JACOBO ZABLUDOVSKY

Permítanme diferir.

No estoy de acuerdo con el aplauso delirante al proyecto Foster-Romero para el nuevo aeropuerto internacional de la ciudad de México. La pompa y circunstancias se explican tratándose de un lord inglés, pero no justifican el gasto a cargo de un pueblo en que 80% de sus habitantes nunca han subido a un avión y la tercera parte vive en la pobreza.

Un aeropuerto no es un detonante económico, ni una sala de exposiciones, ni el símbolo patrio que nos ubica, de golpe y porrazo, entre las potencias mundiales. Un aeropuerto es una terminal de transportes donde la gente espera estar el menor tiempo posible, tanto de ida como de llegada, no cargar el equipaje, no perderlo, no hacer colas en el mostrador de la compañía aérea, migración y aduanas ni en las cada vez más largas, lentas y latosas inspecciones de la seguridad. No desea lujos, sino eficiencia que aliviane la tensión y cansancio de cualquier viaje en avión.

En el acto del miércoles en Los Pinos en que se dio a conocer el proyecto triunfador de la licitación se previó una inversión de 120 mil millones de pesos para la infraestructura que con obras complementarias subirá a 169 mil millones. Financiada parte de la primera fase con el producto de la actual terminal, el resto será con bonos de vencimiento hasta 30 años, deuda que pagaremos todos los causantes, hijos y nietos incluidos.

¿De qué se habla cuando se habla del resto? Pregúnteselo a lord Foster. Su aeropuerto de Beijing, China, estimado en 2 mil 500 millones de dólares, subió a casi 4 mil. Su terminal 2 del aeropuerto de Heatrow costó 8 mil 700 millones de dólares, casi mil millones arriba de lo calculado. Su gigantesco pepino de oficinas considerado un atentado estético contra Londres, está en graves problemas financieros. Y para no abundar en ejemplos, solo uno más: su puente sobre el Támesis, frente a la Galería Tate, tuvo que cerrarse, apuntalarse y fijarse con tirantes porque se movía como hamaca y la gente caía al agua. Esa muestra de british humor se paga en libras esterlinas.

Los terrenos del actual aeropuerto se convertirán en áreas verdes, culturales, deportivas, de esparcimiento, comercios, centros de salud, núcleos de habitación. Se requerirán más vías rápidas de superficie o túneles para unir la capital y ciudades cercanas con el nuevo aeropuerto. Nadie duda que el actual es insuficiente, defectuoso, anacrónico. El nuevo es una asignatura urgente y no es secreto que desde hace tiempo se buscan terrenos para construirlo en entidades vecinas como México, Hidalgo y Tlaxcala. La decisión del presidente Enrique Peña Nieto es oportuna, estamos justo a tiempo para emprender las obras de infraestructura y terminar tres de las seis pistas y sus edificios antes que el sexenio.

En la reunión de Los Pinos Gerardo Ruiz Esparza, secretario de Comunicaciones, dijo a los presentes: “…tengan la certeza de que la SCT cuidará que todos los recursos que se manejen, se aplicarán con claridad y transparencia”. Eso está bien, pero no hay la menor garantía de que el presupuesto será respetado. Perdónenos si lo dudamos, don Norman. Creo que hasta el presidente Peña Nieto sintió una mosca en la oreja cuando, al mostrarle las maquetas, usted le murmuró que se podrá construir “a pasos ágiles”. “Esperemos que sí”, contestó don Enrique con una sonrisa no sé si enigmática porque no me consta.

En dos años escasos el presidente Peña Nieto ha llevado al cabo una asombrosa transformación jurídica del país, a gusto de algunos y disgusto de otros que, sin embargo, reconocen su habilidad política y capacidad de conciliar intereses diversos. Ahora estamos frente a otro desafío: la obra más grande desde Ciudad Universitaria, hace más de medio siglo. Ante la necesidad imperiosa de dotar a México de un aeropuerto a la medida de su desarrollo actual y futuro la única duda es si nos estamos inclinando por una construcción faraónica o podemos estudiar otras soluciones, si debemos comprar un elefante blanco o una bestia de tiro adecuada a nuestro carro. Al decidir la realización de esta compleja maquinaria llamada aeropuerto no debemos pensar en el júbilo de grandes financieros y constructores que hacen las cuentas de la lechera, sino en el valor de cada peso salvado de un gasto excesivo o inútil. Dependemos de factores que no controlamos en el ámbito internacional. La economía doméstica afronta dificultades para satisfacer las enormes carencias de millones de mexicanos. Estamos obligados a ser cautos. Han pasado 600 años desde que hombres blancos y barbados cambiaron espejitos por oro.

Revisemos lo andado antes de que nos enfrentemos a un obstáculo imprevisto a mitad del río.

Pudiera ser el Támesis.

Fuente:alianzatex.com