Así como para la economía mundial el nuevo año no augura buenos escenarios, del mismo modo el panorama que ofrece la región de Oriente Medio es definitivamente sombrío y ominoso, sobre todo en los temas humanitarios, políticos y de combate al terrorismo.

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ESTHER SHABOT PARA LA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – De hecho, el estado de guerra se está extendiendo cada vez a más y más espacios, enmarañando a tal grado los conflictos que es muy difícil poder albergar esperanzas de una distensión en el corto plazo.

El último agregado al caos regional ha sido el reciente choque entre Arabia Saudita e Irán, a raíz de la ejecución en Riad del clérigo chiita Nimr al Nimr. Tal hecho desencadenó la franca ruptura entre el mundo sunita y el chiíta, que si bien siempre han recelado el uno del otro, no habían llegado a un extremo tal de confrontación tan generalizada y abierta.

De forma automática los alineamientos se produjeron: las naciones sunitas del Golfo Pérsico y del norte de África se manifestaron leales al Reino Saudita tomando las consecuentes medidas de ruptura con Irán, mientras que los chítas, como los integrantes del Hezbolá libanés, los alawitas de Siria y el sector chiita de Irak y Yemen, apoyaron al régimen iraní.

Además de toda la alteración regional por el corte de relaciones diplomáticas y económicas producto de este conflicto —que incluye guerra de precios petroleros—, preocupa, sin duda, el efecto que todo esto tendrá en los escenarios de guerra que se viven en Siria y Yemen. En ambos países, desangrados hasta el extremo por las confrontaciones sectarias, el diferendo Arabia-Irán constituye gasolina rociada sobre los incendios que devoran desde hace años a sus respectivas poblaciones.

Es muy dudoso que los preparativos realizados hace un par de meses por decenas de países en Viena a fin de concertar una negociación entre el gobierno de Al-Assad y las agrupaciones rebeldes logren fructificar ahora. La retórica incendiaria desencadenada en estas últimas semanas entre el sunismo y el chiismo vuelve altamente improbable que pueda generarse un ambiente propicio para negociar algo relevante, tanto en Siria como en Yemen.

Así que desgraciadamente los civiles de esos países seguirán muriendo o huyendo hacia donde puedan por quién sabe cuánto tiempo más, del mismo modo en que las escenas de niños carcomidos por la desnutrición y de familias buscando desesperadamente asilo en playas europeas, continuarán siendo testimonios desgarradores de una tragedia mayúscula y vergonzosa.

Formando parte de todo este embrollo se encuentran también las amenazas encarnadas por una diversidad de agrupaciones islamistas expertas en sembrar terror. El Estado Islámico (EI) y sus células desperdigadas a lo largo y ancho del mundo constituyen, al igual que otros organismos de similar perfil, un incendio dentro de otros incendios, cuyas respectivas lenguas de fuego se trenzan a menudo para hacer más letal el ambiente.

Las potencias mundiales inevitablemente involucradas en este caos dan bandazos erráticos que, en ocasiones, les hace coincidir entre ellas y en otras las confronta. Actúan mediante alianzas cruzadas al amparo de sus intereses inmediatos y de mediano plazo, los cuales son, por cierto, cada vez más confusos. Estados Unidos, Rusia y los miembros de la Unión Europea juegan dobles y hasta triples juegos en esta gigantesca conflagración, sin que haya claridad alguna acerca de qué puede resultar de toda esta vorágine de fuerzas en colisión.

Así que, por desgracia, no hay motivos para el optimismo en  2016. La economía mundial tiene pobres expectativas de crecimiento, las guerras hoy en marcha tienden a recrudecerse y las fuerzas políticas e ideológicas a polarizarse más y más, exacerbando los fanatismos de diferentes signos. Se reducen así, lamentablemente, los espacios de convivencia, seguridad, tolerancia y libertad donde vivir la vida de manera digna es todavía posible.

Fuente: Excelsior / Esther Shabot