FREDERICK TAYLOR

Entre 1618 y 1648, millones de civiles murieron por violencia, hambruna y pestilencia mientras los ejércitos arrasaban a lo largo de Europa Central en un conflicto salvaje por poder y religión.

Cuando fue firmado el tratado que terminó la Guerra de los Treinta Años, una cláusula famosa concedió perpetua oblivio et amnestia (olvido eterno y perdón) a todas las fuerzas involucradas. Representó el reconocimiento mutuo que cada parte había cometido actos igualmente inenarrables.

Trescientos años después, una guerra aún más cruel terminó con la derrota de la Alemania Nazi. La situación no fue comparable, sin embargo. Los aliados habían hecho cosas malas en la guerra, pero comparadas con lo que los secuaces de Hitler habían infligido sobre Europa, no hubo equivalencia realista. Millones de judíos y otros civiles inocentes habían sido asesinados en un proceso sistemático involucrando a incontables servidores del estado alemán. No podía haber ningún “olvidar y perdonar”: En eso el mundo civilizado concordó.

Andrew Nagorski es un ex jefe de oficina de Newsweek y autor de libros sobre Europa Oriental y la era nazi. “Los Cazadores de Nazis,” su relato vívido, de fácil lectura de cómo se hizo justicia (y, muy para el punto, no se hizo) después de la Segunda Guerra Mundial nos lleva hasta el día presente, abordando esta historia larga y a veces tortuosa con una evasión bendita del exceso escabroso a veces unido a dramas de “cazador de nazis.”

Naturalmente, “Los Cazadores de Nazis” no nos ahorra los horrores de Auschwitz, Dachau, Belsen y docenas de campos más pequeños pero a menudo igualmente bárbaros que fueron revelados cuando los aliados barrieron dentro de Alemania en 1945. Nadie que presenció estas visiones podría olvidarlas jamás o dejar de exigir justicia por estos crímenes. Nagorski recuerda con brío y satisfacción como al cabo de algunos meses del fin de la guerra la mayoría del liderazgo nazi, tanto como comandantes individuales de los campos de muerte y trabajo, fueron perseguidos, arrestados y se les ajustó cuentas.

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Los juicios de Dachau, llevados a cabo dentro de los recintos del ex campo de concentración a fines de 1945, fueron probablemente los más rápidamente y eficientemente seguidos de todas las acusaciones de posguerra. El caso contra los guardias de Dachau fue llevado no sobre la base de actos individuales específicos sino sobre la premisa que los acusados compartieron un “plan común” para operar una “maquinaria de exterminio”—un principio que se asemeja, aunque no es idéntico a la ley de conspiración. Treinta y seis de los 40 acusados fueron condenados a muerte. Después del juicio (también en Dachau) fueron impuestos castigos similares a guardias y funcionarios del campo igualmente infernal de Mauthausen en Austria.

“El Plan común” fue sólo aplicado al principio, sin embargo. Una vez que se prescindió de él (había quienes en Washington se sentían incómodos con ello), una maraña de procedimientos legales, sobrecarga probatoria, política y pura torpeza burocrática comenzaron a lentificar el sistema. Se volvió obvio que el proceso judicial no podía castigar a todos los culpables. Lo mejor que pudo hacer fue establecer el registro histórico y por sobre todo ejemplificar la justicia—tomar como chivos expiatorios a los pocos para sustituir a los muchos, esperando por lo tanto educar a la próxima generación.

En cualquier caso, la fase de justicia justa, donde los victoriosos pusieron pasión real en rastrear a los hombres (y mujeres también) culpables, fue relativamente corta. La urgencia desmesurada por castigar pronto comenzó a desvanecerse. Después de todo, 70 millones de alemanes tenían que ser alimentados y administrados, puestos nuevamente a trabajar, y llevados tan rápidamente como fuera posible hacia algún tipo de orden político y económico—en aras no sólo de su propio país arrasado por la guerra sino de Europa como un todo. No podían ser investigados y purgados todos ellos. Mientras tanto, había sido establecido un congelamiento entre los ocupantes occidentales y sus aliados soviéticos de antaño. La Alemania dividida se convirtió en un campo de batalla político—y potencialmente militar.

Para 1948, los ocupantes ya no estaban más mirando atrás sino adelante. Esto incluso se aplicó a los soviéticos, quienes comenzaron a reclutar a ex nazis en un estado comunista títere que estaban ocupados estableciendo en su zona. Los malhechores suficientemente afortunados para tener su día en los tribunales retrasado por un año o dos obtuvieron más absoluciones, menos tiempo en la cárcel y muchas menos condenas a muerte que sus camaradas desafortunados que habían sido juzgados en el apasionado período posterior inmediato a la victoria. En el Washington de la Guerra Fría pocos querían más conversación de los crímenes alemanes, de justicia y venganza. Como comenta Nagorski, el sentimiento entre la élite era que el público estadounidense sólo podía odiar a un enemigo a la vez, y ese enemigo ahora tenía que ser Rusia.

Las zonas occidentales de Alemania estaban mientras tanto uniéndose en un estado de unos 50 millones de integrantes. Sus ciudadanos mostraron poco deseo de detenerse en los errores del pasado. Había una economía a ser recreada, industrias destruidas y ciudades bombardeadas. En resumen, olvidar y perdonar se había deslizado dentro de la ecuación. Estas fueron noticias mal recibidas para los que todavía estaban sedientos de justicia.

Durante la primera época de la posguerra, investigadores judíos germano-parlantes como Simon Wiesenthal, Tuviah Friedman y otros sobrevivientes habían trabajado con escuadrones de arresto y fiscales de los Aliados. Friedman lamentó el hecho que, a medida que pasaba el tiempo, aunque sus expedientes estaban abultándose con documentos incriminadores, nadie estaba clamando por usarlos: “Los alemanes no los querían; los austríacos no los querían, ni tampoco los aliados occidentales, ni los rusos.”

Acusaciones adicionales tenían que ser iniciadas por las autoridades legales convencionales, y pocas llegaron a la realización. Apenas unos 1,600 criminales de guerra nazis fueron condenados alguna vez de homicidio. Rudolf Höss, comandante del campo de exterminio de Auschwitz, fue capturado por los ingleses y entregado a los polacos, quienes lo juzgaron y lo ejecutaron en abril de 1947. Años después, Fritz Bauer, procurador estatal de la provincia alemana occidental de Hesse, libró una batalla solitaria pero determinada para las acusaciones que, finalmente, llevaron a juicio a un grupo de los subordinados asesinos de Höss en Frankfurt a mediados de la década de 1960. El equipo, a veces controvertido, de esposos: Serge y Beate Klarsfeld, radicados en París, también luchó para mantener viva la búsqueda.

Nagorski matiza con cuidado la reputación de Simon Wiesenthal. Valiente, determinado e incansable en su trabajo (pero también en su auto-promoción), Wiesenthal hizo mucho por llevar ante la justicia a importantes criminales nazis a lo largo de los años, pero él no fue “el James Bond judío”, escribe el Sr. Nagorski. El autor también disipa el mito popular que comandos de élite israelíes pasaron décadas cruzando el mundo levantando a fugitivos nazis—muy célebremente, por supuesto, Adolf Eichmann, quien fue capturado de su escondite en Argentina y llevado a juicio en Jerusalem en 1961. Es una historia que el Sr. Nagorski cuenta en estilo emocionante, pero más bien una excepción. De hecho, hasta el fin de la década de 1950 el servicio secreto israelí estaba muy ocupado asegurando la supervivencia del joven país. Sólo cuando Israel comenzó a sentirse más segura, luego de la guerra de 1956, sus guardianes se aventuraron a seguir las pruebas que permitieron la captura de Eichmann.

Los centros individuales de documentación establecidos en el período posterior inmediato a la posguerra por Friedman, Wiesenthal y otros, habían servido originalmente como recursos para los “cazadores de nazis” patrocinados por el gobierno. Luego, cuando el interés oficial se desvaneció, sus fundadores se involucraron en forma independiente en la búsqueda. A lo largo de los años, con algunas excepciones dramáticas—incluidos el caso Eichmann, los juicios de Auschwitz en Frankfurt, el escándalo de Kurt Waldheim en Austria y el caso de Klaus Barbie en Francia—el propósito principal de estas instituciones y los rebeldes apasionados que las crearon se ha movido en la dirección de la recordación o, tal vez más precisamente, la prevención de olvidar. Los criminales de guerra ancianos continúan siendo procesados, aunque para ahora el suministro debe estar llegando su fin. En su lugar, los enemigos predominantes son los negadores del Holocausto, quienes durante muchos años han representado mucho más peligro para la humanidad que cualquier antiguo guardia de campo senil. En este contexto, la enorme masa de información acumulada por Wiesenthal, Friedman, los Klarsfeld y los otros héroes de la justicia de posguerra representa realmente un poder.

El libro de Nagorski es integralmente informativo y una lectura altamente envolvente. Puede haber aquellos para quienes no sea lo suficientemente sensacionalista. Bueno, para ellos siempre está la ficción.

Fuente: The Wall Street Journal
Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México