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ALLAN GLATT

Empezaré con una afirmación importante: soy judío. Sí, soy sionista y tengo una relación sentimental con el país ubicado entre vecinos que lo odian y anhelan su extinción. Hace diez años que no piso esa tierra; sin embargo, me siento tan cercano como siempre. Crecí en el seno de una comunidad con ideologías similares a la mía y nunca se me inculcó desprecio por otras religiones –hasta los 18 años no conocí en persona a un musulmán–, menos aún la idea de exterminar a quienes las profesaran. No se trata de una justificación, solamente es una aclaración para quien crea que mis palabras pueden estar sesgadas.

Es doloroso observar las redes sociales en estas fechas. A diferencia de lo que pasa en cualquier otro conflicto internacional, en éste se puede percibir una cantidad desmesurada de odio. Hamás está ganando una guerra mediática y, con ella, contagiando al mundo de sentimientos cargados de violencia. El antisemitismo ha inundado las calles, se han hecho marchas alrededor del mundo para boicotear a los judíos e incluso se ha llegado a agresiones físicas.

La guerra de Israel no es con Palestina, es contra una organización terrorista cuyo lema clama por la desaparición del Estado Judío y demás infieles –eso incluye también a cristianos, budistas y ateos– y no, no es una guerra justa. No me refiero a la superioridad armamentista de las IDF (Israel Defense Forces), sino a la injusticia de un enemigo que se esconde detrás de niños inocentes.

Ninguna muerte es ignorable, todas son igual de lamentables, pero difamar al ejercito israelí por las abismales diferencias entre fallecidos de cada lado de la frontera es absurdo. Mientras un bando enfoca todos sus esfuerzos en proteger a sus ciudadanos, el otro los incita a morir por su causa. Mossab Hassan Yousef, autor del libro Hijo de Hamás ehijo en la vida real de Sheikh Hassan Yousef (uno de los fundadores de esta organización), testimonia que a Hamás no le importan las muertes de los palestinos o los israelís. “Hamás fue creado para destruir, no sabe construir”.

En las últimas semanas, siete veces se han reportado ataques a escuelas en Gaza operadas por las Naciones Unidas. De lo que se habla poco es de que las IDF responden a ataques provenientes de esas zonas y en tres ocasiones se encontraron misiles debajo de los cimientos de dichas edificaciones. Pero esto no es noticia cuando se compara con la foto de un niño muerto en los brazos de su madre desconsolada.

De hecho, según un reportaje de la BBC, muchas de las fotografías asociadas al hashtag #GazaUnderAttack no pertenecen a este conflicto, a este año o, peor aún, a estos países. Si se tratara de sacrificar vidas por ganar la simpatía del mundo, las IDF apagarían su magnífico sistema de defensa, el Iron Dome, silenciarían las alarmas y dejarían que uno que otro cohete hiciera los estragos necesarios para restregar su sufrimiento por los principales noticieros. Pero no, Israel peca de inocente y se preocupa por sus ciudadanos. Mientras tanto, Hamás incita a los suyos a quedarse en zonas que sabe que atacarán las IDF.

Golda Meir, primer ministro de Israel entre 1969 y 1974, dijo una frase cuyo eco suena más fuerte que nunca: “Podemos perdonar a los árabes por matar a nuestros hijos, lo que no podemos es perdonarlos por hacernos matar a los suyos”. Meir fue una de tantos judíos que llegaron a la Palestina dominada por los británicos en los años 20 y trabajaron en las tierras compradas con ayuda del fondo nacional del Keren Kayemet le Israel. Ella fue una de los muchos que llegaron a un ambiente hostil y lo hicieron florecer. Puede ser que la partición de la ONU no convenza a la opinión popular –especialmente al mundo árabe–, que parezca beneficiar a Israel como compensación por el Holocausto, pero ¿acaso no todas las fronteras son injustas? Si por mí fuera, México aún poseería California. A diferencia de lo que dice Amos Oz, yo no creo que el conflicto sea un problema de bienes raíces. Tampoco creo que sea uno de religión. Es y será un asunto de odio y, a riesgo de sonar parcial, apunto mi dedo hacia Hamás como el culpable.

Tan notorio es el contagio del virus de odio inoculado por Hamás que podemos observar las diferencias entre manifestantes en ambas caras de la moneda. Mientras que aquellos que apoyan a Israel lo hacen pacíficamente en las calles, los que son guiados por fanáticos de la causa de Hamás son pura violencia. Ningún ser próximo a mí odia a los árabes, ninguno desea su aniquilación, ninguno celebra cuando el cadáver de un niño aparece entre los escombros de una escuela. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que “nosotros” no queremos guerra; no ésta, no otras.

Fuente:milenio.com