IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – El atentado terrorista de ayer en París ha sido, fuera de toda duda, el peor ataque contra la libertad de expresión en las últimas décadas.

Somos CharlieA mí no me gusta Charlie Hebdo. No puedo negar que tiene momentos sensacionales de humor corrosivo, pero su irreverencia -especialmente en materia religiosa- no es algo que me agrade particularmente. Y es un hecho que mucha gente de perfil más religioso o, por lo menos, más sensible a esos tópicos, suele sentirse abiertamente agredida por muchas de las caricaturas de esa publicación francesa.

Pero, a mis 44 años de edad, he aprendido a resolver mi desagrado con Charlie Hebdo de un modo muy sencillo: no compro la revista, ni la busco en internet, ni le pregunto a mis conocidos que sí la leen qué de nuevo se publicó. O, dicho en otras palabras, vivo y los dejo vivir. No entiendo, desde ningún punto de vista, la necesidad de buscar formas de callarlos.

Charlie Hebdo ha sido muy crítico y agresivo contra Israel o el Judaísmo en algunas ocasiones (sin llegar a una postura antisemita, y me consta porque he revisado los contenidos y porque sé que uno de sus principales caricaturistas fallecido en el atentado era judío: George Wolinsky), y mi muy personal opinión es que sus criterios al respecto están completamente equivocados. Pero ¿qué debo hacer? ¿Una cruzada para callarlos?

No puedo. Tienen derecho a tener esas ideas y publicarlas, siempre y cuando no se conviertan en un estímulo para la violencia xenófoba. Y si ellos tienen ese derecho, yo también. Por eso estoy en esta trinchera, escribiendo siempre para exponer el otro punto de vista, el de los que estamos con Israel. Cuestionando, criticando a nuestros críticos y difundiendo el trabajo de todos aquellos que -a mi muy particular modo de ver- ponen los puntos sobre las íes y señalan los defectos en las argumentaciones anti-israelíes.

Es un combate de ideas. Puede ser molesto, corrosivo, incómodo y hasta desgastante, pero mientras sea solamente un combate en el nivel de las ideas, creo que incluso puede ser productivo. Escuchar al que piensa distinto siempre es bueno. Nos hace crecer. Nos hace ampliar nuestra perspectiva de las cosas. Nos recuerda que no somos la única cabeza que piensa ni la única boca que opina en este mundo.

Por todo esto, el atentado de ayer en París contra las oficinas y los empleados de Charlie Hebdo me parece el culmen de la aberración, el epítome de la barbarie.

Fue la obra de una versión radical e insana de una religión pracitcada por miles de millones de personas, bajo la odiosa consigna de “yo soy el poseedor de la verdad, y por eso puedo cuestionarte y agredirte; tú no tienes derecho a hacer, decir o creer nada que me insulte”.

Es una terrible incomprensión de lo que es el ser humano, porque lo primero que hace que un ser humano sea consciente de sí mismo es entender que existe EL OTRO. La postura de los asesinos se basa en la anulación de cualquier otredad, el sometimiento del que es distinto o piensa diferente.

Eso, en términos simples, evidencia una profunda inseguridad y una patética fragilidad ante la vida, al punto de que no se corre el riesgo de dialogar con los demás, y en vez de ello se busca su sumisión, su rendición. En el más profundo nivel, es la renuncia a ser humano, el regreso a la condición de animal.

Me preocupan dos cosas.

La primera es estar conscientes de que hay un enemigo implacable que no tolera ningún tipo de disenso. No es gente dispuesta a dialogar, a construir un acuerdo, a encontrar un espacio neutral en el que todos podamos coexistir. Es un radicalismo que sólo busca el momento adecuado para atacar y destruir.

La segunda es la molesta sensación de que Europa casi se ha rendido. En su afán de ser “respetuosos” con las diferencias y atentos con los “derechos humanos” de los inmigrantes musulmanes, no supieron poner los límites necesarios para evitar esta tragedia (que no es un hecho aislado; ya tuvo antecedentes, y lamentablemente no será el último atentado).

El resultado es ominoso. Es una situación que me atrevo a definir como más grave que la de Israel por dos razones. De entrada, porque Israel tiene a sus enemigos alrededor; Europa los tiene adentro. Israel tiene que vigilar sus fronteras; Europa no puede hacer nada. Israel está en conflico con “otros”. Europa, consigo misma. Israel tiene que cuidar de 8 millones de personas; Europa, de cientos de millones. El segundo es peor: Israel es un país que siempre ha estado consciente del peligro del terrorismo; Europa no: sistemáticamente, ha querido minimizar la situación y hacerse de la vista gorda. Israel, en consecuencia, ha desarrollado los mejores mecanismos de control antiterrorista que hay en el mundo; Europa no, está a años luz de la eficiencia y efectividad israelí.

Es recurrente. Es el mismo error que, en su momento, Chamberlain cometió con Hitler. En su afán de “calmar” al líder nazi y preservar “la honorabilidad” europea, Chamberlain se equivocó al creer que cediendo en el asunto de los Sudetes dejaría satisfecho al tirano alemán. Pero luego de los Sudetes Hitler quiso Austria, y se la dieron. Chamberlain tenía que entender que Hitler no se iba a detener. No lo hizo -o no lo quiso hacer-, y Hitler no fue detenido cuando todavía era posible. El resultado es que Chamberlain pasó a la historia como un inepto por cuya culpa, en muchos sentidos, se llegó a la peor conflagración humana, cuyo saldo fue de 55 millones de muertos.

Europa ha venido haciendo lo mismo con el Islam: se aferró a su paternalismo pro-derechos humanos y prefirió por la estrategia de Chamberlain, basada en “calmarlos complaciéndolos”.

Pero los radicalismos son barriles sin fondo, estómagos sin llenadera. Cierto: son una minoría del mundo islámico europeo, pero -lamentablemente- son la minoría que impone la agenda. Las multitudes islámicas no extremistas han cometido el error de quedarse calladas generalmente, y mantenerse pasivas siempre. Eso, combinado con lo que podemos llamar “complacientismo” europeo, ha devenido en un panorama catastrófico.

Lo sucedido ayer es un símbolo perfecto de la situación: no me gustan tus ideas, no me gustan tus dibujos, no me gustan tus escritos, te mato.

Nuestra cultura occidental es hija de la imprenta, un invento que democratizó el conocimiento porque lo puso al alcance de las multitudes. La emancipación definitiva de la mente occidental está, por lo mismo, íntimamente relacionada con la libertad de expresión. Un ataque contra este derecho esencial a expresarse es, sin duda, un ataque contra nuestra propia naturaleza.

Y ellos lo saben. Por eso, han mantenido una lucha de varios años para someter la expresión en occidente. Incluso, se llegó a la ridiculez de imponer un código de términos “correctos” para referirse a temas relacionados con el Islam. En un momento, la prensa europea aceptó normas injustificables como no usar la expresión “terrorista musulmán”, y en vez de ello poner “combatiente musulmán”. Y por eso se llegó a esto.

¿Qué sigue? ¿Va a venir la renuncia masiva a hablar o criticar el Islam extremista para “mantenerlos tranquilos”?

No se van a detener con eso. No se van a contentar. No se van a dar por satisfechos. Cuando lo consigan, van a pedir algo más. Cuando ya se les haya entregado todo, van a exigir nuestro suicidio. Si es necesario, nos ayudarán con ello.

¿Cuál es la solución? La que ya ha demostrado y comprobado Israel: no hacerles caso. Las estrategias de terror implementadas por los palestinos siempre fueron correctamente anuladas por la decisión de la sociedad israelí de no ceder al miedo, salir a la calle y vivir normalmente. Sí, había una gran tensión, pero la derrota definitiva de los palestinos en ese rubro fue comprobar que sus tácticas de intimidación no destruyeron al ciudadano de a pie en Tel Aviv, Jerusalén y el resto de Israel.

Los medios tenemos que seguir defendiendo nuestra libertad de expresión, nuestro derecho a disentir, nuestra opción por decir lo que pensamos. Entendiendo el razonable límite de que no se debe aprovechar eso para incitar a la violencia contra el otro, hay que asumir el reto de no mantenernos callados.

Si no me gusta lo que otro publica, tengo dos opciones: no leerlo, o exponer mis objeciones. Lo que no se debe perder es eso: la capacidad, la vocación por el diálogo.

Por todo eso, pese a que nunca fui fan de Charlie Hebdo -y no veo de qué manera podría convertirme en uno-, este día yo también soy Charlie Hebdo.

Muchas de sus caricaturas me pueden parecer odiosas, pero no puedo pretender que se callen o que desaparezcan. Si es necesario, puedo y debo confrontarlos en el combate de las ideas, con la confianza de que algo bueno tiene que resultar de todo eso. Si no necesito de ello, simplemente los ignoro y ya.

Pero en esta guerra estoy en su misma trinchera, en la de los que nos sentamos detrás de una computadora para escribir, o con un lápiz en la mano para dibujar, exigiendo el derecho que tenemos a ser escuchados, a ser leídos.

Si cedemos, si nos rendimos y dejamos que ellos nos vayan quitando poco a poco nuestras libertades, si caemos en la tentación de creer que complaciéndolos los calmaremos, el panorama por delante es de lo más funesto.

Y no va a ser un occidente sometido por el Islam y lanzado a una nueva Edad Media, sino algo peor: si nosotros no presentamos esta batalla, otros lo harán. ¿Quiénes? Los occidentales intolerantes que creen que la violencia para exterminar al otro es la solución.

El auge y los excesos del islamismo extremo están provocando que las derechas nacionalistas empiecen a conquistar terreno otra vez en Europa, y en situaciones difíciles sus estrategias no son muy distintas a las de los terroristas que atacaron a Charlie Hebdo. Son estrategias en las que no hay cupo para todos, no hay espacio para el otro.

Por eso, antes de llegar a ese nivel, tenemos que dar la batalla por la libertad de expresión, la garantía de que todos tenemos nuestro lugar en el mundo, de que todos podemos y debemos ser escuchados, de que todos podemos y debemos escuchar al otro.

De lo contrario, habremos perdido la principal batalla, la de mantener la lucha en el plano donde se derraman ideas, no sangre.

Como Chamberlain, que creyó que cediendo ante Hitler estaba protegiendo a Europa de males mayores. Y, en realidad, sólo alimentó la ambición de alguien que de todos modos no se iba a detener, y sin quererlo el ingenuo y miope político británico sentenció a muerte a 55 millones de personas.

A la espera de que un error semejante no se vuelva a cometer, reitero mi nulo interés en los contenidos de Charlie Hebdo, pero me uno a la defensa por la libertad de expresión. Editores y caricaturistas de Charlie Hebdo representan una ideología antagónica a la mía, pero la defensa de mi libertad para expresarme pasa, obligadamente, por la defensa de la suya.

Por eso hoy, sin ningún recato ni duda, yo también soy Charlie Hebdo.