*DANIEL LIEBERMAN

Cuando Israel conquistó por primera vez la margen occidental del río Jordán y la ciudad vieja de Jerusalén en 1967, además del desierto del Sinaí y las alturas del Golán, en el marco de la Guerra de los Seis Días, logró una supremacía militar en la región que, con algunos altibajos, se ha mantenido hasta el presente.

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Esta supremacía tuvo su hora más difícil en la Guerra de Yom Kipur en 1973 cuando Israel fue atacado por sorpresa en su día más sagrado, en el que la mayoría del país estaba ayunando y estuvo más cerca que nunca de ser derrotado.

Quizás fue por esta experiencia tan traumática que pocos años después el Estado de Israel, bajo el gobierno de Menajem Begin decidió aceptar la iniciativa egipcia para un acuerdo de paz que tuvo como precio la devolución total del Sinaí. Aunque esta costosa paz redujo el territorio israelí nuevamente a un tamaño muy pequeño, la tranquilidad de tener una paz estable con el país árabe más fuerte de esa época lo hacía valer la pena. De todos modos a Israel le quedaba el control de Gaza, Cisjordania, Jerusalén oriental y el Golán. Israel estaba dispuesto a negociar algunos de estos nuevos territorios también a cambio de una paz permanente con los demás países a los que se había enfrentado, principalmente con sus vecinos Siria y Jordania.

Cada uno de estos territorios tenía sus características particulares. Gaza estaba superpoblada pero Egipto no tenía interés en incorporar esa población a su ya desbordante demografía. El Golán no tenía una población numerosa y era el área menos problemática en ese sentido pero, a pesar de su inmenso valor estratégico, Israel igual estaba dispuesto a negociar su devolución a cambio de una paz definitiva con Siria. Las áreas más sensibles eran las restantes Judea, Samaria y principalmente la ciudad vieja de Jerusalén con su periferia más allá de la línea verde. No hay que olvidar que una absoluta mayoría de los habitantes árabes en estas secciones eran por entonces ciudadanos jordanos.

El plan propuesto por Igal Alon para estos territorios pretendía devolver a Jordania el control de los núcleos demográficos más densamente poblados y anexar al territorio israelí las zonas más desérticas y con escasa población. El problema con este plan era que, además de resultar inaceptable para los jordanos, dejaba bolsones de población jordana potencialmente hostil encapsulados dentro de Israel. También hubo entonces quienes imaginaron un pequeño estado árabe “tapón” al que nadie llamaba todavía Palestina que se convirtiera en una especie de colchón amortiguador de tensiones entre los dos países pero nadie pareció simpatizar demasiado con esa idea.

A falta de una propuesta de paz árabe en los años siguientes, Israel se mantuvo esperando que surgiera una mejor circunstancia para negociar y se quedó controlando esos territorios por medio de su ejército en forma permanente.

Luego vino la guerra del Líbano e Israel incorporó nuevos territorios ocupados por árabes en el norte del país siguiendo esta misma estrategia. Pero el mundo ya no empezaba a ver con buenos ojos que “el pequeño David” que había surgido a duras penas como estado luego de la terrible experiencia que sufrieron los judíos europeos durante el Holocausto en la Segunda Guerra Mundial se estuviera convirtiendo, poco a poco, en “un poderoso Goliat” cuyo expansionismo, aunque modesto, no parecía tener límites.

Israel continuó estando abierto a negociaciones francas con sus vecinos por una paz siempre buscada, aunque cada vez considerada menos necesaria pues el combinado de los ejércitos árabes nunca más volvió a atreverse a atacarlo, habiendo quedado Egipto fuera del equipo enemigo.
Cuando los jordanos renunciaron a sus pretensiones de recuperar la soberanía sobre la margen occidental del río Jordán a comienzos de los años 80´s del siglo pasado, el escenario político quedó libre de obstáculos para que la OLP desarrollara abiertamente su nacionalismo y empezara a trabajar por la independencia palestina.

En un comienzo, Israel percibió esta renuncia jordana como una victoria e incluso se apuró por anexar el Este de Jerusalén (y de paso el Golán) en forma definitiva. Lo cierto fue que, ese cambio poco significativo de status en la práctica para esos territorios en aquel momento, se convirtió en un bocado que hasta el día de hoy Israel no ha podido digerir. “La trampa” de los territorios ocupados en la margen occidental del Jordán fue, como sigue siendo, que esos territorios, con Jerusalén Este incluida, no están vacíos sino llenos de árabes que nunca quisieron aceptar vivir bajo soberanía israelí.

La ultra derecha nacional hizo todo lo posible por colonizar estos territorios y de hecho tuvieron éxito en gran medida con sus esfuerzos a pesar del rechazo internacional. Pero el problema no cambió, empeoró. El desarrollo regional, sumado a la cantidad de árabes que cruzan a diario la línea verde para trabajar en Israel, permitieron un crecimiento exponencial de la población que ahora se autodenomina “palestina” dentro de estos territorios.
Los países árabes, mientras tanto, encontraron en la causa palestina una nueva forma de luchar contra Israel deslegitimando su misma existencia como “potencia usurpadora” del territorio que los árabes palestinos pretenden como propio. Es en este contexto que hay que entender el fracaso de cualquier tratativa de paz bajo el lema de “dos países para dos pueblos”. La autoridad palestina que surgió tras los acuerdos de Oslo en 1994 fue desde un principio un producto del miedo al creciente fundamentalismo islámico que ya era notorio por aquel tiempo. Un miedo que compartían y siguen compartiendo tanto Israel y occidente como los gobiernos de muchos países árabes.

Este fundamentalismo se hizo fuerte en cada territorio que Israel devolvió por propia decisión y unilateralmente sin mediar un acuerdo de paz: ocurrió con Hezbolá en Líbano y con también con Hamás en Gaza.

¿Por qué propone entonces ahora el laborismo liderado por Isaac Herzog dentro de la coalición del Campo Sionista, separar los territorios de Cisjordania donde existe una mayoría árabe sin que medie un acuerdo de paz definitivo? ¿Será esto el complemento a la muralla divisoria que tanto ayudó a prevenir atentados explosivos en los últimos años? ¿O será una concesión a la presión internacional, un gesto de buena voluntad para que el mundo deje de volcarse cada vez más a apoyar a los árabes en detrimento de Israel?

El problema es que esta reconciliación del mundo con Israel y la causa del sionismo, de todos modos, no ocurrirá. Si no ocurre ahora mientras el Estado Islámico degüella cristianos por Youtube, mucho menos ocurrirá cuando termine la guerra civil en Siria. Lo más probable es que el mundo le exija entonces a Israel devolver el Golán y tarde o temprano que abandone Jerusalén oriental.

Aunque el Plan Herzog le agrade al público desprevenido en Israel y a algunos demócratas americanos, lo cierto es que no tiene posibilidades reales de aplicación y mucho menos de aceptación internacional. ¿Qué país árabe le daría apoyo a un plan en el que los fieles musulmanes de la periferia de Jerusalén no tendrán libre acceso a ciudad para concurrir a la mezquita de Al Aksa? ¿Qué israelíes aceptarían que el país se desentendiera del control de seguridad en amplias y controvertidas áreas de Judea y Samaria?

En realidad, más que hablar de un plan Herzog, habría que hablar de dos: un plan de máxima, en el que la separación de judíos y árabes de los territorios y Jerusalén sería casi total y otro plan de mínima o de compromiso, en el que habría muchas áreas grises y la separación no sería tan completa. En su campaña política Herzog seguramente propondría el primero de estos planes pero si llegara a triunfar, en el mejor de los casos, aplicaría el segundo.

En mi opinión el plan Herzog muestra un Israel débil y resignado a “segregar” por no animarse ni a expulsar ni a integrar. Ni el rabino Meir Kahana lo hubiera podido definir en términos más estrictos. Pero no es una propuesta real. En el fondo, el plan Herzog es sólo propaganda de campaña. El verdadero plan Herzog, para ser sinceros, debería llamarse “plan Ehud Barak” pues no se trata de otra cosa que de la desconexión unilateral de Cisjordania (aunque reteniendo los bloques de asentamientos más grandes). Este plan ya fue rechazado por la mayoría de los votantes en Israel basados en la mala experiencia de la desconexión de Gaza y sus nefastas consecuencias hasta el presente.

Quizás la única alternativa para Israel sea esperar a que un nuevo gobierno asuma en Estados Unidos y le permita desarrollar otro tipo de lazos con los países árabes de mayoría sunita en el contexto de los más grandes conflictos regionales. Posiblemente a partir de allí se pueda comenzar a definir nuevos interlocutores que ayuden a resolver un modus vivendi viable con los palestinos.

* Antropólogo social, Universidad de Buenos Aires

Fuente:aurora-israel.co.il