GABRIEL ALBIAC

Allí donde la palabra “amor” está, no hay ya del tal amor más que ceniza.

Corazones

El amor es un recurso literario. Nada más que eso. Nada menos. O bien es teología; y teología específicamente cristiana: amor de Dios, del Infinito, esto es, fusión en un cuerpo místico que sólo la religión asombrosa del Dios-hombre hace verosímil. En su versión mundana, amor es un sistema autorreferencial de tropos, a cuyo través se enreda el juego más empecinado de los humanos; y el más fallido: el de saltar por encima de la propia sombra. En el más bello de los relatos amorosos de final del siglo XIX, La Eva futura, Villiers de l’Isle-Adam hace al amor síntoma del combate de los hombres contra una ley básica de la materia: la de la impenetrabilidad de los cuerpos; y, todavía más, de las almas. Una bizarra variedad de materialismo teológico. Sumamente vulgar. Y condenada.

Las lógicas del buen mercado no pueden permitirse el lujo del pudor ni el de la teología. Funcionan sobre la completa permeabilidad de almas como de cuerpos. Y lo obsceno de su discurso –o lo ridículo, en fechas como la de ayer, 14 de febrero– se despliega así en una versatilidad sin límite. Cuyo grotesco proyecto ni siquiera percibimos: erigir el imposible acto amatorio en eficiente promotor de ventas.

Hace casi cuarenta años, Roland Barthes podía formular, en un axioma casi logarítmico, que “no es ya lo sexual lo indecente; lo es lo sentimental”. Hoy, para el comprador de cachivaches cursis que operen como amorosa ofrenda litúrgica al fingido Dios terreno, esa última obscenidad de lo sentimental, que diseccionaba el autor de la Fragmentos de un discurso enamorado, no es ya perceptible, ni sospechable siquiera. “El amor es obsceno en la medida exacta en que pone lo sentimental en el lugar de lo sexual”, en la medida en que amalgama teología y mundo. Y eso, concluía el maestro parisino, “es más obsceno que Sade”. Cierto.

El amor es un recurso literario. Astucia que permite hablar de lo que no puede ser dicho. Y, cuando Jacques Lacan formula que el amor cortés es la astucia más formidable que hayan maquinado nunca los humanos, está lejos de enunciar una boutade. En su sentido primero, el teológico, el problema no existe: la fusión en el Dios infinito abole relaciones y palabras, como muy bien sabe la soledad del místico. La trampa literaria consiste en desplazar al humano mundo de las palabras eso que el místico intuye que sería envilecido por cualquier palabra: el amor y el dolor, dice Cernuda, sólo pueden ser mudos.

Pero el mundo es locuaz. Locuaces son las reglas infalibles del mercado, que truecan en escénica cháchara cualquier teología. Allí donde la palabra “amor” está, no hay ya del tal amor más que ceniza. Y en el festejo hortera del 14 de febrero, los grandes almacenes, que también tienen su sección de librería, cerrarán el oxímoron de trocar en sentimental regalo el hermético lamento de las marmóreas figuras que la urna griega de John Keats congela en el instante previo al roce, “por siempre en llamas y nunca gozado”. A la espera de nada. Eternamente.