IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Con esta nota comienzo una nueva columna que estará apareciendo cada miércoles, y que consiste en un comentario laico a la Parashá (sección) de la Torá correspondiente a cada semana.

Adam and Eve in the Garden by MichelangeloY creó D-os al hombre a su Imagen, a Imagen de D-os lo creó; varón y hembra los creó… y de la costilla que tomó el Señor D-os del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre” (Génesis 1:27; 2:22).

Estos dos versículos le han causado buenos dolores de cabeza a muchos comentaristas del texto bíblico, porque son demasiado claros respecto a que el proceso de creación no fue tan simple como suelen contarnos en los libros para niños.

La idea tradicional es simple: D-os creó primero a Adán, y luego de su costilla creó a Eva. Pero Génesis 1:27 es muy claro en señalar que D-os creó al varón y a la mujer al mismo tiempo. ¿Dónde queda el otro versículo, el que dice que Java fue creada de la costilla de Adán?

Hay varias maneras de explicar esta aparente contradicción. La más objetiva es la que parte de la comprensión de que son dos relatos distintos de la Creación, pero esa la estoy analizando en las notas que se publican los jueves. Así que aquí vamos a enfocar el tema desde otra perspectiva, nada convencional.

Muchos comentaristas judíos han planteado una idea tan desconcertante como aparentemente bizarra: Génesis 1:27 se refiere a la creación de un ser hermafrodita, varón y hembra al mismo tiempo. Luego Génesis 2:22 nos habla de cómo ese ser fue dividido en dos.

Se trata de una explicación eminentemente esotérica, que detrás de su aparente irracionalidad encierra varias ideas demasiado interesantes como para no tomarlas en cuenta.

El ser hermafordita de esta explicación fue imaginado como, literalmente, una persona doble, donde la parte femenina se encontraba atrás de la masculina. Es decir: literalmente, había dos cuerpos pegados, una especie de punto intermedio entre una persona y dos siameses. Ambos eran totalmente inconcientes de la existencia del otro.

Es el inicio de un interesante planteamiento de cómo evoluciona la conciencia humana: desde esa condición original, el ser humano empieza un largo recorrido para entenderse a sí mismo.

Al principio es alguien completo –varón y hembra–, pero no es consciente de ello. Es un equilibrio inactivo, inmóvil, pasivo. La consecuencia es inevitable: es un ser que está solo. Aunque Génesis 1 habla de la creación de todo tipo de fauna, en Génesis 2 el ser humano original está en el Huerto del Edén completamente abandonado a sí mismo, sin ningún tipo de compañía.

Por eso es que D-os dice: “No es bueno que el hombre esté solo; haré ayuda idónea para él” (Génesis 2:18).

Y entonces crea a los animales.

Pero es obvio que ninguno de los animales es esa “ayuda idónea”. ¿Acaso se equivocó D-os en su primer intento por ponerle fin a la soledad del ser humano?

No. Se trata de algo más interesente que eso: lo primero que el ser humano tiene que hacer para poder salir de su condición de soledad es activarse, abandonar el marasmo que no le permite siquiera ser consciente de sí mismo.

Por eso D-os pone delante de él a todos los animales para que Adam les ponga nombre, porque es en el acto de nombrar –ser consciente de la existencia de “lo otro”– que el ser humano empieza a ser consciente de sí mismo, y sólo cuando se haya agotado la experiencia de “nombrar” aquello que no es semejante a nosotros mismos, Adam estará en condiciones de dar el siguiente paso.

Lo que sigue no es fácil: es la deconstrucción de uno mismo, la fractura interna que pone en perspectiva nuestros componentes antagónicos (representados en la dualidad masculino-femenino).

De hecho, es la culminación del proceso: Adam ha trabajado durante una cantidad de tiempo no especificada en la laboriosa tarea de darle nombre a cada animal. No es sencillo: ello implica que los ha observado y analizado para conocer sus características y entonces poder definirlos (porque eso es el nombre: el inicio de la definición). En esa revisión es que Adam se ha percatado de la existencia de la dualidad entre lo masculino y lo femenino, y gracias a ello ahora está preparado para buscar esa dualidad en sí mismo.

Eso nos deja una lección sublime: el conocimiento de nosotros mismos pasa, obligadamente, por el conocimiento de la naturaleza y, en especial, de aquello con lo que no nos podemos identificar.

Es lo que nos permite entender nuestro pensamiento propio entendido en su idea clásica: la capacidad de darnos cuenta de nuestra individualidad.

Entonces, el acto de nombrar a los animales no ha sido sólo una mera actividad para entretener a Adam o para hacerlo ejercitar su intelecto. Ha sido un arduo trabajo para que el ser humano –todavía inconsciente de sí mismo– perciba, interprete y entienda los componentes de la vida. Hecho esto, está listo para empezar a buscar esos componentes en sí mismo.

Sigue el sueño de Adam, el clímax de su inconsciencia. Si antes no se conocía a sí mismo, ahora ha llegado a una situación más extremosa: se ha desmayado. Pero es de esa condición de la que, como por arte de magia, aparece Java.

La idea es clara: la inconsciencia de quien ha estudiado no es igual que la inconsciencia de quien no lo ha hecho. El que no se ha dedicado a percibir, nombrar y entender es un tipo abandonado a sí mismo en una especie de paraíso donde todo es cómodo, pero inmóvil. El que ha puesto su empeño en construir una explicación para el universo que lo rodea es distinto. Si es ignorante, lo está dejando de ser. Y su inconsciencia está en proceso de terminar.

Y no se trata de un plan que uno mismo realiza por mérito propio. No se trata de decir “voy a estudiar y dejar de ser inconsciente”, y luego “oh, a partir de este momento ya soy consciente…”. No. Simplemente, un día uno se despierta y descubre que su comprensión de la vida y de sí mismo ha cambiado.

Y lo más interesante: descubre que hay otra persona allí. Alguien SEMEJANTE.

Es curioso: si nos atenemos a esta perspectiva del relato, la realidad es que Java SIEMPRE estuvo allí. Lo único que sucedía es que ni Adam ni Java eran conscientes el uno del otro.

Es la norma en las relaciones humanas: puedes llevar veinte años con la misma persona, pero eso no significa que realmente estés consciente de quién es ni de qué representa. Sólo la persona que hace el esfuerzo por entender el lugar de cada cosa que le rodea (o, en sentido figurado, “ponerle nombre a todos los animales”) descubre un buen día que la capacidad de comprender a su propia pareja ha alcanzado un nivel que nunca se imaginó.

¿Por qué? Porque ahora la entiende como el complemento de sí mismo. Más aún: se da cuenta de que siempre lo fue, siempre estuvo allí, pero que antes no lo percibía de ese modo.

El relato sigue: lejos de ser un final feliz –Adam y Java juntos por fin, conscientes el uno del otro–, el desenlace es terrible: la expulsión del paraíso.

¿Por qué? Porque la consciencia plena de lo que es uno como ser humano –varón y hembra– implica también una nueva relación con el entorno. La relación de Adam con los animales había sido muy sencilla: estudiarlos y ponerles nombre. Ahora las cosas cambian: Java, la parte femenina, dialoga con la serpiente y eso trastorna todo.

La idea parece clara: el Paraíso no es lugar para gente consciente de sus tensiones y dualidades.

Adam no tenía problemas con el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal cuando se sentía solo. Estando solo, no puede ser consciente del mal que se puede hacer porque no hay modo de cuantificar el daño en el otro. Pero eso implica, como contraparte, que tampoco se es consciente de lo bueno. Simplemente, opera el instinto de conservación y ya.

La nueva realidad es que al ser conscientes el uno del otro, Adam y Java han sido profundamente transformados. Ahora la diatriba sobre el Bien y el Mal tiene sentido, y por eso es inevitable que coman del árbol prohíbido.

La gente que es consciente de los demás necesita entender la relación entre lo bueno y lo malo, y eso –por definición– no se puede hacer en el Paraíso.

El Paraíso representa una armonía primigenia que es cómoda y agradable pero, como ya se había señalado, inmóvil. Y cuando la consciencia que permite percibir al otro (Adam a Java, Java a Adam) se ha activado, la inmovilidad es imposible. No hay más alternativa que sacrificar esa condición de aparente felicidad. Incluso lo más sagrado, lo más íntimo, representado en este caso por la comunión entre Adam y D-os, se resquebraja.

Y es cierto: nuestros conceptos infantiles sobre un D-os bueno que sólo hace cosas buenas están sentenciados a morir cuando empezamos a plantearnos lo que es el bien y el mal.

Fuera del Paraíso, la dualidad Adam-Java va a enfrentarse a una nueva comprensión de la realidad: no tenían idea de las verdaderas dimensiones del mundo. Hasta ese momento sólo habían habitado un lindo Huerto en Edén. Ahora pueden contemplar que la Creación de D-os está inacabada y que son ellos mismos los que la tienen que completar por medio de su propio trabajo, que ahora será una experiencia dolorosa y agotadora.

Aquí es donde la ruptura que comenzó con la extracción de la costilla de Adam llega a su clímax. Ha sido un largo proceso de deconstrucción que no sólo ha afectado el modo en el que el ser humano se percibe a sí mismo, sino también el modo en el que percibe al mundo entero.

Es el final de la infancia y el inicio de la vida adulta.

Sólo hay dos alternativas: intentar regresar al Paraíso perdido –por definición, algo imposible–, o seguir adelante. El adulto verdadero opta por lo segundo y avanza; el ser humano fracasado por lo que no tiene sentido e intenta el regreso.

Y así empieza la Historia. La de la humanidad, la de la Biblia, la del pueblo Hebreo, o la de cualquier ser humano.

Entonces no estamos hablando del ser humano como alguien “caído”, sino como alguien que ha comenzado su proceso de madurez, de crecimiento, de verdadero desarrollo humano. O, incluso, si gustan decirlo en términos darwinianos, de evolución.

No cabe, por lo tanto, la idea de un “pecado original”. Implica un reduccionismo simplista que no le hace justicia al texto.

Por el contrario: la idea sublime es que todos nosotros, cual el Adam primigenio, tenemos que enfrentarnos a la misma decisión, donde el verdadero problema no es decidir si comer o no de un árbol, en un aparente acto de obediencia (o desobediencia), sino aceptar el reto de descubrir la otredad, conocer “al otro”, a aquel o aquella que nos complementa.

El riesgo es la deconstrucción de nosotros mismos.

El destino es la pérdida del Paraíso de inocencia donde estábamos al principio.

Pero el premio es un mundo yermo y vacío que nosotros podemos y debemos construir. El resultado será bueno si nuestro trabajo es bueno. Será malo si nuestro esfuerzo o nuestras intenciones son malas.

Una cosa es segura: sea lo que sea, será nuestra imagen y semejanza.