Las obras de arte despojadas por los nazis hace 80 años son los últimos prisioneros de la Segunda Guerra mundial. Y en ellas hay rastros de sangre. Metafórica, pero sangre.

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AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Porque todas esas piezas llevan, para siempre, la marca invisible de las manos que las han sostenido, las paredes donde colgaron y los dueños que las poseyeron. Décadas después del horror del Holocausto, miles de objetos robados por la dictadura nazi aún permanecen en infinidad de colecciones de todo el mundo. Algunas estimaciones hablan de unos 25.000. Solo en Francia se calcula que hay 2.000. Una cifra que se suma a las más de 235 obras que, por ejemplo, contabiliza la base de datos de arte perdido de los Pinakothek Museums.

Pese al tiempo transcurrido, lo inconcebible es que haya obras despojadas que todavía cuelguen en los museos y que los legítimos herederos de esas piezas se enfrenten a infinidad de trabas legales para recuperarlas. Además el tiempo se acaba. Los denunciantes envejecen o mueren, los litigios duran décadas y cuestan miles de euros. Y se alzan barreras. Incluso los bancos suizos llegaron a exigir certificados de defunción a los herederos de las obras para iniciar las demandas. Como si los expidieran en Auschwitz o Mauthausen. Desde hace décadas, los museos y las colecciones privadas han complicado la restitución de las piezas. Nadie quiere perder sus tesoros. Demasiadas veces aparecen subterfugios legales, problemas de jurisdicción o periodos de reclamación que expiran. Los museos, claro, se defienden. “Es una impresión absolutamente equivocada que no estamos dispuestos a restituir [las obras]”, aclara un portavoz de los Museos Alemanes.

Pero la indignación llega al presente. La aparición de unas 1.500 obras de arte en 2012 en los domicilios de Cornelius Gurlitt —hijo del marchante nazi Hildebrandt Gurlitt— revela las carencias. Tras varios años de estudio, solo cinco han podido demostrarse que fueran despojadas. El resto aumentarán los fondos del Museo de Bellas Artes de Berna (Suiza). Algo que ha encendido a un nombre, habitualmente, muy calmado. El 3 de febrero pasado en Zúrich, Ronald S. Lauder, presidente del Congreso Mundial Judío, habló por primera vez en público sobre la restitución de arte despojadas, un tema en el que trabaja, con discreción, desde 1990. “Un crimen cometido hace 80 años continúa manchando el mundo del arte hoy”, lanzó. “Que Suiza haya aceptado la colección Gurlitt es una locura. Imaginen que se hubiera llamado colección Heinrich Himmler [ideólogo del Holocausto]. ¿También la habría aceptado Berna? Difícilmente”. De hecho la extrañeza de que solo cinco obras hayan sido trazadas se justifica porque casi toda la colección Gurlitt son grabados y dibujos. “Los nazis” —aclara Lauder— “tenían excelentes registros del arte que robaban. Las esculturas y pinturas estaban bien documentadas, pero el resto lo catalogaban como grabados o dibujos; en general. De ahí que sean difíciles de rastrear”.

Nada que ver con la colección de Hermann Göring —lugarteniente de Hitler—, muy bien documentada en doscientas páginas de anotaciones a mano bajo el epígrafe: Collection Göering, inventaire des peintures. Once años de compras (1.376 piezas) y saqueos que empiezan en abril de 1933 con un óleo de Jacopo de’ Barbari —adquirido en Roma por 12.000 liras— y que finaliza, abruptamente, en la primavera de 1944. Aunque es a partir de 1940 cuando sus adquisiciones de grandes maestros se vuelven obsesivas. Rubens, Renoir, Tintoretto, Monet, Botticelli, Cranach, Goya. “Admito sin reservas que tenía pasión por coleccionar”, se justifica Göring en los Juicios de Núremberg. Es la única asunción que hace de sus atrocidades, poco días más tarde se suicida con cianuro.

Muchos años después, la herencia de odio que transporta el arte robado por los nazis sigue activa. ¿Por qué el Tercer Reich arrebató sus obras a los judíos? No era solo codicia. Al hacerlo los degradaban, los deshumanizaban, les negaban cualquier aportación a la civilización europea y por lo tanto el derecho a existir. Es el camino franco hacia el Holocausto. Por eso —lejos de ser una caza de brujas— conviene entender que hace falta más compromiso. Suiza, por ejemplo, tiene que reescribir su historia de neutralidad porque fue el epicentro del arte despojado. Durante los años del nazismo, la casa de pujas transalpina Fischer celebró 47 subastas con piezas robadas y lo lógico es que muchas duerman en los almacenes de los museos helvéticos. El Gobierno suizo ha comprometido dos millones de euros para investigar este pasado. Pues bien, un modelo en el que reflejarse podría ser el Museo de Israel, que tiene un equipo destinado a rastrear la procedencia de las obras de sus colecciones y ha aportado ambiciosas restituciones en los últimos años. “La institución concede una tremenda importancia a este trabajo, sobre todo dada la historia y los orígenes del Estado de Israel y su relación con la Segunda Guerra mundial y el Holocausto”, observa un portavoz del Museo.

Pero este compromiso demasiadas veces es una excepción. El Museo de Bellas Artes de La Chaux-de-Fonds (Suiza) se niega a devolver una pintura (Dedham from Langham) de Constable a los herederos de la familia Jaffe —su legítimo propietario— pese a que nadie discute que la obra fue subastada en 1943 bajo la extorsión del régimen pronazi de Vichy. Sin embargo según las leyes suizas no está obligado a hacerlo. El cuadro se compró en buena fe por unos dueños anteriores, quienes lo donaron al museo. La institución —a través del correo electrónico— no quiere hacer “ninguna valoración pública”. Eso sí, como reparación ofrece colocar un texto al lado de la pintura relatando el calvario de la obra. Lo mismo a lo que se comprometió el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid con la familia judía Cassirer, que desde hace años les reclama una tela (Calle St. Honoré por la tarde. Efecto de lluvia) de Camille Pissarro también despojada. A día de hoy, la explicación continúa pendiente.

Historias similares se repiten como en un eterno retorno. El museo Norton Simon (Pasadena, California) y el Fred Jones Jr. de la Universidad de Oklahoma poseen un par de obras robadas por los nazis. Algo que nadie discute. Una es una auténtica joya. Dos paneles (Adán y Eva) del siglo XVI de Lucas Cranach ‘el Viejo’ que estuvieron en las manos de Göring. Y que bien podrían reportar a la institución californiana 30 millones de euros. Mientras, Oklahoma atesora un Pissarro. Los abogados de ambos museos mantienen, básicamente, la misma estrategia para no devolverlos a sus legítimos propietarios. El tiempo legal para reclamar ha expirado y la petición viola principios constitucionales. Aunque hay alguna esperanza. El museo Fred Jones Jr. acaba de llegar a un acuerdo para restituir su Pissarro a Léone Meyer, cuyo padre, un superviviente francés del Holocausto, era el legítimo propietario de la pintura cuando le fue despojada. El camino más honesto para liberar de sus celdas de oro a los últimos prisioneros de la Segunda Guerra mundial.

Fuente: CCIU.org