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Enlace Judío México | ¿Quién fue Moisés?

Generalmente, la idea que tenemos sobre el Éxodo es que Moisés lideró una migración hacia AFUERA de Egipto. En términos simples, una huida que puso al pueblo de Israel fuera del alcance del faraón y sus tropas, de una vez y para siempre.

Históricamente hablando, es una perspectiva ERRÓNEA.

La realidad es que desde el reinado de Tutmosis I (que comenzó hacia el año 1504 AEC) hasta el de Meremptah (que concluyó hacia el año 1202 AEC), Canaán fue una provincia egipcia, que sólo en ciertos momentos de caos tuvo una relativa autonomía. Tomando en cuenta que resulta imposible ubicar a Moisés antes o después de ese período, la realidad es que todos los movimientos migratorios que dirigió y que están descritos en el texto bíblico se hicieron dentro de las fronteras del Imperio Egipcio, por lo que lo primero que hay que descartar es que haya dirigido un “escape”.

¿De dónde viene la idea de un pueblo de Israel “saliendo” de Egipto (es decir: yendo más allá de sus fronteras)? Principalmente, de dos eventos distintos.

El primero fue la expulsión de los Hiksos, grupo que -como ya vimos en notas anteriores- estuvo integrado por Aviru o Hebreos, antecedentes del posterior Israel. Cuando los Hiksos fueron derrotados por Ahmosis I hacia el año 1550 AEC, fueron obligados a abandonar Egipto y regresar a Canaán, que por entonces todavía no era una provincia egipcia. Entonces, resulta lógico que en Israel se haya preservado la memoria histórica de que, en un momento, sus ancestros efectivamente habían “salido de Egipto”.

Pero acaso más importante fue el segundo evento: recuérdese que la redacción y organización del relato del Éxodo, tal y como lo conocemos, se hizo después del exilio en Babilonia. Por lo tanto, muchos de los rasgos anecdóticos del relato responden a las vivencias del siglo VI AEC, aunque estén representadas en un pasado remoto. Por ello, como ese “segundo éxodo” significó la definitiva liberación de Israel de su exilio en Babilonia -nación que quedó colapsada por la invasión persa-, en el relato del Éxodo se pintó a un Israel huyendo de Egipto, nación que queda colapsada por las plagas divinas (hecho histórico, aunque distinto: hacia mediados del siglo XVII AEC, la crisis social egipcia se vio incrementada por los efectos de la explosión volcánica del Santorini, coyuntura que marcó la pérdida del poder por los faraones locales y la conquista del territorio por los Hiksos -Hebreos-).

En resumen, la memoria histórica de Israel fusionó el colapso de Egipto provocado por catástrofes naturales (o “plagas”, según los paradigmas de la época) con un evento un siglo posterior: la huida de los Hebreos-Hiksos hacia Canaán después de haber sido derrotados por Ahmosis I. A todo ello se agregó un elemento que sucedió otro par de siglos más tarde: la revolución espiritual dirigida por un príncipe educado en la corte, a quien la Biblia llama Moisés.

No puede haber demasiadas dudas de que este príncipe fue parte de la XVIII dinastía, en la que muchos de sus reyes -incluyendo los principales- usaron nombres similares. El fundador fue Ahmosis, y luego vinieron cuatro reyes con el nombre Tutmosis (el tercero fue el más poderoso de toda la dinastía, y acaso el más poderoso de toda la historia egipcia). Bien: el apócope “mosis” tiene la misma raíz etimológica que Moshé.

¿Cuál fue su origen? El texto bíblico lo describe como un hebreo educado en la corte faraónica, dato que parece inverosímil: ¿por qué el faraón habría aceptado a un niño de “otro pueblo” que, además, se supone debía morir?

Curiosamente, históricamente no es una posibilidad inverosímil: hacia las épocas del final de la XVIII dinastía, hay evidencia que sugiere que los semitas se habían integrado sin problemas a la cultura egipcia.

Tutmosis I fue quien conquistó Canaán, y con ello integró a cananeos y semitas -incluyendo a los Aviru o Hebreos- al universo egipcio. Entonces, para cuando Ahkenatón ocupó el trono, semitas y cananeos llevaban siglo y medio asimilados a ese entorno.

La prueba de que la asimilación había sido exitosa la podemos ver en que cuando murió Tutankamón -el hijo de Akhenatón-, el trono pasó de mano en mano hasta que Jaty -que fue visir del faraón Horemheb- consolidó su poder y lo heredó a su hijo Sethi. Por los nombres, es seguro que provenían de una familia de origen semita. Jaty cambió su nombre por Ramsés o Rameses (el apócope “meses” también podría estar relacionado etimológicamente con Moshé), y su nieto fue Ramsés II, el último gran faraón egipcio.

Tres siglos atrás, estos reyes habrían sido llamados “hiksos” por ser semitas. Pero jamás se les dio título semejante, lo que sustenta la idea de que los semitas de Canaán -y seguramente también los cananeos- ya eran vistos como parte integral de Egipto.

Entonces, con mayor razón se debe insistir: toda la actividad llevada a cabo por el Moisés bíblico fue en el marco del territorio egipcio y, dentro de los parámetros de la época, dentro de la cultura egipcia.

Esto tiene una implicación de lo más interesante: históricamente, el Éxodo dirigido por Moisés no fue tanto un “escape”, sino más bien una verdadera REVOLUCIÓN del pensamiento en el antiguo Egipto. Si la memoria histórica de Israel preservó la versión de que todo había sido hecho al margen del Imperio Egipcio, fue porque después de la invasión Filistea, Egipto perdió definitivamente el control de Canaán y la memoria histórica de Israel evolucionó AFUERA de Egipto.

Regresemos con Moisés: un líder tan egipcio como semita y hebreo, que dirigió una revolución espiritual en el antiguo Egipto.

Dicha revolución fue, básicamente, un proyecto de claro perfil monoteísta, y hay mucho que decir al respecto.

Generalmente, los detractores del Judaísmo dicen que Moisés sólo habría “copiado” (o incluso plagiado) las ideas de Akhenatón. Se trata de una perspectiva inexacta. En realidad, si le vamos a atribuir esas ideas a un faraón, tendría que ser al padre de Akhenatón, Amenofis III. Él fue el primero que propuso una renovación religiosa, aunque evidentemente cargada de objetivos políticos. La idea era mermar el poder -enorme, más bien desproporcionado- que tenía el clero de Amón, la principal deidad egipcia. Amenofis III promovió entonces el culto a Atón-Ra, el Disco Solar, y Akhenatón simplemente le dio continuidad a este proyecto.

Visto así -y, sobre todo, visto desde nuestra época y nuestra mentalidad- no parece un gran avance, pero lo cierto es que en la época fueron ideas revolucionarias. La simple propuesta de adorar SOLAMENTE A UNA DEIDAD representaba una transformación radical en ese momento, y dos cosas parecen definitivas: una es que Amenofis III pudo iniciar el proyecto por meros objetivos políticos, tal parece que Akhenatón lo continuó por genuina convicción religiosa; la otra es que este último faraón fue, lamentablemente, un pésimo administrador y gobernante. Durante su reinado el Imperio se colapsó, y al morir el clero de Amón recuperó todo su poder. Con ello, fracasó la revolución religiosa que hubiera hecho de Egipto la primera nación monoteísta del mundo.

Pero el fracaso no fue total. Entendida en su contexto histórico adecuado, la memoria del pueblo de Israel demuestra que un grupo egipcio le dio continuidad al proyecto monoteísta, y aunque hubo que esperar un poco más de tres siglos para su consolidación nacional, el éxito fue garantizado por un príncipe semita que, evidente conocedor de lo mejor de la cultura egipcia, estableció las bases legislativas para que el monoteísmo se convirtiera en una realidad bien aceptada por una amplia base social.

Entonces, Egipto no vino a ser la primera nación monoteísta, pero fue la nación donde surgió la primera sociedad monoteísta hacia finales del siglo XIV AEC.

¿Hubo una migración de este grupo hacia Canaán? Es probable. Lamentablemente, no se dispone de la suficiente información de este período por la simpática razón de que el clero de Amón, una vez que recuperó su poder, se dedicó a destruir la mayor cantidad posible de registros del reinado de Akhenatón, a quien siempre vieron como un enemigo.

Sin embargo, hay un elemento histórico que hace bastante viable esta migración: a la muerte de Akhenatón, el clero de Amón recuperó todo su poder y, naturalmente, se dedicó a revertir las reformas religiosas del “faraón hereje”. Entonces, el ambiente en Egipto no era el adecuado para darle continuidad a ningún proyecto religioso nuevo. Sin embargo, la pésima administración de Akhenatón había provocado que Egipto perdiera el control de sus provincias cananeas -situación que tardaría sesenta años en resolverse-, por lo que resulta muy verosímil suponer que Moisés decidiera llevar a su grupo monoteísta hacia un territorio conocido -Canaán, una provincia egipcia y que además era el origen de sus seguidores semitas-, providencialmente autónomo en ese momento.

Cierto: no hay registros egipcios que hablen de nada remotamente parecido, pero debe tomarse en cuenta que el clero de Amón mandó a destruir todo aquello que recordase la gestión de Akhenatón. Una venganza muy en el estilo egipcio.

Con todo esto en mente, podemos plantear un perfil histórico básico sobre Moisés: un príncipe egipcio (semita) que le dio continuidad a las reformas religiosas que intentó implementar Akhenatón.

Es interesante, porque otra vez el contexto histórico nos permite ampliar el panorama sobre un personaje bíblico.

En la Biblia, Moisés es presentado como aquel que sentó las bases para la definición de la identidad de una nación. Su reforma no es sólo religiosa, sino política: gracias a su liderazgo, un pueblo esclavo es liberado y sale de su prisión para poder trasladarse al lugar donde habrá de construir su propio destino.

Naturalmente, esta perspectiva tiene sus límites: en primer lugar, se trata de un texto elaborado por líderes religiosos, no por historiadores profesionales. Por lo tanto, los objetivos eran religiosos, no académicos. Y aunque la esencia del relato es precisa -la influencia de Moisés como decisiva para que se sentaran las bases doctrinales y jurídicas de lo que identificamos como el antiguo Israel-, hay una gran cantidad de datos que quedaron relegados de la memoria histórica (una situación natural e inevitable en la construcción de la memoria histórica de todos los pueblos).

Entonces, para contemplar de un modo más preciso el verdadero papel de Moisés, hay algunas ideas básicas que tomar en cuenta, ambas relacionadas con el profundo vínculo entre Egipto y los hebreos de ese entonces.

Aquí el meollo es simple: Egipto y el antiguo Israel tienen más vínculos de los que normalmente estamos conscientes. La narrativa bíblica según la cual los israelitas son un grupo foráneo que llega, se establece, crece, es esclavizado y luego huye, es una CONDENSACIÓN de lo que realmente sucedió en un período de tiempo bastante más amplio, y en el que estuvieron involucradas muchas más personas que las mencionadas en la Biblia.

En términos generales, podemos decir que Egipto e Israel fueron básicamente lo mismo hasta mucho tiempo después de la conquista de Canaán. Si la Biblia lo matiza de otra manera, es porque para cuando el texto bíblico se elaboró, hacía casi medio milenio que Egipto e Israel habían separado sus rutas, y ya casi no había nada en común entre uno y otro, salvo el vasallaje a los persas. Por ello, el relato bíblico se concentra en un clan familiar hebreo que, a la larga, se convirtió literalmente en una nación, sin mostrar ningún interés -no era necesario para los objetivos del momento de la redacción final- en quienes fueron o qué pasó con el resto de los Hebreos.

Y lo que pasó, evidentemente, fue esto: tras establecerse en Egipto a partir del año 2000 AEC por razones eminentemente comerciales, conquistaron el poder a mediados del siglo XVII AEC -poco tiempo después de la erupción volcánica del Santorini- e impusieron dos dinastías de faraones y recibieron el nombre de Hiksos, reyes extranjeros. Derrotados por Ahmosis I, tuvieron que replegarse a Canaán, por entonces todavía independiente. Sin embargo, un poco más de medio siglo después fueron conquistados por Tutmosis I, y poco a poco los Hebreos -lo mismo que otros semitas y cananeos- se asimilaron como componente normal del Imperio Egipcio. Para los tiempos de Akhenatón, los descendientes de los Hebreos volvían a ocupar cargos importantes en la corte, y por ello no es extraño que alguien como Moisés se educase allí. El colapso del poder egipcio en esas épocas pudo ser el marco para que una nueva migración llevase a un importante grupo de regreso a Canaán, si bien el poder volvió a caer en manos de una Dinastía seguramente emparentada con los antiguos Hebreos, misma que reconquistó Canaán durante un breve tiempo, antes de comenzar el período de declive definitivo de la que fue la más grande potencia militar, política y cultural de su momento. Derrumbado de manera definitiva el poderío egipcio, los descendientes de los Hebreos asentados en Canaán tuvieron que concentrarse en sus propios problemas, que fueron básicamente dos: los conflictos con algunos grupos cananeos hostiles, y la invasión de los Filisteos, uno de los llamados Pueblos del Mar. Lentamente se fueron sentando las bases para una reorganización política radical, y hacia el siglo X se conformó la primera monarquía de la zona, y por primera vez en el panorama internacional se identificó un nuevo reino: Israel.

¿Por qué en un momento dejé de hablar de “hebreos” para empezar a hablar de “descendientes de hebreos”? Recuérdese que la palabra “hebreo” tuvo un significado muy concreto en su contexto original egipcio: grupos mixtos integrados por semitas y cananeos que se dedicaban al pillaje. La última vez que se les mencionó fue durante el reinado de Akhenatón, en las llamadas Cartas de Amarna.

¿Por qué se les dejó de llamar así? Porque, evidentemente, dejaron de dedicarse al pillaje. Seguramente fueron sometidos a un orden legal por Ramsés II, un faraón al que debieron ver prácticamente como un pariente, toda vez que era de origen semita (para darse una idea de la situación, imagínense la reacción de todos los hispanos en los Estados Unidos si llegara a la presidencia un hispano, sin importar su país de origen).

Estamos hablando de un momento de transición de lo más relevante: los antiguos Aviru o Hebreos, que habían sido un dolor de cabeza desde prácticamente mil años atrás, por primera vez se “institucionalizaban” de manera sólida, y empezaban a integrarse como UNA NACIÓN.

Los grupos que protagonizaron esa integración debieron ser de lo más diverso. De entrada, debieron estar presentes los Hebreos semita-cananeos que nunca se movieron de Canaán desde el siglo XX AEC; luego, los descendientes de los Hiksos derrotados en Egipto que habían regresado a mediados del siglo XVI AEC; el siguiente grupo importante debió ser el llevado por Moisés hacia finales del siglo XIV AEC; y, por último, los descendientes de los semitas y egipcios que se hubieran establecido allí durante la época de la reconquista de Canaán dirigida por Ramsés II.

Todos estos grupos estaban emparentados en mayor o menor grado (volvamos al caso de los hispanos en los Estados Unidos: debió ser un fenómeno similar, aunque en proporciones más reducidas debido a que no estamos hablando de una extensión de territorio -desde Egipto hasta Canaán- remotamente parecida), y al final construyeron una sola identidad nacional llamada Israel.

Naturalmente, dicha construcción de identidad se logró plegándose a UNA TRADICIÓN (o, si gustan, llámenle “una memoria histórica”) de cuatro posibles: los que nunca se movieron de Canaán, los que llegaron expulsados y derrotados por Ahmosis I, los que llegaron con Moisés, y los que llegaron con la invasión ramésida.

Es evidente que la tradición dominante sobre la cual se construyó la identidad nacional fue la traída por Moisés. Por razones más que lógicas, el relato de un grupo que huyó de un Egipto en colapso, y que en el camino celebraron un “pacto” con un D-os Único, fue el que se convirtió en el epicentro de lo posterior memoria histórica de los descendientes de estos grupos emparentados, aunque diferentes.

Y digo que fueron razones más que lógicas porque Moisés y su grupo debieron ser los únicos que tenían en mente un proyecto colectivo bien definido, además sentado en una vocación espiritual revolucionaria y precisa: el monoteísmo.

Hasta ese momento, los Aviru o Hebreos no se habían caracterizado por tener una religión o religiosidad en particular (es lógico: no siendo una etnia, sino sólo un “tipo de gente” dedicada al pillaje -como lo que en el siglo XVIII fueron los piratas, por mencionar un ejemplo-), sus hábitos en todo sentido (incluyendo el religioso) debieron ser de lo más variados.

Por eso, justamente, es que el relato bíblico se centra en UN SOLO CLAN FAMILIAR de los Hebreos: el identificado con ese proyecto monoteísta que sólo tomó dimensiones colectivas importantes hasta que apareció Moisés, justo en la época en la que un intento similar había sido proyectado por dos faraones: Amenofis III y Akhenatón.

Esta revolución religiosa no funcionó en Egipto, y de hecho el panorama se complicó más cuando a la muerte de Akhenatón el clero de Amón -el más afectado por las reformas- recuperó su poder e intentó regresar las cosas a su antiguo orden.

Ese debió ser el marco para que otro príncipe egipcio decidiera ponerse al frente de un proyecto revolucionario similar, aunque lejos del alcance de los sacerdotes oficiales. Siendo de origen semita, y seguramente apoyado por amplios contingentes semitas, este príncipe tomó a su gente y la llevó de regreso a Canaán para poder establecer allí una religiosidad monoteísta.

Este panorama nos amplía la perspectiva de muchos detalles del texto bíblico. Por ejemplo:

a) Muchos seguidores de Akhenatón debieron unirse al proyecto. La misma Biblia nos dice que varios egipcios salieron con Moisés durante el Éxodo.

b) Los núcleos aristocráticos que acompañaron a Moisés desde Egipto -gente educada y pudiente- debieron ser la base para la integración del grupo de los Leviim y Kohanim, y por ello siempre fueron un clan aparte, sin un territorio fijo en Canaán sino más bien itinerantes, y con muy reducidas tendencias a mezclarse con el resto de “las tribus de Israel”.

c) También se aclara el por qué a lo largo de la narrativa bíblica, Israel antiguo siempre es una nación en la que combate el monoteísmo contra el politeísmo cananeo: los Hebreos que nunca se habían movido de Canaán, los descendientes de los Hiksos y los que llegaron con la invasión ramésida debieron ser politeístas exactamente igual que todos los grupos semitas y cananeos de la zona, y tardaron -literalmente- siglos en asimilarse a las ideas revolucionarias traídas por un príncipe egipcio y su gente.

El Moisés histórico tal vez no tenía la idea de crear una “nueva nación”. En su momento histórico, los semitas de Canaán y sus descendientes -y eso incluye a los Hebreos que luego le darían forma a Israel- ya eran parte natural del entorno egipcio (volvamos al ejemplo: igual que hoy en día muchos hispanos ya son parte natural en los Estados Unidos).

Probablemente, su único interés era una revolución espiritual. Cierto: tuvo que marcar distancia -digamos que “huir”- de ciertos núcleos de poder egipcios que debieron ser muy agresivos y hostiles contra su proyecto, pero a fin de cuentas se retiró a un lugar que había sido dominado por Egipto, y que lo volvería a ser durante varios años más.

Si Israel y Egipto terminaron por seguir rutas distintas, fue porque el esplendor y poderío de los faraones se colapsó de manera dramática después de la segunda Dinastía Ramésida (la XX). Canaán quedó completamente aislado, y a partir del siglo XI AEC empezó a reorganizarse para lograr aquello que los antiguos Hebreos semita-cananeos habían rehuido por casi un milenio: una monarquía llamada Israel.

Estamos próximos a concluir nuestras reflexiones sobre el Éxodo y su lugar en la Historia. Pero antes de ello, todavía hay otro tema relevante que abordar:

¿Por qué hemos incluido la invasión ramésida a Canaán como parte de la Historia de Israel?

De eso vamos a hablar en la próxima nota: el lugar en la Historia de las sagas de Josué y los Jueces.