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SARA SEFCHOVICH

 

Hace poco participé en Xalapa, Veracruz, en un foro sobre empresas culturales en México. Los participantes debatieron cómo crear y sacar adelante empresas, que al mismo tiempo que ofertaran alguno de los productos considerados cultura, les permitieran ganar dinero. Muy interesante fue escuchar los esfuerzos dirigidos a terminar con, o por lo menos a dejar de depender totalmente, del patrocinio estatal, y también acabar con la idea de que todo lo que tiene que ver con cultura significa, en el ámbito económico, algo que no redunda ningún beneficio.

Mi conferencia se llamó: ¿Tiene sentido hacer proyectos culturales en una situación como la que está viviendo México?

Lo que dije fue, en síntesis, que los bienes y servicios culturales sirven para hacer mejor la vida de aquellos que los quieren y pueden aprovechar, pero no les significan nada a los otros, a los que no les dan valor. Esto parece de Perogrullo pero no lo es, pues desde el Estado hasta montones de individuos, están luchando por convencer a toda la sociedad de que esto debe interesarles. Dije además que no es cierto que los productos culturales sirvan para pacificar países, reconstruir tejidos sociales o evitar que haya delincuencia y violencia. Por más que quisiéramos, no sucede. Un libro no puede parar el narco, una obra de teatro no puede evitar el secuestro. Hace conciencia sí, pero entre quienes ya estamos conscientes y por eso leemos y acudimos al teatro.

Mi planteamiento fue recibido con enojo por una parte del público, porque les recordé algo que no tenían ninguna gana de recordar, y es que no podían pensar como si estuvieran fuera de toda la situación del país, como si a ellos y a sus quehaceres no les afectara. Pero sobre todo, porque cuestioné (para ellos y para mí misma) el sentido de nuestros quehaceres. ¿De qué sirven los esfuerzos cotidianos en cualquier área en la que nos movamos, desde escribir un libro o abrir una miscelánea, hasta estudiar una carrera o sacar una hipoteca? ¿para qué pintar un cuadro, ensayar horas y horas el piano, cuidar todos los días el puesto en el mercado, hacer bien nuestro trabajo atrás del mostrador o mantener la casa limpia, si cualquiera puede terminar con el resultado de nuestro esfuerzo mediante el robo, la extorsión, el secuestro, incluso el asesinato?

Los amables lectores perdonarán mi mirada pesimista, pero si desde hace años vivimos en una situación gravísima, los hechos recientes ocurridos en Iguala la convierten en mucho peor. Nunca fueron más ciertas las palabras del escritor Simón Leys: “Cuando uno cree que las cosas ya no pueden empeorar, todavía puede encontrarse algo más infame”.

¿Qué va a pasar con nuestro país?

México ha estado varias veces al borde del abismo. Según Héctor Aguilar Camín: “Toda una línea de preguntas en la historia mexicana ha tenido su origen inmediato en la sensación de hallarse frente al término previsible de una civilización, un país, una nación, a la penetrante incertidumbre sobre el destino, el sentido y la integridad de la nación”.

Después de la independencia, el doctor Mora escribió que se vivía “en el trastorno de nuestra tierra hasta sus cimientos”, y Fernández de Lizardi dijo que “la patria yace sepultada en la más horrible confusión y camina a su certísimo exterminio”.

Esto se repitió en otros momentos de los siglos XIX y XX, cuando parecía que el país nunca saldría del hoyo en que había caído. Algunos hasta se preguntaban: “¿De cuántos modos puede caer una república?”

¿Estamos hoy una vez más al borde del abismo? ¿Somos un país “sin destino, sin objeto, sin esperanza”, como escribió José Revueltas? ¿Es cierto que México “se ha desfondado completamente” como afirma Sergio Zermeño?

Si el foro de Xalapa fuera mañana, ya no me preguntaría si hay futuro para las empresas creativas y culturales, sino que tristemente me tendría que preguntar si hay futuro para México.

 

Escritora e investigadora en la UNAM.
[email protected]
www.sarasefchovich.com

 

 

Fuente:eluniversalmas.com.mx