IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Debo comenzar agradeciendo que Enlace Judío sea un espacio abierto para que se confronten los puntos de vista. Es un ejercicio obligado para que el lector construya su opinión de la mejor manera posible. Le agradezco también a Leonardo Cohen el tiempo que se tomó para hacer sus observaciones a mi nota, y paso a exponer mis objeciones a la suya.

Ver aquí la réplica a Irving Gatell de Leo Cohen  

y el artículo original de Irving Gatell “Los derechos humanos de los terroristas”.

Hay algo que me preocupa severamente en el discurso y los argumentos de la izquierda. Aparentemente, hay una solidez de ideas, pero no hay que excarbar demasiado para que aparezcan trasfondos atroces.

Por ejemplo: Cohen dice que cree en el debate libre, pero al inicio de su nota señala que “resulta preocupante que el mundo judío esté haciendo eco de tan perverso razonamiento como el que opera en muchas capas del discurso oficial israelí”. Eso que dice no es compatible con el debate libre. El debate libre debe abrir la opción para que cualquier discurso –oficial o no oficial– participe. Si yo digo que creo en el debate libre, pero previamente señalo como “perverso” el discurso de la persona que me provocó a reaccionar y debatir, ¿de qué debate estoy hablando?

Lejos de seguir el procedimiento lógico de analizar datos y luego sacar conclusiones, Cohen ya ha establecido un intento de tautología en donde, por definición, todo lo que se parezca al discurso oficial israelí es perverso.

Luego entonces, la realidad es que no está dialogando. Ya emitió su juicio. Ya nos condenó a los que quedamos mal parados ante ese juicio. Simpática –pero fallida– estrategia.

Otra: me reclama algunas imprecisiones en mis datos sobre la persona que grabó el vídeo (imprecisiones resultantes de que escribí mi nota justo un día antes de que se conociera toda la información sobre ese muchacho), especialmente que haya yo dicho que era un israelí activista de B’Tselem, cuando en realidad es un palestino.

Y yo pregunto: ¿cuál es la diferencia? Lo que critiqué de ese “activista” es el cinismo con el que se puso a disposición de la causa de dos terroristas. Filmó para ver si conseguía algo con que detonar un escándalo contra el ejército israelí; cuando lo tuvo, acudió con una ONG que –cualquiera lo sabe– milita en la extrema izquierda y no ha tenido empacho en colaborar con abiertos enemigos de Israel en eventos internacionales.

Hay, por lo tanto, una complicidad implícita con los terroristas.

Cierto: mi dato fue impreciso y no fue un israelí, sino un palestino. Pero ¿eso cambia las cosas? ¿El hecho de ser palestino hace que sea aceptable esa complicidad? ¿De un palestino sí se debe esperar el apoyo al terrorismo? Cohen me reclama que “usé para mi causa” el error de identificación. Es falso: mi reclamo es exactamente el mismo aunque se trate de un palestino. Puedo darle otros matices, pero mi acusación no cambia: una persona estaba lista para grabar un ataque terrorista y usar el material en contra de quienes fueron atacados. Eso no mejora o empeora porque sea israelí o palestino.

Otra: Cohen me reclama severamente mi crítica contra la izquierda por ciertos deslices en donde se han comportado como cómplices de estos crímenes. Y dice: “El crimen por supuesto no es el acto en sí llevado a cabo por el soldado, sino la condena de ese hecho que pretende exhibir a Israel como país inmoral”.

Bueno. En primer lugar, fui muy claro al señalar que el asunto lo va a decidir un tribunal militar. Serán ellos los que determinen si hubo crimen o no. Oh, claro, olvidaba que Leonardo Cohen ya determinó que fue un crimen. No estuvo en la escena, no vio la situación con sus propios ojos, pero es un crimen. Punto. Decidido. Y lo escandaloso es que yo condene un hecho que, palabras textuales suyas, “pretende exhibir a Israel como país inmoral”.

Es decir: eso ya está decidido también. Hay que exhibir a Israel como país inmoral.

Otra vez afloran los juicios a priori que Cohen ya disparó contra muchos de nosotros: hay gente perversa, hay un país inmoral, hay un discurso oficial casi diabólico. Lo de menos es lo que finalmente digan los jueces (que, por cierto, acaban de admitir que los testimonios de los testigos presenciales parecen dar la razón al soldado, por lo que este continuará el juicio en arresto domiciliario). Ya está decidido cuál es el crimen y cuál es la perversión: criticar ese hecho que pretende exhibir a Israel.

Así es el diálogo necesario para Cohen: primero decidimos quiénes son los malos –ustedes– y quiénes son los buenos –nosotros–. Luego dialogamos.

Por eso, cuando me embarra mi comentario crítico contra los columnistas de Haaretz que escriben desde la comodidad de sus computadoras y no están viviendo en carne propia la presión de los soldados que tienen que lidiar en vivo y directo con los terroristas, Cohen omite cualquier tipo de consideración hacia esos soldados. Ahora resulta que el problema no es que esos muchachos estén sometidos a la triple presión de defender a la ciudadanía de un ataque terrorista, defender sus propias vidas que están en riesgo, y aparte cumplir con el protocolo de acción más exigente que hay en el mundo para salvaguardar lo más posible el prestigio de Israel. Yo creí que ese era el problema. Yo creí que justo por esa presión acumulada sí existe la posibilidad de que, en un momento crítico, un soldado pierda el control y haga algo incorrecto. Pero no. El verdadero problema (en realidad, a juzgar por lo que dijo y lo que no dijo Cohen, el único problema) es que yo critico a los columnistas de Haaretz, que tuvieron la sensacional idea de manifestar su abierta empatía con el terrorista liquidado. Vamos, porque se puede criticar la acción del soldado y esperar que los jueces decidan, pero ¿es necesario empatizar con el terrorista?

Oh, eso no es problema. ¿Por qué habría de considerarlo problema? Ya está decidido –desde antes del diálogo– quién es perverso y quién es inmoral, y que al palestino sí se le permiten esas conductas, así que mejor me resigno a mi nuevo perfil draculesco por atreverme a criticar a Haaretz, a B’Tselem, a los terroristas y a los que los apoyan con actividades colaterales.

¿O será que exagero? ¿Será que estoy atribuyéndole demasiadas cosas al texto de Cohen?

No lo creo. Cohen comete el mismo error de tanto izquierdista –de esos que pululan en Haaretz y en B’Tselem–, mismo que he señalado varias veces: opina y se desenvuelve en un universo de ideas donde sólo hay críticas contra Israel.

Y no lo digo porque Israel me parezca impoluto y libre de toda mancha. En realidad es porque ellos se comportan como si los impolutos y libres de toda mancha fueran los palestinos.

Jamás, ni por error, asoma un gramo de crítica contra ellos, victimizados hasta el hartazgo y, en consecuencia, justificados en todas y cada una de sus conductas.

Por eso Cohen se va a un debate falso sobre el tema del 82% de israelíes que apoya al soldado. Me cuestiona preguntando si acaso la opinión mayoritaria significa que esa es la verdad incuestionable. No sé por qué lo hace. Yo jamás dije algo similar. Señalé esa realidad estadística justo para enfocar un asunto que también Cohen menciona, pero que no logra interpretar de manera integral.

Me refiero a esto, citando su propias palabras: “¿Será que efectivamente las grandes mayorías siempre han apoyado los valores de tolerancia, igualdad, respeto al “otro” y al diferente? ¿Pueden las mayorías estar equivocadas? ¿Pueden tomar posiciones erradas precisamente por sentir miedo y temor, un temor que su propio gobierno trata de explotar para deslindarse de una situación que él mismo no sabe controlar?”

Estoy perfectamente de acuerdo con Cohen en que una mayoría puede reaccionar por miedo y equivocarse. Eso nadie lo ha negado.

Pero lo que me aterra es que al mencionar el origen de ese miedo se limite a decir que es algo que “su propio gobierno trata de explotar para deslindarse de una situación que él mismo no sabe controlar”.

Nada sobre la incitación de las autoridades palestinas; nada sobre los videos que circulan libremente en Gaza y Cisjordania donde se anima a los jóvenes a matar judíos; nada sobre el discurso oficial palestino en el que Israel no tiene derecho a existir; nada sobre la ideología fundacional de Hamás y otros grupos, cuya piedra angular es el objetivo “sagrado” de destruir a Israel.

Nada.

En el ramplón comentario de Cohen, las mayorías israelíes se están equivocando porque tienen un miedo surgido del complot de sus gobernantes. No es por los terroristas, obviamente. ¿Por qué habrían de causar miedo, si sólo son terroristas? Es el gobierno, ese de los discursos oficiales nefastos que sólo son repetidos por gente perversa, ese que ha hecho de Israel un país inmoral.

Es obvio que semejante argumentación no se puede sustentar, y por ello Cohen comete un severo error de apreciación. Dice al principio de su nota que el gobierno israelí de derecha ha fracasado en brindar seguridad a la gente, y luego agrega que el gobierno no sabe cómo controlar la situación.

Falso. Me va a disculpar, pero eso es completamente falso. Si hacemos un frío análisis (lo siento, los análisis tienen que ser fríos) de la evolución de la violencia palestina, el resultado inequívoco es que la sociedad israelí –y eso incluye al gobierno– ha avanzado notablemente en sus mecanismos para controlarla.

Por supuesto, Cohen no lo percibe porque su juicio es “inmediatista”. Es decir, no va más allá de su nariz. Se limita a ver el panorama instantáneo, no el problema en su contexto global.

Vamos por partes: la actual ola de violencia palestina es consecuencia de un discurso bien estructurado que no nació ayer. Es heredero directo del terrorismo construido por Yasser Arafat desde los años 60’s, que a su vez es la continuidad de la violencia institucional de las naciones árabes de aquellas épocas, y que a su vez es la extención de la violencia nacionalista que se inauguró desde 1929 con la matanza de Jevrón, cuando una horda de árabes acuchillaron a la comunidad judía local, milenaria (así que no vale el pretexto de la “ocupación”).

Es decir: la violencia palestina tiene vida propia. Claro, Cohen se calla ante ese hecho.

Luego: en su última fase, la violencia palestina ha llegado a tres grandes momentos de institucionalización, y son las llamadas intifadas. Por sus similitudes ideológicas y logísticas, podemos identificar tres levantamientos de este tipo: el primero, de 1987 a 1993, que dejó más de 90 israelíes y más de 1300 palestinos muertos; el segundo, de 2000 a 2005, que dejó más de 1200 israelíes y más de 5500 palestinos muertos; y el tercero, el actual, que en casi medio año ha dejado 35 israelíes y más de 300 palestinos muertos.

Es evidente que la segunda intifada representó un severo incremento de la violencia, y eso significa que el gobierno israelí de ese momento no estaba listo para controlar eso. Por cierto: era un gobierno de centro-izquierda. El Primer Ministro era Ehud Barak, y unas semanas antes acababa de ofrecerle a Yasser Arafat todo lo que nadie le había ofrecido: control absoluto en el 95% de Cisjordania, la mitad de Jerusalén, aceptar refugiados en Israel. Arafat dijo “no”, se replegó hacia su Mukata, y comenzó la peor ola de violencia palestina que haya existido.

¿Qué es lo que nos dicen los fríos números si comparamos la segunda intifada con esta, la tercera? Que las sociedades israelí y palestina se han transformado notablemente, y que sus dirigentes están atacando el asunto con otras perspectivas, otras estrategias y, por lo tanto, otros resultados.

Lamentablemente no es un avance homogéneo en la dirigencia palestina. Los más altos mandos de Al Fatah y –pero por supuesto– de Hamás están comprometidos al cien por ciento en la incitación a la violencia, pero en muchos poblados palestinos, las autoridades locales están perfectamente conscientes de la inutilidad de esta estrategia, y eso ha evitado que muchos jóvenes palestinos se dejen seducir por el discurso descarado de sus cómodos y panzones líderes que los mandan a morir como mártires, mientras ellos siguen viviendo en el lujo (claro, espero que Cohen esté enterado del lujo en el que viven los dirigentes palestinos).

Pero hay avances. No porque Mahmoud Abbas –terrorista profesional– mantenga su discurso incitador no significa que no haya avances. Por eso, la tercera es una intifada que está próxima a caducar, y esta vez no fue necesario sacrificar a miles de palestinos. Las vícimas mortales subieron de 1300 a 5500 entre la primera y la segunda intifada, y cayeron a esperemos no más de 400 en esta, la tercera.

Por el lado israelí los resultados son más homogéneos y perfectamente visibles: no sólo disminuyó la cifra de muertos, sino que también se desplomó la estrategia palestina. En la segunda intifada –la más violenta–, los ataques eran explosiones suicidas en todo tipo de espacios públicos; en esta última lo han intentado, pero las fuerzas de seguridad israelíes han logrado evitar ese tipo de ataques. Por eso la estrategia palestina ha tenido que reducirse al cuchillo; no pueden aspirar a más.

Cierto: es difícil. Cierto: la sensación en la calle puede no ser esa (pero recordemos el axioma de Cohen: no porque la mayoría diga algo es correcto). Pareciera que no me interesa el dolor de quienes han perdido a un familiar o un amigo. Pero insisto: si voy a hacer una evaluación del desempeño de un gobierno en una materia cualquiera –la seguridad, en este caso– tengo que hacerlo basándome en cifras, porque son el único mecanismo útil para medir cualquier situación posible. Y las cifras son claras. Lamento profundamente el dolor de mucha gente por la pérdida de sus seres queridos, pero celebro que la sociedad israelí –gobierno y ejército incluido– hayan tenido la capacidad para evitar que esta ola de violencia tomara proporciones como la segunda intifada. De no haber sido así, estaríamos hablando de otro nivel de atentados y de una cifra mayor de muertos.

Hay otro punto en el que se hace evidente este éxito en materia de seguridad: a juicio de muchos especialistas, la intifada de los cuchillos está próxima a terminar. Ya son cada vez menos frecuentes los ataques. ¿Por qué? Porque se ha logrado dar el mensaje adecuado a los palestinos: no sólo no están logrando sus objetivos, sino que están teniendo resultados contraproducentes. Además de tener diez veces más muertos, la rutina del ciudadano israelí no se ha afectado (y ese es uno de los objetivos del terrorismo), y por ello la economía israelí no ha resentido ningún tipo de crisis (que es lo primero que pasa cuando la gente deja de salir a la calle por miedo a que un terrorista se explote en el restaurante, por ejemplo). En contraste, quienes están pagando los platos rotos son ellos: el 30% de los comercios palestinos en Jerusalén han tenido que cerrar porque se quedaron sin clientes; cientos de trabajadores palestinos perdieron sus fuentes de empleo porque los israelíes los dejaron de contratar.

En consecuencia, a menos de medio mes de iniciada la ola de violencia, los propios palestinos empiezan a darse cuenta que no tiene caso seguir con esto (y se han tardado: si con las dos intifadas anteriores no lograron absolutamente nada, ¿por qué habrían de lograrlo con esta? Dice una frase de la sabiduría empresarial que si quieres resultados diferentes, hagas cosas diferentes).

De todo esto se desprenden dos cosas que, evidentemente, Cohen no ve. La primera es que si nos referimos a la reacción de un gobierno ante una intifada, esta ha sido la mejor en toda la Historia de las intifadas. Con mucho, Netanyahu se está apuntando mejores resultados que Shamir en 1987, y está superando por mucho a Barak en 2000.

La segunda es que la violencia palestina tiene vida propia, motivaciones propias, agendas propias. Lo revela cuando me dice que lo único que podemos esperar es más violencia después de “cincuenta años de ocupación”.

¿De qué ocupación me habla?

¿Del territorio que se le quitó a Jordania y a Egipto en 1967? Primero me tendría que explicar por qué entre 1949 y 1967 no se habló de una “ocupación jordana y egipcia de los territorios palestinos”. Luego tendría que explicarme cómo podemos hablar de una ocupación si no hay fronteras oficiales entre Israel y Palestina (digo, porque una ocupación ocurre cuando un poder militar, económico o político invade un territorio más allá de sus fronteras; pero, para eso, tiene que haber fronteras). También tendría que explicarme en qué se sustenta la idea de “ocupación” si el territorio en cuestión nunca tuvo autonomía desde el año 63 AEC.

Tendré que recordarle a Cohen –como suele ser necesario recordarle a muchos izquierdistas– que todavía hasta 1946 los palestinos eramos TODOS los que hoy se llaman jordanos, palestinos e israelíes.

Tendré que recordarle también que por eso a los israelíes se les siguió llamando “palestinos” hasta bien entrada la década de los 60’s.

Tendré que recordarle que ni los árabes ni los judíos éramos dueños de ningún centímetro cuadrado de tierra en esas épocas. Legalmente todo era territorio inglés, y nosotros –judíos y árabes– sólo éramos súbditos de Su Majestad George VI.

Tendré que recordarle además que Israel surgió como consecuencia del desmantelamiento del colonialismo europeo en la zona, la misma razón por la cual también surgieron Líbano, Siria, Jordania e Irak como estados modernos e independientes.

Tendré que recordarle que los árabes empezaron a hablar de una “ocupación” israelí desde ese momento, no desde 1967.

Tendré que recordarle que, justamente por eso, en el discurso palestino tradicional “poner fin a la ocupación israelí” no significa que los israelíes dejen en paz a los palestinos en Cisjordania y Gaza, sino a destruir al Estado de Israel e, incluso, exterminar a su población hasta donde sea posible.

Tendré que recordarle que así como nunca se habló de una “ocupación romana de los territorios palestinos”, ni de una “ocupación bizantina de los territorios palestinos”, ni de una “ocupación rashidún de los territorios palestinos”, ni de una “ocupación omeya de los territorios palestinos”, ni de una “ocupación cruzada de los territorios palestinos”, ni de una “ocupación mameluca de los territorios palestinos”, ni de una “ocupación otomana de los territorios palestinos”, ni de una “ocupación británica de los territorios palestinos”, ni de una “ocupación jordana-egipcia de los territorios palestinos”, en términos objetivos e históricos resulta improcedente hablar de una “ocupación israelí de los territorios palestinos”.

Las resoluciones de la ONU establecen que el territorio está en litigio, porque se tienen que definir fronteras por mutuo acuerdo de las partes. Mientras ese requisito jurídico no se cumpla, hay que explicar el problema –porque eso no se niega: es un problema– desde otra perspectiva, pero no como una “ocupación”.

¿O acaso también tengo que recordar que pese a que Israel se desconectó de Gaza por completo en 2005, Hamás sigue hablando de “ponerle fin a la ocupación israelí”?

No le demos vueltas al asunto. La ocupación, tal y como la entienden los palestinos, es la existencia misma de Israel. Terminar la ocupación significa, por lo tanto, destruir a Israel.

En sus últimos dos párrafos, Cohen nos ofrece dos estampas terribles que denotan que, efectivamente, ha perdido algo de contacto con la realidad.

Primero nos dice: “Creo que ese soldado es también una víctima. Hizo lo que se esperaba de él. El clima en Israel se volvió hostil al estado de derecho cuando llegamos a este terreno. El soldado cumplió con las instrucciones, o deseos, de personalidades públicas, rabinos, ministros y diputados, que han expresado su voluntad de que ningún terrorista salga vivo de ningún evento de este tipo”.

A ver si lo entiendo: el soldado es una víctima no porque haya un proyecto terrorista palestino, no porque haya un discurso de incitación a la violencia, no porque haya un objetivo claro y cínico de destruir a Israel y a su población, no porque un palestino se le haya lanzado a él y a sus compañeros con un cuchillo. Es una víctima porque Israel se volvió hostil al derecho y por culpa de sus gobernantes, ministros, diputados y rabinos.

Perfecto. Me quedó clarísimo.

Luego nos cuenta: “Un muchacho oriundo de Cabo Verde que estuvo de visita en Israel me dijo que se impresionó de la cantidad de armamento que circula en las calles. Yo enseguida me disculpé con el cliché común y corriente: -Bueno, tú sabes… la situación… Entonces él me respondió: No, me impresioné positivamente. Pienso en lo que sucedería en mi país si hubiera tanto armamento por las calles, sería una anarquía. En Israel en cambio es evidente la disciplina de todo el público en lo referente a armas de fuego, es algo que hay que elogiar”.

¿Y cuál es su conclusión? Esta: “En los últimos días sus palabras resuenan en mis oídos y pienso en lo que nos puede esperar como sociedad, si somos permisivos a que este tipo de “irregularidades” se conviertan en nuestra norma”.

A ver: el problema no es qué está pasando en la sociedad palestina, al punto que la sociedad israelí se ve obligada a andar armada en la calle (y, pese a ello, comportarse de un modo que deja impresionado a un observador extranjero). El problema no son los palestinos armados con cuchillos que andan buscando a un israelí para matarlo. No. Ellos no son el problema, nunca son el problema. ¿Por qué habrían de serlo, si ya establecimos que a un palestino sí se le debe conceder la posibilidad de recurrir a la violencia extrema, absurda y hasta contraproducente?

El problema –nada más, porque Cohen no menciona nada más– es que a los israelíes eso se les llegue a hacer normal.

Sólo le faltó decir que parte de la solución es que los israelíes anden desarmados aunque los palestinos anden buscando víctimas.

Oh, pero recuérdelo, querido lector: yo soy perverso porque repito el discurso oficial israelí. Tal vez hasta sea más problema que el palestino que corre con un cuchillo a intentar matar soldados, o ancianas, o niños.

Y supongo que su conocido de Cabo Verde también debe ser algo así como la perversión por antonomasia, porque ni se dio cuenta de que tenía que exhibir a Israel como un estado inmoral, ni se dio cuenta del fracaso del gobierno en materia de seguridad, y en cambio quedó positivamente impresionado por la disciplina, rigor y ética de una sociedad que anda armada en la calle, sin que eso se traduzca en un verdadero caos.

Hablando de perder contacto con la realidad.