JORGE ROZEMBLUM

En una caricatura israelí del mes pasado podía verse al diminuto Estado en el punto de encuentro de tres continentes: África asolado por el ébola, Asia como la tierra de Daesh (Estado Islámico), mientras que Europa aparecía con el rótulo de antisemitismo. Sin duda es una imagen desoladora, que seguramente muchos tildarán de paranoica, pero que refleja cómo se ve el mundo cercano desde Jerusalén y el país del que es capital.

En nuestro continente está mal visto ser tildados así, aunque las actitudes se ajusten a las definiciones existentes del antisemitismo, que podrían resumirse en no dar a los judíos los mismos derechos que a los demás, por ejemplo, a tener un estado propio. Y, si se reconoce ese derecho, ya no el de comportarse en situaciones de enfrentamiento bélico o antiterrorista igual que cualquier otro estado en su misma situación. Si lo que vale para todos no vale para el estado de los judíos (observad la diferencia con la malintencionada traducción de estado judío), entonces hay antisemitismo o judeofobia.

La larga historia antisemita de Europa, pese a las apariencias, tiene más que ver con la economía que con la religión. Desde la Edad Media la gran mayoría de masacres, pogromos, expulsiones y asesinatos masivos responden a una misma ecuación. Los judíos son aceptados por un mandamás a cambio de fuertes impuestos y subvenciones a sus aventuras militares, pero cuando llega el tiempo de pagar se azuzan contra ellos los lobos del hambre y las leyendas de odio. La historia se repite desde la Inglaterra medieval a la Alemania nazi, pasando por el fin del sueño sefardí o las prometidas emancipaciones revolucionarias.

El expolio europeo a los judíos suele comenzar por la discriminación a lo judío. También ahora, como anunciaron agoreros hartos de la historia regurgitada del Viejo Continente, la salida a la crisis económica, ética y a la amenaza yihadista pasa por sacrificar en el altar a un chivo que expíe los propios pecados. Ya lo dijo la nueva Alta Representante de la Unión Europea Federica Mogherini al asumir el cargo, que su objetivo era tener un Estado Palestino, aunque ello contraviniera lo firmado por los países europeos después de los Acuerdos de Oslo, que condicionaban la creación de dicho estado al resultado de unas negociaciones directas de las dos partes.

Resulta asombroso que, con la que está cayendo, el objetivo más acuciante de la Unión Europea sea el reconocimiento de un estado sin fronteras o recursos productivos, y cuyo débil liderazgo esté constantemente condicionado por facciones terroristas islamistas no nacionalistas, o sea, cuyo objetivo no es un estado propio, sino la expulsión de los judíos; la destrucción de Israel, no la convivencia de dos países. A estas alturas no es creíble que la postura paneuropea derive del desconocimiento de estas evidencias. La única explicación es que retomemos la vieja receta de traicionar a una parte de la ciudadanía (siempre la misma). Europa ha vuelto a ser raptada, pero no por seres mitológicos, sino por los fantasmas de su propia decadencia moral.

 

*El autor es director de Radio Sefarad.


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