Arnoldo Kraus-

ARNOLDO KRAUS

Enlace Judío México | No escribo sobre la calidad de las competencias de los XXII Juegos Olímpicos de Sochi. De las olimpiadas de invierno nada sé. Del invierno de la Rusia de Vladímir Putin es prudente y ético informarse. Los medios de comunicación brindan muchas noticias del esplendor de las olimpiadas y otras tantas de la lúgubre realidad rusa; las revistas médicas ofrecen también información, nada halagüeña, de la salud de “la otra Rusia”, no la de los discursos de Putin, sino la vinculada con la mortalidad prematura en hombres por el consumo de alcohol. Sochi es un triunfo cuestionable de Putin. Tanto para disidentes como para los grupos que no simpatizan con el mandatario ruso, debe ser incómodo que estos juegos se realicen en Sochi, una de las ciudades predilectas del sátrapa José Stalin.

Las Olimpiadas de Sochi son los juegos más caros de la historia. Según las versiones oficiales, costaron 50.000 millones de dólares; grupos independientes aseguran que los costos son mayores; la cifra es superior al importe total de todos los Juegos Olímpicos de Invierno previos. Antes de ser inaugurada, la fiesta de Putin afrontó algunos sinsabores. Destacan la ley aprobada en junio 2013 por los diputados rusos contra homosexuales y los sucesos, aún vivos, contra el conjunto musical Pussy Riot.

La votación, que prohíbe a los homosexuales manifestarse públicamente fue contundente: 434 votos a favor, uno en contra y una abstención; tan contundente como la firma del mandatario ruso y como el leitmotiv de la política y filosofía contemporánea en Rusia: “proteger a los menores de las consecuencias de la homosexualidad”. Hay quienes aseguran que detrás de la ley se proyecta la virilidad de Putin. Basta verlo con el torso descubierto, pescando o realizando algún ejercicio para comprobar esa teoría.

La camaradería y la amistad, bases de los juegos olímpicos, deben sopesarse cuando derechos humanos mínimos no cuestionables, como ser homosexual, o tener el derecho de manifestarse por medio de la música cono lo hicieron las Pussy Riot, son pisoteados. Poco importa en Sochi, y poco significa para la jerarquía rusa el Credo Olímpico: “Lo más importante de los Juegos Olímpicos no es ganar sino competir, así como lo más importante en la vida no es el triunfo sino la lucha. Lo esencial no es haber vencido sino haber luchado bien”. Ni la lucha deportiva ni los derechos humanos son apolíticos. “Luchar bien” implica respetar los derechos humanos.

Ética es una palabra que también se aplica en el deporte. Junto a los millonarios gastos para erigir a Sochi como un santuario ruso, y quizás un futuro mausoleo para Putin, la ausencia del respeto a los derechos humanos ha sido evidente antes y durante la fiesta. Dos días después de iniciados los juegos, un chico homosexual les confesó a sus amigos, en la ciudad de Volgogrado que era gay. Al conocer la noticia le introdujeron dos cervezas por el ano; intentaron meter una tercera sin éxito: pocas horas después el joven falleció.

Aunque Putin y sus camaradas no son responsables, alguna culpabilidad deben tener. Aprobar y promulgar leyes contra los homosexuales no es gratuito: la camada putiniana es corresponsable de la muerte del joven. Mientras que Human Rights Watch informó recientemente sobre el incremento de la violencia homofóbica desde que entró en vigor la ley que estigmatiza a los homosexuales, el alcalde de Sochi, Anatoly Pakhomov comentó a la BBC, “no tenemos homosexuales en nuestra ciudad”.

Antes de iniciarse los Juegos, veinte siete Premios Nobel, publicaron una carta abierta en el periódico The Independent, “Esperamos que al aprobar nuestra oposición a la nueva legislación sea posible alentar al estado ruso a aceptar los principios democráticos, políticos y humanitarios del siglo XXI”. Putin y su cuerpo diplomático, desdeñaron la misiva: “Acogeremos”, respondió Putin, “a todos los deportistas y visitantes. Pueden estar tranquilos y relajados, pero dejen tranquilos a los niños”.

Las Olimpiadas de la Rusia de Putin no son las de la Alemania nacionalsocialista de 1936 donde las leyes raciales marcaron un nuevo hito dentro de las desmesuras humanas. La homofobia rusa es pecata minuta cuando se contrasta con el racismo de la Alemania nazi. La diferencia entre una y otra desmesura es tan inmensa como las décadas transcurridas entre ambos eventos. Pisotear los derechos humanos como sucede en la Rusia de Putin, frente a las cámaras del mundo, retrata el poco o nulo respeto de algunos jerarcas mundiales —Putin, Berlusconi, Bashar Al-Asad— hacia la humanidad.

No aprecio la serendipia, soy afecto a la realidad. Seguramente Putin y sus vladimires son parte de la población que busca reivindicar a Stalin, dueño, explica la historia, de una bella dacha en Sochi, donde él y su familia solían vacacionar.

*Médico

Fuente:eluniversalmas.com.mx