LIEL LEIBOVITZ

Seamos realistas: Independientemente de lo que suceda en noviembre, la Unión Americana sobrevivirá. Es cierto, tenemos todo el derecho de sentirnos indignados por la elección entre lo totalmente cínico y corrupto y un hombre inmaduro y trastornado, pero hemos pasado por peores cosas, y debemos creer que por cada Millard Fillmore – el hábil negociador que se mantuvo en el poder luego de firmar la Ley de Esclavos Fugitivos que dispuso el retorno de hombres y mujeres a sus amos – hay un Lincoln esperando, temblando de rabia y listo para ascender. Dejemos que América sea América de nuevo, como dijo el poeta Langston Hughes.

Pero esto no se aplica a los judíos.

Para aquellos cuyos nombres ahora están encerrados en múltiples paréntesis, la nación se transformará este otoño, pase lo que pase. Con Clinton o Trump, ya sea mediante una dolorosa derrota o una votación reñida, un Congreso dividido o un liderazgo partidista tanto en la Cámara como en el Senado – la política cambiará de maneras que aún no podemos empezar a comprender, marcando el final de más de medio siglo de auge de los judíos estadounidenses.

Los presagios están en todas partes. Incluso Steven Spielberg, el bardo optimista con los ojos abiertos, admitió recientemente que se equivocó al creer que el antisemitismo desvanecía. “El mundo”, dijo el padre de Tiburón,”está lleno de monstruos.” Pero el ocaso del sueño americano judío no es una película de terror; no se logrará mediante las sangrientas manos de maníacos. En cambio, se desliza sobre nosotros en una columna de miles de estadísticas diminutas fáciles de explicar mas no de ignorar. El fin de la judería americana se observa en todas partes.

Miren hacia la derecha, y verán a los líderes republicanos tratando de racionalizar lo que, para los judíos, es el hecho no negociable de que la intolerancia no debe ser tolerada, sin importar sus objetivos o circunstancias. Por supuesto que podría argumentarse por qué la élite del partido está en lo correcto al seguir la línea de Trump. Y, claro, es tonto esperar que cualquier partido político pague por sus principios con su vida. Pero si decidieron apoyar a su hombre, los republicanos deben dejar de equivocarse y darse cuenta de que no tienen otra opción más que respaldar a sus multitudes también. Con Trump al timón, el partido republicano ya no será el de Lincoln o Reagan, sino de aquellos que piensan que está bien excluir a los musulmanes, que se regocijan por los llamados para descalificar a un juez por su origen mexicano, de los que alegremente publican ilustraciones de cámaras de gas y bromean acerca de los hornos en Twitter. Será un partido de Hunos dirigido por un testarudo. Ninguna persona decente debe unirse a un partido así, pero los judíos tienen motivos particularmente resonantes para mantenerse lo más lejos posible.

Miren hacia la izquierda, y la situación no es muy diferente. Se trata del ascenso del planeta de los progresistas. Miren a los que han adquirido una educación universitaria, y descubrirán que mientras que sólo el 12 por ciento de ellos se identificaron como liberales en 1994, ahora representan el 47 por ciento, lo que, tal vez explica por qué dos tercios de los demócratas de 18 a 34 años de edad respaldan al senador de Vermont Bernie Sanders y sólo un tercio prefieren a la ex secretaria de Estado Hillary Clinton. Los jóvenes estadounidenses, según nos revelan las encuestas y los estudios, se acercan a un dogma progresista más perfecto, y las constelaciones políticas que forman probablemente no sean hospitalarias con los judíos.

Esto no debe sorprender a nadie. El progresismo puede ser uno de los conceptos más mutables en la política americana – su significado exacto tiende a cambiar dependiendo de quién habla, cuándo y con quién lo hace. Inspirándose en la idea del brillante Yuval Levin, no sería injusto decir que el progresismo es accionado por los motores gemelos y aparentemente contradictorios de la consolidación por un lado y la difusión por el otro: Económicamente, sus partidarios defienden las facultades reglamentarias del gobierno federal, mientras que culturalmente abogan por el respeto a las sensibilidades de las personas marginadas. Durante al menos seis décadas o más, los judíos americanos han viajado más o menos en la dirección opuesta, defendiendo una cultura de consolidación que es un telón de fondo necesario para integrarse, mientras apoyan políticas económicas moderadamente liberales que se enfocan en los individuos, no en las colectividades. No es casualidad que el presidente que recibió el mayor apoyo de los judíos estadounidenses en la historia moderna – Lyndon B.Johnson, dio vida a programas de seguridad social como Medicare y Medicaid, pero también aprobó una vigorosa reducción de impuestos para individuos y empresas, creyendo que no había mejor manera de fomentar el gasto y estimular la economía. Luego de haber comenzado la segunda mitad del siglo 20 motivados por la ansiedad de que los gentiles se burlarían de sus costumbres provinciales, los judíos americanos se asimilaron e incluso lograron infundir muchas de sus idiosincrasias en la cultura del país. Este instinto, esta afirmación de una identidad de todos los americanos que supera la asimilación más agresiva y tribal es precisamente lo que el progresismo ahora rechaza arduamente.

Curiosamente, este enfrentamiento ideológico puede verse en la lucha por Israel previo a la próxima Convención Nacional Demócrata. Al asignar al encuestador James Zogby y al profesor Cornel West como sus asesores, Sanders – quien dijo a principios de esta semana que no hay ninguna diferencia entre la política exterior de Clinton y la de Trump – no se compromete a una agenda concreta, sino que se alinea a un humor político que señala a Israel por calumnia. Consideremos, por ejemplo la diatriba de West en 2014 que llamó a los ataques israelíes en Gaza una “matanza de palestinos inocentes” y “un crimen contra la humanidad”, al tiempo que condena los ataques con cohetes de Hamas como meramente “ineficaces políticamente.” Se podría, por supuesto, definir sus comentarios como antisemitismo, pero el progresismo ofrece una explicación más convincente: Sigamos el progresismo contemporáneo a su conclusión racional, como lo ha hecho West en sus escritos, y no hay razón por la que no percibamos la nación cohesiva ejerciendo su derecho a la auto-defensa como inherentemente mala y el grupo terrorista como una banda de hermanos justos mal informados, privados de sus derechos. Aún con el triunfo de Clinton, los judíos deben esperar que esta lógica enrevesada y tóxica crezca entre los demócratas, como ha sucedido entre los laboristas de Gran Bretaña. El Partido Demócrata tampoco puede ser nuestro hogar.

Lo cual, en realidad, es una buena noticia.

Con payasos a la izquierda y racistas a la derecha, nosotros, los judíos americanos podemos despertar de nuestra siesta de 30 años y aprender nuevamente cómo ser una comunidad que plantea grandes ideas. Podemos construir nuevas instituciones que hacen más que preocuparse por la continuidad sin cuestionar lo que deseamos continuar. Podemos dejar a un lado las crecientes discusiones tontas sobre diferencias menores y dedicarnos a imaginar un futuro compartido motivado por metas comunes más audaces. Podemos recuperar el espíritu que nos ha impulsado a través de la historia – y luego se adormeció al integrarnos a la corriente americana. Seamos realistas: Nosotros, los judíos somos extraños. Ese es nuestro pesar y nuestra grandeza. Imaginen lo que podemos lograr si no somos motivados por los suaves temblores de la política partidaria, sino por el impulso de nuestros sentimientos, después de todos estos años, sin un hogar político.

No es necesario esperar hasta noviembre. No importa quién gane, los judíos ya perdimos. Ha llegado el momento de hacer lo que sabemos hacer: quitar las cenizas de encima, decir una oración y reconstruir.

Fuente: Tablet

Traducción: Esti Peled

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