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ESTHER SHABOT

 

Millones de musulmanes no se adhieren a la visión de mundo de los extremistas.

Entre el material difundido ayer en los medios de comunicación sobre asuntos internacionales, resalta un tipo de noticias, que con algunas variaciones, se pueden encontrar últimamente a diario como una especie de pesadilla recurrente de la que no es posible escapar. Se trata de las acciones de diversas agrupaciones yihadistas que asesinan sin piedad a sus presuntos enemigos ya sean militares o civiles, niños o ancianos, hombres o mujeres. Veinticuatro horas antes de que este artículo se publicara se reportaba, por ejemplo, que yihadistas en la península del Sinaí habían atacado puestos militares egipcios dejando un saldo de 32 muertos; que Boko Haram había atacado de nuevo en Camerún en uno de sus típicos arrasamientos de poblados y que en Pakistán un atentado contra una mezquita chiita causó 61 muertos y decenas de heridos, el ataque más sangriento en ese país desde el operativo talibán en diciembre pasado, que mató a 150 personas, entre ellos 132 niños, en una escuela de Peshawar.

Un denominador común en todos esos actos de barbarie es que las víctimas son casi todas musulmanas, lo cual refuta sin duda la visión simplista de que el objetivo supremo de los movimientos yihadistas es el Occidente no musulmán. Es cierto que la cultura occidental, sus símbolos y sus centros políticos concentran a ojos del islamismo radical las peores desviaciones morales y errores teológicos de que son capaces los hombres, por lo cual es un mandato supremo combatirlos. Pero también es un hecho que los millones de musulmanes que no se adhieren a la visión de mundo de los yihadistas pasan a ser catalogados igualmente como enemigos a los que hay que someter o destruir. Esta cultura de la muerte se funda en diversos factores aunque hay uno que destaca al ser el referente más común al que los propios yihadistas hacen alusión cuando reivindican sus acciones como heroicas y legítimas.

Se trata de la aspiración a restaurar la gloria y la extendida hegemonía que la civilización musulmana experimentó en sus primeros diez siglos de vida, gloria y hegemonía que paulatinamente se fueron extinguiendo a medida que la historia dejó de serle favorable: las invasiones mongoles, la expulsión de los moros de la península Ibérica, de los tártaros de Rusia, y ya mucho más adelante el debilitamiento del imperio turco-otomano con su posterior derrumbe en la Primera Guerra Mundial, fueron las calamidades hirientes a las que se sumaron el colonialismo europeo que sometió a pueblos y tierras musulmanas, lo mismo que los apabullantes avances económicos, científicos y tecnológicos que colocaron a Occidente como la vanguardia mundial indiscutida que se imponía avasalladoramente.

Ante esa realidad adversa que constituía una profunda fuente de desconcierto y resentimiento, la respuesta de quienes hoy forman parte del movimiento yihadista, tanto en su versión sunnita como en la chiita, es la de que las desgracias ocurrieron debido a que la Umma o comunidad de los creyentes se apartó del Islam original, de ese Islam imaginado que en los siglos de su excelsa gloria era presuntamente tan radical y estricto en sus normas tal como la voluntad divina lo exigía. De ahí que la fórmula para recuperar el esplendor de antaño es, según los yihadistas, reinstalar aquellas prácticas, para lo cual no sólo es obligatorio combatir a los infieles, sino también a los musulmanes desviados que han abandonado el camino verdadero y único. Sólo así —dice el discurso islamista radical— será posible volver a contar con el favor de Dios y de sus bendiciones. Dentro de este contexto no es casual por tanto que términos como “califato”, “cruzados”, “infieles” y “apóstatas” aparezcan con tanta frecuencia en las proclamas de, entre otros, Al-Qaeda, ISIS, Boko Haram, Talibanes y Hezbolá.

Fuente:excelsior.com.mx