JOHN BUSSEY

Ella preservó su tarjeta de identidad alemana, con su sello ‘J’, como una advertencia sobre el peligro en las sociedades impulsadas por el nativismo y el enojo.

Gran cantidad de estadounidenses están probablemente sintiéndose un poco mexicanos estos días. Puedo comprender por qué.

Como el Juez de Distrito de EE.UU., Gonzalo Curiel—a quien Donald Trump ha criticado como un “juez mexicano” supervisando injustamente demandas legales contra la Universidad Trump—más de 30 millones de ciudadanos estadounidenses son estadounidenses de segunda generación. Al menos uno de sus padres nació en el exterior. Curiel nació en Indiana, su padre y madre en México.

Mi madre nació en Berlín pero ella fue, en una forma de hablar, la mexicana de su tiempo—al menos en el contexto de la historia social de Estados Unidos. Una judía, una refugiada, una inmigrante de Alemania en un tiempo de guerra—nada de esto la hacía ver bien con los estadounidenses en 1940.

Había incluso una figura popular en Estados Unidos en la época arremetiendo contra inmigrantes de su tipo. El Padre Charles Coughlin, un sacerdote que operaba desde Detroit, atrajo a millones de oyentes a sus transmisiones radiales nativistas. Su atractivo era tan divisivo que la administración Roosevelt finalmente intervino para sacarlo del aire.

Mi madre y sus padres habían sido expulsados de Berlín por los nazis en 1937 cuando ella tenía 11. Vivieron en Ámsterdam por dos años y luego llegaron a los Estados Unidos. Mi abuelo literalmente cojeó a través de la frontera, su andar fue arruinado por una herida de granada sufrida en la Primera Guerra Mundial, luchando por una Alemania diferente.

Ninguno de ellos hablaba bien el inglés. Los padres de mi madre abrieron una pequeña tienda de vestidos en Alexandria, Va. Entonces mi madre se puso a trabajar en asimilarse, en la medida que pudo. Fue a la escuela. Ingresó a la universidad. Una vez un joven en una reunión de la universidad le pidió bailar, y ella lo observó darse la vuelta y alejarse cuando se enteró que el apellido de ella era Levy.

Ella se casó (con un católico no practicante), tuvo tres hijos, obtuvo un doctorado, trabajó como economista en el Departamento de Trabajo, tuvo trabajos temporales en las Naciones Unidas y el Banco Mundial, escribió libros, se convirtió en árbitro laboral y, para la época en que murió, en 1996, hablaba cinco idiomas.

Mi madre, como millones de estadounidenses de primera generación antes que ella, hizo todo bien.

Pero incluso una sociedad educada, gobernada por la ley, puede cortarse a lo largo de las líneas tribales, como vemos nuevamente en la polvareda sobre el Juez Curiel y más generalmente en esta campaña presidencial. Mi madre sabía eso también. A pesar de todos sus logros—ella era vocalmente agradecida de ser una estadounidense—aquí está cuan “mexicana”, cuan otra, se sentía todavía mi madre al final de su vida.

Mujer organizada, ella había destilado su papeleo a su esencia para el momento en que mi hermano y yo abriéramos su caja fuerte después de su muerte. En la caja estaba su testamento, la escritura de la casa y la factura de su coche—los efectos materiales de una historia rutinaria y exitosa de clase media estadounidense. Sólo había otro elemento.

En lo alto de la pila había un documento antiguo, sólo cuatro páginas y el tamaño de un pasaporte. El exterior lleva una foto de mi madre cuando tenía 11 años de edad, una niña pequeña con cabello corto y una gran sonrisa. En el interior está su información de identidad emitida por el Deutsche Generalkonsul en Ámsterdam en 1937, confirmando su condición como ciudadana estadounidense. Cruzando su foto está el sello nazi, el águila y la esvástica.

De hecho, el burócrata alemán selló dos veces la foto de la pequeña niña, y el resto de la página tres veces más, marcando un punto. Y dentro del documento hay una letra “J” grande y roja, cinco veces tan grande como cualquier otra impresión en la página. Era por “jude.” Judía.

De todos los otros documentos que ella pudo haber incluido en la caja, mi madre eligió sólo este.

Era un recordatorio del poder ejercido sobre los débiles, del nativismo y el enfado, de la sociedad dirigida por la tribu no el derecho. Para mi madre estadounidense, el peligro siempre estuvo a la vista.
John Bussey es editor asociado de The Wall Street Journal.

Fuente: The Wall Street Journal
Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México