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GABRIEL ALBIAC

La retórica humanitaria es tan consoladora como tramposa. Auschwitz no tiene retorno: es el estigma de la especie humana.

Un 27 de enero, hizo ayer 71 años, soldados americanos entraban en Auschwitz. No podían dar fe a lo que estaban viendo. Menos aún, palabra. Habían visto de todo, sin embargo, aquellos soldados. Pero nada era comparable a esto: el invento más prodigioso de la edad contemporánea; la pura máquina de matar. Sin rentabilidad, sin función: sólo muerte.

Pasé ayer la jornada de recuerdo de la Shoah, del exterminio judío, releyendo el libro que Raúl Fernández Vítores ha consagrado a eso que él define como el nacer de una Tanatopolítica, política de la muerte, con la cual Auschwitz marca y define nuestro tiempo. Es un conciso catálogo del infierno. Que se esfuerza en ser fiel a lo esencial: la certeza de que el sentimentalismo mata la verdad; de que la retórica humanitaria es tan consoladora como tramposa. Auschwitz no tiene retorno: es el estigma de la especie humana.

“Dicho con la frialdad de las siempre revisables cifras” –escribe Fernández Vítores–, “el Holocausto es el asesinato en Europa, durante la Segunda Guerra Mundial, de unos cien mil enfermos mentales polacos, alemanes y austriacos, más de cinco millones de judíos y de dos millones de prisioneros de guerra soviéticos, unos trescientos veintidós mil serbios y alrededor de un cuarto de millón de gitanos”. Dicho con frialdad. Pero esas cifras no dicen todo. Ni siquiera, lo esencial.

La verdad, que deja helado, cabe en la mínima historia de una aldea polaca, narrada por J. T. Gross: “Según el censo de 1931, el número de habitantes de la aldea de Jedwabne sumaba un total de 2167… La mañana del 10 de julio de 1941, llegaron al pueblo ocho miembros de la Gestapo y mantuvieron una entrevista con ciertos representantes de las autoridades locales. Cuando los de la Gestapo les preguntaron cuáles eran sus planes respecto a los judíos, ellos contestaron que había que matarlos a todos. Cuando los alemanes propusieron que se dejara viva a una familia judía de cada oficio, el carpintero local respondió: ‘Ya tenemos bastante con nuestros artesanos, tenemos que matar a todos los judíos y que no quede vivo ni uno’. El alcalde y todos los demás se mostraron de acuerdo. Al término de la reunión empezó el baño de sangre”. Fueron exterminados 1.600 judíos, adultos como niños: más de la mitad de la aldea. Asesinada por la otra mitad. “Lo más curioso”, concluye Gross, “es que aquel día el cuartel de la gendarmería alemana fue el lugar más seguro para los judíos, y que fueron polacos normales y corrientes los que los mataron”.

En enero de 1942, la Conferencia de Wansee planificará la universalización de ese modelo, al cabo del cual no debía quedar un solo judío vivo sobre Europa: ni hombre, ni mujer, ni niño: “Se deberá conducir a los judíos a campos de trabajo al Este… No hay duda alguna de que se perderá a una gran proporción de ellos como consecuencia de la selección natural. Los que queden necesitarán un tratamiento adecuado, porque sin duda alguna representan la parte más resistente y, con su liberación, se podrían transformar en germen de una insurrección judía”.

El “tratamiento adecuado” fue el gas. Primero en camiones herméticos, que funcionaban como cámaras móviles. Luego en las grandes fábricas de sólo muerte que fueron Belzec, Chelmno, Sobibor, Majdanek, Treblinka, Birkenau… Alguien, en el corazón de Europa, acababa de inventar la nueva era. En la cual, una comunidad humana puede borrar a otra sin dejar huella. Es un hallazgo tras el cual nadie volverá a ser inocentemente un hombre.

Fuente:abc.es