GABRIEL ALBIAC

Antes de ser gaseado en Auschwitz, Ullmann tuvo la asombrosa fuerza de componer en Theresienstadt una ópera: El emperador de la Atlántida.

Setenta y dos años antes de estrenarse en Madrid, El emperador de la Atlántida de Ullmann sonó en Theresienstadt, ciudad que fue la versión Gestapo de las “aldeas Potemkin”: decorado escénico que suplanta lo real.

En 1940, Reinhard Heydrich hace de Theresienstadt, en los Sudetes, su “campo-Potemkin”. Con una función material: ser estación de tránsito hacia la fábrica de cadáveres de Auschwitz-Birkenau. Y una función simbólica: ser soporte de la propaganda del Reich. El Führer regala una ciudad a los judíos, se titula el documental nazi que exalta ese prodigio humanitario en 1944.

En faraónica metáfora, Kurt Gerron, que lo dirigió, y cuantos en él participaron, fueron, tras el rodaje, ejecutados en Auschwitz. El documental enfatiza, en particular, el mimo hacia los niños. 15,000 menores pasaron por Theresienstadt. Los datos más benévolos cifran en 1.500 los supervivientes. Los menos, en 150.

¿Los adultos? 130.000 perecieron. Por allí pasó Adolphine. Y allí murió de hambre. Por allí pasó Maria. Antes de extinguirse en Treblinka. Castigo a la medida de su crimen: ser hermanas de Sigmund Freud. Pero, para mí, Theresienstadt es, ante todo, una imagen fechada en mayo de 1945, inmediatamente después de la liberación del campo. Escribí ya acerca de ella aquí, hace unos años. Lo recuerdo:

Tenemos la espantosa foto. Decir que es duro mirar los rostros de esos hombres con el pijama a rayas aún de los presos, es decir nada. ¿Hombres? ¿No es un escupitajo decir “hombres” ante ese rompecabezas de huesos que los alemanes no tuvieron tiempo para acabar de reducir a polvo antes de huir del avance aliado? No logran ni sostenerse. Pero, tirados sobre el suelo, acodados en tierra como malamente pueden, aún sonríen. No he visto nunca una cosa más triste que esa sonrisa suya, que parece estar dando enamorada bienvenida a la muerte. Casi en el centro de la foto, hay uno de ellos que se apoya dolorosamente sobre el antebrazo izquierdo. Y sonríe con un pliegue de los ojos y un minúsculo fruncir la comisura derecha de unos labios que se ven ya demasiado agotados para más esfuerzo. Es éste cuya ficha acaba de leer, en el improvisado hospital, la enfermera Kalouskova. “Se llama usted como el poeta surrealista”, le dice en su trabajoso francés, porque algo manda la piedad decir a los que mueren. Y es entonces cuando un rayo ha fulgurado en los ojos, quemados por la fiebre, que son ya lo único vivo de aquel que fuera un hombre. Y un esfuerzo de voz y de memoria sobrehumanos dicta su elegía testamentaria: “¡Sí, sí! Robert Desnos, poeta francés. ¡Soy yo, soy yo!” A un paso de ser nada.

Cuando Desnos transita a la nada, hace ya siete meses que Viktor Ullman había volado en ceniza. Pero, antes de ser gaseado en Auschwitz, Ullmann tuvo la asombrosa fuerza de componer en Theresienstadt una ópera: El emperador de la Atlántida. Puede escucharse en el Teatro Real de Madrid ahora. Si es que uno tiene fuerza para ello.