GABRIEL ALBIAC

 

Irán es la condensación de errores más grave de la política internacional estadounidense en el último medio siglo. De Carter a Obama, no ha habido una decisión de la Casa Blanca que no haya redundado en beneficio de la bárbara teocracia que tiene su corazón en la ciudad santa de Qom, epicentro espiritual del yihadismo chiita.

En 1979, Irán estaba bajo la potestad de un sátrapa cruel y codicioso. Lo bastante venal como para ser controlable. A su precio de mercado. La apuesta iraní de Jimmy Carter entonces fue tan bienintencionada como infantil. Consistía en derrocar al Shah Pahlevi, apoyándose en el clero chiita, para instaurar en Teherán un rigorismo religioso que garantizase la depuración del despotismo cleptocrático. El pivote del golpe debía ser un clérigo chiita exiliado en París, sobre cuya popularidad entre la población devota se juzgaba fácil consolidar un régimen parlamentario, respetuoso con la jerarquía musulmana, pero, en lo fundamental, laico.

La primera parte de la operación se desarrolló según lo previsto. El odio acumulado contra Pahlevi era tan amplio que, de la noche a la mañana, aquel régimen, asentado sólo sobre la represión, se disolvió como un azucarillo. El Estado y las instituciones desaparecieron. Y los clérigos chiitas se hicieron los únicos dueños de la calle: sólo ellos podían restablecer el orden. Qom, la ciudad santa de los ayatolas, pasó a ser el verdadero centro neurálgico de Irán. Desde allí, Ruhollah Jomeini se erigió en guía de la extraña cosa, entonces sin precedente, que se dio a sí misma el nombre de “revolución islámica”. Durante un breve intervalo, el poder fue parcialmente compartido con los políticos laicos. Luego, Jomeini y sus imanes se hicieron cargo de todo el poder. En el nombre de Alá, por supuesto. Todos los opositores fueron ejecutados sin piedad: decenas de miles de adversarios políticos desaparecieron sin dejar huella.

La República Islámica se transformó en esa teocracia sobre cuyo modelo se forjaron los primeros dispositivos del terrorismo yihadista. El Irán chiita declaró guerra santa al occidente infiel y a la depravada Arabia sunita. La guerra sigue vigente. Estados Unidos e Israel (lo que, en su florida lengua, Jomeini maldecía como Gran Satán y Pequeño Satán) debían ser destruidos. Y cada uno de sus ciudadanos merecía la muerte. Las mujeres iraníes fueron veladas y, cuando la situación lo requiso, lapidadas; los homosexuales, colgados de las grúas. Cuando Carter quiso darse cuenta del monstruo que había puesto en pie, era ya tarde. El monstruo lanzó fatwas de muerte contra escritores: Salman Rushdie, el primero. Y puso en marcha la nuclearización que le permitiera, en el nombre de Alá, borrar a Israel del mapa.

La inoperancia ha regido la política estadounidense contra Irán desde entonces. Hasta que llegó Obama. Y la inoperancia se trocó en vocación suicida. Ni siquiera un presidente tan ciego para la política internacional puede esperar que las más de 20.000 centrifugadoras de uranio iraníes puedan ser controladas. Irán gana. Todo. Sin dar, a cambio, más que una promesa: la de no fabricar bombas atómicas. No, ni siquiera Barak Obama puede, en serio, creerse esa promesa. Sencillamente, Obama vive bajo el síndrome del “personaje histórico”: el primer presidente no blanco, el hombre al cual se otorgó el Nobel de la Paz antes de haber tenido ocasión de hacer nada… Y el personaje histórico ansía cerrar su retrato, abrazado a los ayatolás iraníes. Un error más. ¿El decisivo?