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GABRIEL ALBIAC

 

París, la imperdonable. La que amamos.

Viajé dos veces a París en 2015. Enviado por ABC para dar cuenta de una guerra: el asesinato de los dibujantes de Charlie Hebdo y de los desprevenidos clientes de un supermercado judío, en enero; la masiva matanza de jóvenes asistentes a un  concierto de rock y a terrazas de varios bares en torno al Boulevard Voltaire, en noviembre. El yihadismo había fijado su foco sobre la ciudad que es hogar simbólico de la libertad: para el islam, lo aberrante. Y París fue de nuevo, aunque dolorida, aquella “capital del mundo” que amó Walter Benjamin. Narré lo que vi. Sólo. Con la fría distancia que el dolor exige. Sin gestos. La retórica mata la verdad.

He estado revisando, en esta Navidad, aquellas crónicas. Con las cuales la editorial Confluencias me ha animado a componer un librito, Alá en París, cuyo único y esencial objeto es constatar hasta qué punto somos frágiles frente a un tipo de guerra, la de religión, que creíamos extinta desde hace siglos. Javier Fornieles, que dirige Confluencias, lo ha hecho todo de cara a que el volumen pueda salir para el aniversario de los asesinatos de Charlie. Porque Charlie fue más que una revista; fue el último escenario sobre el cual una generación, la del 68, se empecinó en mantener su estética y sus batallas perdidas. Sin nada añorar y sin renunciar a nada.

Alá en París es, ante todo, París que resiste a Alá, la ciudad que planta cara a todo déspota. Incluso a aquel del cual predican sus devotos un poder infinito. Apenas he modificado otra cosa que un mínimo puñado de erratas. Es material bruto, material urgente. Que aspira, como mucho, a alzar declaración de amor a la ciudad en donde se forjó lo poco que deseo guardar en mi recuerdo: la “capital de la prostitución y el vicio”, a la cual declaró la guerra el Estado Islámico (https://www.youtube.com/watch?v=dSyRpiiMVTw); la capital de los hombres libres, de aquellos que no aceptan la generosa oferta musulmana del ISIS: “Retiraos de esta guerra como hicieron los españoles en Irak, o París no será nuestra última operación…” (https://www.abc.es/internacional/abci-exclusiva-retiraos-esta-guerra-4627997694001-20151123070000_video.html )

Está bien amar a las ciudades. Es ésa una de las no demasiadas cosas que a uno le van quedando con el paso de los años. Y el París que será siempre de Bogart en el final de Casablanca, es el París que todos, en momentos muy diversos de nuestras vidas, en tiempos entre sí por completo extraños, hemos sabido que sería el nuestro.

2015 ha sido el año de París. Dos veces atacada, en enero y noviembre, por la forma más extrema de barbarie que la gente de mi edad ha conocido: la del teocratismo islamista. Y dos veces sobrepuesta al golpe. Una ciudadanía estoica me recibió en los dos viajes. Y me conmovió, a mí que aún me avergüenzo de la cobarde respuesta española a los asesinatos del 11 de marzo de 2004. Un estoicismo frío, sin retóricas, sin aspavientos. Que cerró filas en torno a la declaración de guerra con la que su gobierno respondió al ataque. Y que ni siquiera celebró los bombardeos sobre el Estado Islámico. Porque lo que se debe hacer no se celebra. Ni se lamenta. Lo que se debe hacer se hace. Asumiendo el coste. Que se resume en una opción trágica: ser herido o ser siervo. Nadie después de Charlie, nadie después del Bataclan, apostó por la servidumbre. A sabiendas de que la guerra –toda guerra– hiere amargamente. Y a sabiendas de que nada hay más amargo que ser siervo.

París, la imperdonable. La que amamos.