En este relato inédito, el médico, escritor y profesor Arnoldo Kraus recuerda los diferentes nombres que tuvo en su infancia.

ARNOLDO KRAUSS

AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – No todas las historias comienzan con el nombre. La mía sí. Siendo hijo de padres polacos, desde el útero, me asignaron un nombre entre raro y muy raro. Anchul fue el nombre que eligió mi madre para honrar la memoria de su hermano. Anchul no es un nombre polaco. Proviene del yiddish, idioma común en la judería de aquellos tiempos, ahora en desuso y casi muerto.

En primero de primaria, cuando los maestros me preguntaban mi nombre, respondía “Anchul”. Una semana después de haberse iniciado el curso, los profesores de español y hebreo, decidieron, con razón, que Anchul, más que un nombre, era  un apodo o algo francamente incomible. Mi primer encuentro desafortunado con mis mentores, al cual siguieron varios miles, se debió a mi nombre. A partir de entonces, desde los seis años, supe, sin hablar con Freud, que mis padres serían los culpables de ciertos descalabros.

—Te llamarás Mijael —me dijo el maestro en un hebreo incomprensible.

—Te llamarás Ángel —me dijo el profesor de primer grado en un español comprensible.

Ignoro por qué la Junta de Gobierno de mi escuela decidió sustituir Anchul por Mijael. Comprendo las razones por las cuales Mijael devino Ángel: uno de mis maestros, lector de la Biblia, sabía que Mijael era el  protector del pueblo. A partir de esa idea decidió llamarme Ángel.

Durante la primaria fui un niño feliz. Tenía la suerte de ser Anchul en casa, Mijael en clases de hebreo y Ángel en las de español. No tenía un doble como sucede en la realidad o en los libros de ficción; tenía la gracia de ser, en lugar de una persona, tres personas.

Al finalizar la primaria, el maestro de español nos encargó nuestras actas de nacimiento.

—Es usted un mentiroso —me dijo—. No se llama Ángel, sus nombres son Arnoldo Samuel.

A los doce años me enteré de que Anchul, Mijael y Ángel eran heterónimos dignos de Fernando Pessoa y razones suficientes para entender, hoy lo sé, mi imposibilidad para ubicarme en la vida y el origen para explicar mis problemas de identidad. Anchul no era Mijael, Mijael no era Ángel y Ángel no era Anchul. Todos esos apelativos correspondían a una persona llamada Arnoldo Samuel, quien, aunque no era yo, sí era yo.

En vez de decirle a mis padres “Por qué me hicieron eso”, intenté explicarles, usando mis recursos intelectuales –en ese entonces tenía doce años-, que todas la expulsiones, todas las materias reprobadas, los impagables gastos para mis cursos de regularización, los incontables pantalones zurcidos, los juramentos y promesas –“Juro portarme bien”- en la dirección, con la Biblia como testigo, eran responsabilidad de ellos. ¿Cómo podría yo ser normal si en mí habitaban tres personas?

Gracias a mis padres mis nombres me impidieron ser normal. Cuando había problemas en mi salón, el director, o los directores, si la situación lo ameritaba –por ejemplo, cuando hacía volar el escusado o intentaba arrancar un camión-, subía(n) corriendo, y antes de entrar al salón empezaba(n) a preguntar “¿Dónde está Kraus? ¿Dónde está Kraus?”.

Tanto mis padres como mis profesores de primaria han muerto. Es una pena. Ni Anchul ni Arnoldo ni sus sucedáneos saben dónde está Kraus.

Fuente: Revista Arcadia