e Irán, entre Arabia Saudí y Catar, entre Estados Unidos e Irán, entre Rusia y EE UU; entre chiíes y suníes, así como entre moderados y extremistas— y su resolución requerirá un esfuerzo significativo en todos estos frentes.

Desde el punto de vista estadounidense, Siria no es estratégicamente importante. La Administración del presidente Barack Obama ha mantenido planteamientos fundamentalmente aislacionistas, reforzados por el recelo del público americano hacia cualquier aventura exterior. Tan solo un cambio drástico en la naturaleza del conflicto, un cambio que amenace intereses fundamentales del país, dará lugar a un compromiso activo de Estados Unidos.

La culpa, al fin y al cabo, es un débil acicate para la acción internacional. Incluso Reino Unido y Francia —los dos únicos países dispuestos a enfrentarse a la amenaza de la acción militar contra el régimen de El Asad— se acobardaron ante la posibilidad de intervenir solos.

Así, el mundo responde a imágenes de una inenarrable brutalidad —torturas por parte del régimen o ejecuciones a manos de la oposición— con estériles manifestaciones de indignación. La oleada de declaraciones, medias tintas y torpes iniciativas ha contribuido muy poco a mejorar la situación y, a menudo, no ha hecho sino empeorar las cosas.

Tomemos como ejemplo el llamamiento de Obama a El Asad —no sustentado por acción alguna— pidiéndole que abandonara el poder, y sus repetidas promesas —que se remontan a principios de 2012— de proporcionar ayuda no letal a la oposición siria —promesas que no se cumplieron hasta finales del año pasado y, aun así, tan solo de forma temporal—. Esta brecha entre retórica y acción creó un vacío rápidamente ocupado por Arabia Saudí, Catar y donantes privados que canalizaron el apoyo a elementos extremistas de la oposición, fortaleciendo su poder a expensas de los proclamados moderados.

Pero el ejemplo más infame de esta parálisis política es la declaración de Obama en 2012, según la cual el uso de armas químicas representaba la “línea roja” que obligaría a Estados Unidos a intervenir. El incumplimiento en última instancia no solo envalentonó a El Asad, sino que incluso le confirió cierta legitimidad.

Está por ver si Ginebra II seguirá este patrón. Ya se ha pagado un precio —alto— por estas conversaciones, pues todos los bandos han intensificado la violencia ante las negociaciones, para reforzar así sus posiciones. Por no hablar del fiasco que supone la retirada de la invitación a Irán, cuyo apoyo resulta esencial para la conclusión de una solución acordada.

En cualquier caso, el carácter progresivo de las conversaciones contradice la urgencia de la situación. Al haberse fijado como prioridades el cambio de régimen, el Gobierno de transición y la composición de las delegaciones negociadoras, existe un peligro real de que la desesperada situación humanitaria pase a un segundo plano.

Las opiniones públicas tienen que desempeñar un papel fundamental. Pero, al igual que sus líderes, los ciudadanos de todo el mundo se muestran reticentes a actuar, por mucho que las encuestas de opinión evidencien que existe una conciencia casi universal de la situación. Sin embargo, los lamentos no ayudan. Tenemos que aceptar que pesa sobre nosotros una responsabilidad real de poner fin a la tragedia y, en ese sentido, presionar a nuestros líderes para que actúen.

Han pasado más de 70 años desde que Karski presentase su informe al mundo. En ese tiempo hemos creado Naciones Unidas, adoptado la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y discutido interminablemente sobre la “responsabilidad de proteger” de los Gobiernos para con sus ciudadanos. Sin embargo, al contemplar la tragedia de Siria, es inevitable pensar que nada ha cambiado. ¿Cuántas veces tenemos que decir: “Nunca más”?

*Ana Palacio, exministra de Asuntos Exteriores de España y ex vicepresidenta primera del Banco Mundial, es miembro del Consejo de Estado de España.

Fuente:elpais.com