IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Si la misión con la que el alma de Daniel Rabinovich bajó a este mundo fue hacernos reír, qué bien lo hizo. No era fácil, y qué bien lo hizo. Si su misión no era esa… bueno, qué bien lo hizo de todos modos.

Daniel RabinovichLes Luthiers llegó a mi vida gracias a un crimen de adolescentes. Para ese entonces yo tenía unos 8 o 9 años de edad, y mi hermano -diez años mayor- se hizo de un cassette del grupo de un modo poco amable: regresaba con unos amigos de una fiesta y se encontraron, en el camino, con un Vocho cuyo dueño había dejado las puertas abiertas.

Demasiada tentación para adolescentes. No eran ladrones profesionales, así que no ocasionaron daños de consideración. Pero eran adolescentes, así que tampoco se fueron con las manos vacías: improvisaron la expropicación de los cassettes que encontraron en el interior, y a la hora de repartir el botín le tocaron dos a cada uno. Mi hermano pudo escoger uno con canciones del grupo Bread, y el otro le tocó en el reparto al azar de las cosas que nadie sabía qué eran.

Resultó ser uno de Les Luthiers (por lo que sé del grupo, deduzco que fue el de Sonamos, Pese a Todo).

De esa manera, al tiempo que un ciudadano de la Ciudad de México descubría con horror que por una imprudencia había perdido su música para el carro, yo empezaba un largo viaje (que todavía no acaba) en compañía del grupo que iba a marcar de manera definitiva mi sentido del humor y, aunque parezca exageración, mi comprensión de lo que es el Judaísmo.

Les Luthiers se volvió, desde entonces, parte de mi cotidianeidad. Una de mis hermanas, por lo menos, llegó a asistir a sus espectáculos aquí en México en los años 80’s, y para mí pocas cosas podían ser tan maravillosas como escucharla recordar los detalles de esas presentaciones. En 1987 (yo andaba entre los 16 o 17 de edad) el grupo pasó por una crisis interna que culminó con la salida de Ernesto Acher, y no visitó México durante los siguientes siete años.

Su siguiente visita fue en 1994, con el show Grandes Hitos, y para entonces yo había cambiado suficiente: ya era adulto (23), ya tenía un trabajo en forma (y, por lo tanto, ingresos), y no había dejado de estar pendiente de que el grupo regresase a México. Así que ni lo pensé: conseguí las entradas y mi novia de aquel entonces y yo fuimos al Teatro Metropolitan para disfrutar del espectáculo en la siempre grata compañía del Padre Chinchachoma, que resultó ser nuestro vecino de butacas.

Desde entonces, dejé a mi novia, dejé de coincidir en eventos públicos con el Padre Chinchachoma, pero no dejé de asistir a ninguno de los shows que Les Luthiers trajo a México.

Supongo que al principio me parecían importantes en mi vida porque me hacían reír mucho. Mucho, así, con todas sus letras. Y porque sentía una admiración notable por la calidad musical de su trabajo, misma que discutí muchas veces hasta altas horas de la madrugada y entre copa y copa o cerveza y cerveza, con muchos amigos profesionalmente dedicados a la música, como yo.

Luego vino mi etapa de profesor en una escuela del Instituto Nacional de Bellas Artes y, con ello, mi interacción cotidiana con otras disciplinas artísticas. Y entonces, otra vez las audiciones de sus discos y las charlas para desglosar todo lo que se escuchaba allí, nuevamente entre copa y copa o cerveza y cerveza, pero en esta ocasión con amigos dedicados a la literatura y al teatro.

Fue entonces cuando vino una invitación por parte del Instituto Cultural México-Israel para participar en un programa que se estaba implementando en las Preparatorias de la UNAM. Se trataba de una semana dedicada al Estado de Israel, y cada día se ofrecía una charla sobre algún aspecto relevante de la cultura judía.

Después de negociar con qué tema podía participar yo, se seleccionó uno al que ya le había dedicado yo muchas sesudas reflexiones entre copa y copa y disco y disco de Les Luthiers: el humor judío.

Fue una experiencia maravillosa que me llevó a todas las prepas del Distrito Federal durante un par de años.

Después de explicar algunos datos básicos sobre lo que es el humor, su función social y sus implicaciones psicológicas, mi análisis del humor característicamente judío se enfocaba, directamente, en Woody Allen, a mi gusto el mejor ejemplo de humorismo judío en habla inglesa. Digamos que hasta este punto llegaba la mitad de la charla. Luego, toda la otra mitad, se la dedicaba a algo más accesible para mi público adolescente por ser humor típicamente judío en español.

Sí, obviamente: Les Luthiers.

¿En dónde radica lo verdaderamente judío de ese sentido del humor (tan disímil si comparamos a Woody Allen con Les Luthiers)? No está en la autocrueldad inflingida (más evidente en Allen que en los otros), o en las bromas recurrentes sobre el carácter de la Yiddishe Momme (un tema a veces tocado por Allen, pero nunca relevante en el trabajo de Les Luthiers). Eso, en realidad, está presente en todas las expresiones humorísticas de todas las culturas del mundo. Lleven un espectáculo con lo mejor de una Yiddishe Momme a un teatro en un barrio afroamericano, y la gente morirá de risa. Y seguro que muchos dirán “oh, es que me acordé de mi mamá”.

No, no es por ahí. Lo verdaderamente característico del humor judío -es un rasgo que no he visto de un modo tan claro en el trabajo humorístico de los titanes de la comedia no judíos- es LA TRANSGRESIÓN DEL LENGUAJE.

Tiene una explicación sencilla y directa: el judío no sólo escribe sin vocales. PIENSA y RAZONA sin vocales.

El pueblo judío es el primer pueblo alfabetizado de la historia. Es el único pueblo -que yo sepa- que basó toda su didáctica tradicional trasladando sin recato alguna las caóticas discusiones con la mamá, a las escuelas religiosas, desde el Heider hasta los estudios mayores en cualquier Yeshivá.

El judío discute, y discute mucho. ¿De qué discute? No necesariamente del tema en sí, sino de todo lo que se desprende DEL MODO EN QUE NOS EXPRESAMOS del tema.

Somos polisémicos por naturaleza, herederos de una cultura que escribe sólo las consonantes y que, por lo mismo, preserva textos que pueden ser leídos de maneras distintas. Por eso, cuando el judío lee, está siempre atento a encontrar aquello que TAMBIÉN está presente en el texto, aunque no parezca evidente. La segunda lectura. Lo que hay entre líneas. Lo que no se dice.

O, por usar un término tomado de nuestra tradición religiosa, se trata de encontrarle el Midrash a todo.

Me podrían decir que el árabe tiene esa misma característica. Y sí: es cierto. Pero los árabes no desarrollaron las mismas posibilidades que nosotros porque nunca salieron de sus entornos culturales árabes. Incluso los que migraron no llegaron a un nuevo país para sumergirse en una nueva cultura. Llegaron en grupo y recrearon, en sus aljamas, el modo de vida de su país de origen. Cuando pudieron -muchas veces en la historia- conquistaron e implantaron el modo de vida árabe. Así fue durante los siglos pasados, así sigue siendo en la actualidad.

Los árabes no se han prestado a esa interacción con otros entornos del mismo modo que nosotros, los judíos, sí lo hemos hecho.

Por eso, aunque nosotros continuamos escribiendo y razonando sin vocales, lo tuvimos que hacer en latín, griego, germánico, y luego en español, francés, inglés, alemán, ruso, búlgaro, lo que gusten. Y eso nos abrió un abanico de posibilidades impresionantes, sobre todo en idiomas tan bien estructurados como el español, que -por lo mismo- ofrecen posibilidades de deconstrucción maravillosas.

Pero, para poder hacerlo, hay que saber encontrarle el Midrash a las cosas, eso que sí está dicho pero no está escrito. O, en realidad, que sí está escrito pero no en las letras del texto, y que nadie ha dicho todavía (¿se nota, querido lector, cómo se puede armar y desarmar la idea y plasmarla de diferentes maneras si tan sólo se le busca el Midrash al asunto?).

Eso es lo que hace Les Luthiers: violenta el idioma español (un idioma perfecto para el humor), y nos hace escuchar mucho más de lo que el texto escrito ofrece.

Ejemplos sobran. Por ejemplo, el inolvidable Canon Regio en el que dos trovadores medievales intentan elogiar a la reina y, entre otras cosas, le dicen:

El día en que te conocí
Me pareció muy grande
Tu inteligencia
Vi tu nariz diminuta
Vi tu cabellera
Cayendo sobre tu cintura
Vi tus pechos maternales

Pero luego lo tienen que cantar en canon (por separado y en diferente momento cada uno, de tal manera que el texto se entrelaza), y el resultado convierte lo sublime en el desastre absoluto:

(1) El día en que te conocí me pareció
(2) El día en que te conocí
(1) Muy grande
(2) Me pareció
(1) Tu inteligencia, vi tu nariz
(2) Tu inteligencia
(1) Diminuta
(2) Vi tu nariz
(1) Vi tu cabellera
(2) Diminuta
(1) Cayendo sobre tu cintura
(2) Vi tu cabellera
(1) Vi tus senos
(2) Cayendo sobre tu cintura

O en la Serenata Mariachi, donde dos charros están compitiendo por el amor de la misma mujer. El primero le canta:

Siento que me atan a ti
Tu sonrisa y esos dientes
El perfil de tu nariz
Y tus pechos inocentes

Y el otro le canta lo siguiente:

Tus adorados cabellos
Oscuros, desordenados
Clara imagen de un anzuelo
Que yo mordí fascinado

Y luego, algo que sólo se le ocurriría a dos charros judíos argentinos: cantarlo al mismo tiempo. El resultado:

Siento que me atan a ti
Tus adorados cabellos
Tu sonrisa y esos dientes
Oscuros desordenados
El perfil de tu nariz
Clara imagen de un anzuelo
Y tus pechos inocentes
Que yo mordí fascinado

Pero el clímax, sin duda, se logra en el show Lutherapias, parodia de una terapia psicoanalítica, donde se llega a un extremo que no se había visitado antes: la destrucción del significado de las palabras.

En los ejemplos que cité, el chiste está en hacer que lo que -se supone- sólo dice una cosa, termine diciendo otra. Es decir: una alteración radical en el significado de las palabras.

Pero en los ejemplos que siguen, el asunto es destruir todo significado posible, dejar las palabras en una condición en las que, simplemente, ya no dicen absolutamente nada.

En la introducción del Aria Agraria (pronuncie varias veces ese título y parecerá que sólo está haciendo gárgaras), se nos explica que el autor -el inconmensurable Johan Sebastian Mastropiero- llegó a la conclusión de que no tenía sentido usar recursos fonéticos como “la lará la lá” o “porrom pompom”, sino que había que usar las propias sílabas del teto musicalizado (a semejante disparate le llamó “Tarareo Conceptual”).

Primero citan un ejemplo leído, tomado del célebre poema La Excursión de los Amigos:

Ya pararon para comprar queso
Y ahora pararán para pan pararán para pan

El momento sublime llega con la tercera estrofa de la canción, interpretada por Jorge Maronna y Daniel Rabinovich, cada uno con su guitarra:

Cultivarán las flores
De todos los colores
La lívida caléndula la lila y el lívido alhelí
La lila color de lila
Y la rara lila blanca
La lila color de lila
Y la rara lila blanca
La lila lila y la rara lila
La lila lila y la rara lila
La lila lila la lívida lila y la rara y la lila

Pronúnciese rápido los últimos tres renglones. No hay diferencia con decir:

Lalilalila y lararalila
Lalilalila y lararalila
Lalilalila lalirilalila y lararailalila

Que no significa nada. Absolutamente nada.

Bueno, todo eso puede parecer teóricamente muy interesante, pero nada más. Cómico, sin duda, pero como lectura para el sillón en la comodidad de la casa. Y allí estaba la magia de Daniel: transformar eso mismo en comicidad de escenario, en carcajadas masivas.

Como si no fuera poco el mérito de la construcción literaria, Daniel aportaba -además- un histrionismo fuera de serie (sólo comparable, dentro del grupo, al de Carlos Núñez). Improvisador excepcional, gesticulador expresivo como nadie, simpático y de sonrisa pícara, era además un excelente actor, capaz de construir personajes tan variados como estrafalarios, que van desde un patético baterista que casi no habla (y lo que dice es pura tontería) en Quién Mató a Tom McCoffee, un músico metiche que quiere aprender a provocar lluvias y convierte un rito de brujería en una clase de aerobics en Cartas de Color, un frustrado cantante que no logra poner en orden su relación de pareja en el bolero Perdónala, o un varonil y seductor cantante francés en Las Noches de París.

No extraña que su trabajo por fuera de Les Luthiers le llevara a participar en siete películas de cine, siete programas humorísticos, y dos miniseries de televisión.

A muchos les puede parecer frívolo.

Me he topado con algunas personas de cuello muy estirado que asumen una postura “seria” y se quejan de que Les Luthiers “sólo hacía comedia”.

Oh, seguro. Como si fuera tan fácil.

Es un hecho y cualquier actor honesto lo puede corroborar: no hay nada más difícil sobre el escenario que hacer reír a la gente. Ya lo señaló Groucho Marx (otro titán del humor judío): si pones a un comediante a hacer un papel serio, lo puede hacer solventemente y sin problemas (de hecho, algunos de los papeles que hizo Rabinovich fuera de Les Luthiers fueron serios); pero pon a un actor dramático a hacer comedia y lo revientas.

Y, por supuesto, hay de risas a risas. Hay risas que se consiguen por medio de clichés simplones y chistes recurrentes. Naturalmente, son para públicos nada exigentes y, probablemente, nada inteligentes.

Pero toparte con un humor bien construido, bien pensado, bien realizado, y además interpretado con una comicidad natural pero bien trabajada, entrenada y entendida, es una joya.

Eso fue lo que me encontré esa mañana hacia 1979 después de que mi hermano regresó de una fiesta con un par de cassettes nuevos.

Me tardé más de dos décadas en entender todas las implicaciones de ese humor que me encontré en uno de los cassettes. Y hoy, 36 años después, sigo siendo fan incondicional de esos actores-músicos porteños que se han dedicado incansablemente a difundir cientos de obras de un compositor que no existe, y algunas obras más de otros compositores que tampoco existen.

Pero que -rayos- qué chistoso componían…

Descanse en paz, Daniel Rabinovich. Si la misión con la que su alma bajó a este mundo fue hacernos reír, qué bien lo hizo. No era fácil, y qué bien lo hizo.

Si su misión no era esa… bueno, qué bien lo hizo de todos modos.

Sospecho que no era un Tzadik.

Pero no cabe duda que hizo un poco más bello este mundo.