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ENRIQUE CHMELNIK LUBINSKY

No es lo mismo ser anti-sionista que ser antisemita. El antisemitismo es estrictamente eso, antisemitismo; con magnitudes, con tesituras, pero antisemitismo al fin.

No es por causa del Estado de Israel, ni del enfrentamiento armado en Gaza. Si acaso, le sirven como pretexto para emerger, para revelarse en las redes sociales y para irrumpir a sus anchas en las calles de París, de Madrid y de Londres. Lo cierto es que el antisemitismo no comenzó ayer y no persiste a causa de los judíos, sino que perdura al margen del lugar, la época y las circunstancias.

Tampoco se crea de manera espontánea; se adormece, pero no sucumbe. Carece de patrones visibles y es difícil determinar qué lo detona.

En México, por ejemplo, fue un video que salió a la luz a principios de 2012, en el que un empresario de origen judío golpeaba e insultaba al empleado de un condominio. En España fue la victoria del equipo israelí Maccabi Tel Aviv sobre el Real Madrid en la final de la Euroliga de baloncesto, en mayo pasado. En Ucrania fue la Crisis de Crimea y el enfrentamiento armado en la región oriental del país –conflictos en los que, dicho sea de paso, no ha participado significativamente un solo judío-.

Pero en todos estos episodios, como en tantos otros, los comentarios en redes sociales fueron semejantes -en algunos casos idénticos- a los que pululan actualmente en cuantiosos países del mundo, propiciados presuntamente por el enfrentamiento armado que sostienen el Estado de Israel y la organización Hamas.

El conflicto en Medio Oriente es emblemático, debido a que en ningún otro caso los manifestantes apuntan a todo el pueblo para condenar las políticas del estado. Las expresiones contra Rusia, China, Siria o Estados Unidos, por citar algunos ejemplos, aluden a sus gobiernos, no a sus habitantes. En el caso del Estado de Israel, en cambio, abundan las acusaciones contra los judíos. Eso se llama, simple y llanamente, antisemitismo.

Ni el judío acaudalado, ni la efervescencia deportiva, ni los enfrentamientos en Ucrania y en Gaza, dan lugar al antisemitismo. El fenómeno está ahí, a la espera del momento propicio para manifestarse, como acontece hoy en día de un extremo al otro del mundo, al grito de “Hitler tenía razón” o “aniquilen a los judíos”.

Pero, además del antisemitismo, prevalece la idea de que hay algo en los propios judíos que atiza su animadversión. Hoy, las manifestaciones antisemitas son “provocadas” por el Estado de Israel, antes fue por el capitalismo, el socialismo, la mixtura racial o el deicidio. Se trata pues de esclarecer el fenómeno, de encontrarle un motivo. Al final, el judío resulta no sólo víctima del antisemitismo, sino también su causante.

Algunos judíos también profesan esta relación. Hay, por ejemplo, quienes se esfuerzan por rescatar el prestigio del pueblo con la publicación semanal de interminables listas de aportaciones judías a la humanidad –incluyendo Premios Nobel, descubrimientos científicos, avances tecnológicos y celebridades de origen judío-, como si fuera preciso pagar un derecho de existencia, persuadiendo a la sociedad de que los judíos se han ganado su lugar en el mundo.

Detrás de esta afición a ufanarse de la grandeza de otros –tan extendida que casi podría dividirse al pueblo judío entre los que obtienen Premios Nobel y aquellos que los presumen-, prevalece la idea de que el antisemitismo resiste debido a que la humanidad ignora las hazañas de los miembros más destacados del pueblo, aunque sean numerosísimos. Como si efectivamente fuera el modo en que los judíos se conducen, en forma individual o colectiva, el que provoca o el que remedia el antisemitismo.

Cabría preguntarse si acaso los judíos tienen una deuda particular con la humanidad; si serían merecedores del antisemitismo caso que no contribuyeran con la ciencia, la tecnología, la cultura o el arte. Y, siendo así, ¿qué se hace con aquellos que no aportan algo significativo?

Ya desde 1963 Hanna Arendt abordó esta propensión, al criticar a aquellas minorías cultas que lamentaban el hecho de que “Alemania expulsara a Einstein, sin darse cuenta de que constituyó un crimen mucho más grave dar muerte al insignificante vecino de la casa de enfrente, a un Hans Cohn cualquiera, pese a no ser un genio”.

Pero, así como aquellos que combaten el antisemitismo con cualidades y galardones en aras de redimir al pueblo, hay judíos que se salvan ellos, comenzando por denunciar el “mal” comportamiento de sus congéneres y de imponerlo como genuino motor del antisemitismo. Temen, quizá, que efectivamente la judeofobia no se restrinja a las circunstancias, sino que resucite maquinalmente una y otra vez. Ignoran, en todo caso, que si el antisemita precisa de excusa, es para manifestarse, no para inventarse.

Recientemente, en las redes sociales, una mujer judía se preguntaba si acaso Benjamín Netanyahu se dará cuenta del antisemitismo que provoca. Lamentablemente, no se trata de una retórica singular; diversos autores, de meritorio nivel, refrendan la relación entre las acciones del gobierno de Israel y el antisemitismo contemporáneo.

En 2009, por ejemplo, durante la operación conocida como “Plomo Fundido”, el historiador británico de origen judío Eric Hobsbawm, publicó un artículo en que afirmaba que las acciones del gobierno de Israel “dan pie al actual antisemitismo”.

Si el antisemitismo contemporáneo fuera producto de las políticas israelíes, también podría originarse a razón de cualquier otro evento y, salvo que otras persecuciones también fueran motivadas por los perseguidos, se trataría de un fenómeno excepcional. ¿Acaso los negros causan la segregación? ¿Acaso los musulmanes suscitan la islamofobia? ¿Acaso las mujeres son responsables del acoso y la violación? Definitivamente no. Como tampoco los judíos son causantes del antisemitismo.

Condenar las acciones de un judío concreto o de todo el Estado de Israel, sobre la base del antisemitismo que ocasionan, hace de la hostilidad hacia los judíos un fenómeno razonable, casi comprensible. Como si un individuo ordinario se transformara justificadamente en detractor de millones, so pretexto de lo que hizo un empresario, un equipo de baloncesto o un gobierno. Como si el antisemitismo fuera una repercusión imprevista. Como si para combatir esta clase de aversión, tuvieran que perfeccionarse los injuriados y no sus infamadores. Como si el problema fueran los judíos, no los antisemitas.

Hace medio siglo se creía que después del Holocausto el antisemitismo era inconcebible. Pero, dado que el exterminio de la tercera parte del pueblo judío no pudo extirparlo del mundo, es factible que se trate de un fenómeno indestructible y que los judíos se vean obligados a vivir con él, a anticiparlo, a sortear sus manifestaciones, a confrontarlo cuando es preciso y, en el peor de los escenarios, a sobrevivirlo.

Lo cierto es que los judíos no lo originan con ninguna de sus acciones, tampoco contribuyen a extinguirlo con sus aportaciones, porque a fin de cuentas el antisemitismo no existe a causa de los judíos, sino a pesar de ellos.