Casi todos hemos sido beneficiados por esa maravilla de la vida que es Waze, una aplicación para teléfono celular (inventada por israelíes) que puede diseñarnos la ruta que nos permitirá evitar lo peor del tráfico, o que nos llevará a un lugar al que debemos presentarnos, y que no conocemos. Pero no todo es miel sobre hojuelas. Waze puede cometer errores muy severos.

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IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – La noticia ha sacudido a la prensa israelí y el asunto de la Inteligencia Artificial ha regresado a la mesa de debate: un grupo de soldados israelíes se extravió por culpa de Waze, y acabó en Qalandia, un “campamento de refugiados” palestinos. Hubo que implementar una operación de rescate para sacarlos de allí.

¿Qué fue lo que falló con Waze? Simple: diseñó la ruta más rápida para esos soldados, no la más segura. Los algoritmos de Waze todavía no incluyen el criterio para establecer este tipo de prioridades subjetivas estilo “por ahí es más rápido, pero ni loco me meto a ese barrio…”.

A muchos les ha pasado: Waze les ofrece una ruta rápida, pero los lleva por un lugar que parece un laberinto interminable y horroroso, en el que en cualquier momento pueden aparecerse el Minotauro y un viejito con alas pegadas con cera en la espalda, preguntando si no vimos a su hijo Ícaro caer por ahí. Supongo que será cuestión de tiempo para que la empresa depure esa limitante de su aplicación, pero mientras tanto el ser humano tendrá que depender –como última instancia– de sus cualidades y facultades como ser humano.

Y cuando Waze tenga resuelto este problema del criterio de seguridad, ya aparecerá otro problema. Y es que ese es el punto donde la Inteligencia Artificial nunca va a lograr asemejarse al ser humano: la capacidad de siempre encontrar o provocar problemas.

Vivimos en una época en la que todo se está tecnologizando. En términos darwinianos, hemos dejado de evolucionar porque ya no necesitamos adaptarnos al medio ambiente. Ahora es al revés: nosotros  adaptamos el medio ambiente a nuestras necesidades. Como último gran paso en este cuestionable “progreso” técnico, hemos desarrollado la capacidad de lograr muchas cosas con sólo hacer un click en nuestras computadoras caseras.

Hay “hogares inteligentes” donde la familia ya no necesita ir a ninguna tienda. Todo está controlado por computadora, y la propia casa escanea todo su interior para detectar qué códigos de barras han llegado o han salido. Si ya no hay carne o leche, el cerebro de la computadora lo reporta a la tienda, y está lanza el pedido en automático con cargo a la tarjeta de crédito. La muchacha del servicio doméstico recibe al empleado del servicio a domicilio con el paquete y sin necesidad de pagar, y la casa siempre se mantiene surtida.

Se supone que esto debería ser la antesala de la felicidad: el Homo Sapiens ha superado desde hace siglos por el Homo Faber, y ambos dos dejados atrás por el Homo Ludens, ese que ya no necesita preocuparse por la productividad porque las máquinas lo hacen o lo harán todo, y puede dedicarse plácidamente a la recreación y al juego.

Linda teoría, pero cuando uno se da un baño de realidad, descubre con horror que las cosas no son así.

Y a veces Waze ayuda mucho en eso. No sólo por su “error” al mandarnos a nuestro destino por una ruta rápida pero horrorosa, sino porque además –con ese mismo error– puede ponernos en contacto con esos sectores de la sociedad que están muy lejos de disfrutar de los beneficios de la Inteligencia Artificial. A mucha de esa gente la nueva realidad les ha resultado contraproducente. Lejos de ser jefes de familia que ya no se tengan que preocupar por ir a la tienda porque un sistema computarizado les resuelve todo, son jefes de familia que si no van a la tienda es porque no tienen dinero, y si no tienen dinero es porque no tienen trabajo, y muchas veces no tienen trabajo justamente porque las máquinas los han sustituido.

No es un problema que se quede allí. Eso sería relativamente fácil de resolver: bastaría con diseñar políticas que creen nuevas fuentes de trabajo.

El asunto es más complejo: la tecnologización de la sociedad ha rebasado a los gobiernos, y los marcos legales se están quedando atrás en dos rubros particularmente importantes, que son los sindicales y los de seguridad social.

Las normas sindicales que siguen vigentes en muchos lugares del mundo datan de una época en la que todo lo hacía la mano de obra calificada. De esa misma época datan las reglas que rigen los sistemas de seguridad social. Se trata de una época en la que todo lo hacía el ser humano, cuya expectativa de vida no llegaba a los 70 años en promedio.

Pero en los últimos 50 años todo cambió. Ahora, mucho del trabajo lo hacen las máquinas. En consecuencia, las grandes conquistas sindicales van convirtiéndose en algo anacrónico y obsoleto poco a poco. Y la ciencia médica ha logrado que se incremente el promedio de vida. Ahora, en muchos países ya está por encima de los 75 años.

Pero esto genera problemas. Si en otras épocas fue maravilloso que un nuevo marco legal permitiera que una persona se jubilara a los 55 años, fue porque la expectativa de vida eran 65 y eso le permitía a esa persona –en promedio– disfrutar tranquilo de sus últimos diez años de vida. Pero si la expectativa de vida ahora puede ser de 83 años, entonces –en promedio– el gobierno ya no va a sostener a esa persona durante diez años, sino durante 28. Y recuérdese que cuando decimos “el gobierno”, en realidad estamos diciendo “los demás contribuyentes”.

Esto no quiere decir que hay que acabar con las pensiones o que hay que matar a los viejitos. Sólo quiere decir que un marco legar que en otros tiempos fue un gran avance, hoy resulta obsoleto.

Los gastos no acaban allí: una persona que vive más de 65 años desarrollará enfermedades que una persona que vive menos de 65 nunca tuvo tiempo de sufrir. Por lo tanto, no sólo es el gasto extra de pensión, sino todos los gastos que se derivan de cuidados médicos.

Y todo, porque logramos perfeccionar nuestras máquinas.

En los últimos veinte años, el desarrollo de la tecnología ha llegado a logros que en otras épocas hubieran sonado a ciencia ficción. Cuando yo estaba en mi segunda carrera, todavía hacía mis tareas en una máquina Olivetti Lettera 25. Y me quedaban hermosas porque había aprendido a centrar mis márgenes y mis títulos. Me dolió abandonar esa máquina, esa vieja amiga, que un día se desarmó y dijo “no más”. Tuve que acostumbrarme a usar la máquina eléctrica que me había regalado mi papá un cumpleaños, y que casi nadie usaba en la casa. Uf, aprender a programarla para que hiciera los textos medianamente decentes, fue una batalla épica. En serio, me quedaban mejor con mi Olivetti.

Pero ¿pensar en una computadora? ¿Para  qué? ¿Quién en 1997 necesitaba una computadora en su casa? Yo no. Si me compré la primera en ese año sólo fue por coquetería. Durante mucho tiempo la usaba sólo para jugar baraja o buscaminas. El procesador de textos era algo tan rudimentario y difícil de usar bien, que mis trabajos quedaban mil veces mejor si los hacía en la máquina eléctrica (que ya había logrado dominar).

Pero la tecnología nos ganó, nos dominó, nos abrumó. El golpe final fue inventarnos la necesidad de la inmediatez.

Hace veinte años, entre que yo me sentara a escribir un artículo y usted, querido lector, lo pudiera leer, habrían pasado varios días. Tal vez y hasta un par de semanas. Hoy en día, yo mismo siento que si este artículo no está disponible para usted esta misma noche, algo está mal. Usted también desea que las cosas se publiquen de ya, en ipso facto, de inmediato.

El auge de las redes sociales combinado con el de los smartphones han permitido que toda la comunicación humana sea en tiempo real, sin importar las distancias. Sucede frente a mis narices, lo reporto en Twitter, y medio mundo se entera en cuestión de minutos.

Así estamos ahora. ¿Cómo vamos a estar en otros veinte años?

El panorama es aterrador, en realidad. Lejos de ir ganando ventajas, pareciera que estamos destruyendo lo mejor que teníamos como seres humanos. La obsesión por la velocidad nos ha permitido desarrollar nuestras capacidades para aprender a manejar un celular nuevo, una tablet, una computadora cada vez más compleja, pero nos ha sentenciado a no poder detenernos un momento para ponerle atención a una puesta de sol, a nuestra mascota, a nuestra familia, a nosotros mismos.

Hemos olvidado que la Inteligencia Artificial es una herramienta, no la vida misma.

Por eso, más que nunca, el estudio de la Torá se vuelve una necesidad, porque la Halajá judía es estricta e intransigente en eso: la Torá no se digitaliza. La única Torá Kosher apta para la lectura en la sinagoga es la que se hace a mano, con tinta hecha a mano, con pergamino hecho a mano. La que antes de elaborarse requiere que se pronuncien las bendiciones ancestrales, después de que el escriba haya tomado el obligado baño ritual para purificar cuerpo y alma.

La Torá es el epicentro de una dinámica humana que no cambia y no debe cambiar, porque eso –más que nunca– va a ser el ancla que nos permitirá seguir reconociéndonos como seres humanos.

No hay rutas fáciles. No hay atajos. Los iPods nos pueden ayudar en nuestro proceso de estudio, pero de todos modos un joven que va a hacer su Bar Mitzvá tendrá que aprenderse las viejas letras del Alef-Bet, y para leerlas en la sinagoga tendrá que agarrar esa cosa rara, una manita de plata, para ir señalando letra por letra lo que va leyendo en un tipo de papel que se hace igual desde hace milenios.

Mientras el judío mantenga su apego a la Torá, podrá garantizar que todos los avances tecnológicos serán lo que deben ser: una herramienta.

El Talmud dice: si no hago las cosas para mí mismo, ¿quién las hará?

Y es cierto. Waze nos puede ofrecer algunas soluciones, pero tiene sus límites. Las computadoras tienen sus límites. La medicina tiene sus límites. Las legislaciones sindicales tienen sus límites. También los sindicatos tienen sus límites. Etcétera.

Los únicos que, en realidad, no tenemos límites somos nosotros. Por eso, si no somos nosotros quienes hacemos las cosas para nosotros mismos, aún en estos tiempos de magia tecnológica, aún con todos nuestros defectos, ¿quién lo hará?

Y si no es ahora ¿cuándo?

En la vida todo es una cuestión de equilibrios. Aprende, desarróllate, domina en la medida de tus posibilidades las nuevas tecnologías. Pero no dejes de estudiar la Torá como se debe: en el libro, no en Kindle. Si eres judío, en la javrutá, no en Facebook.

Así tendrás los parámetros adecuados para aprovechar al máximo las ventajas del siglo XXI, sin que eso te haga olvidar que lo más maravilloso es llegar a tu casa y abrazar y besar a tu esposa e hijos, platicar con ellos, reír con ellos.