IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Amanecemos con la noticia de que Inglaterra ha decidido, en un referendum, salir de la Unión Europea. En muchos sentidos, esta maniobra es consecuencia de un proyecto tan antiguo como imposible: la unidad europea.

Europa tiene dos severos defectos en su genética política. El primero es su espíritu colonialista; el segundo, su nostalgia imperial.

Por supuesto, ha evolucionado. Su afán de influir en el mundo ya no es mandando barcos para conquistar territorios asiáticos, africanos o americanos, o para secuestrar gente y venderla como esclavos. Y su concepto de Imperio ya no es una estructura política centralizada con un emperador dando órdenes incuestionables.

En vez de todo ello, llevan algún tiempo intentando “fomentar” los Derechos Humanos y la democracia en todo el planeta, y construyendo lentos pero pacientes tratados para caminar hacia la unificación del continente. Ya lo habían logrado parcialmente por medio de la Unión Europea y el uso del Euro en la mayoría de sus países, además de políticas comerciales y laborales de fronteras abiertas que, en buena medida, le facilitaron la vida a muchas personas y empresas durante mucho tiempo.

Pero la idea colonialista allí sigue. La noción de que el europeo “debe explicarnos cómo debemos vivir” no se les ha bajado. Esta es, por ejemplo, la tara ideológica que arruinó al marxismo como proyecto histórico. Marx mismo fue víctima de esa traba intelectual al creer que desde su escritorio de filósofo en Alemania podía explicar cómo funciona toda la humanidad (y no fue el único).

Europa nunca entendió que cada continente tiene una psicología distinta, determinada por las condiciones naturales de vida que pesan sobre cada grupo humano.

Por ejemplo, es materialmente imposible hablar de “una mentalidad asiática” o “una mentalidad africana”, porque son continentes tan grandes y complejos, que resulta inútil intentar equiparar a un africano musulmán, sahariano y cuyo entorno natural es el desierto, con uno cristiano, subsahariano y cuyo entorno natural es la selva. Tienen historias distintas, culturas diferentes, percepciones del mundo y de sí mismos incompatibles. Del mismo modo, un japonés no tiene ningún elemento para sentirse equivalente a un iraní.

En cambio, Europa es pequeña. Físicamente, muy pequeña. Se puede recorrer a pie, porque uno no termina de salir de una población cuando ya está llegando a otra.

Por esa razón, la Historia de Europa ha sido básicamente una y la misma desde la Edad Media. Cuando las invasiones bárbaras pusieron fin a la estructura imperial romana, pero culminaron en la fascinación germánica por la civilización latina, surgió el primer intento de unificar a Europa al amparo de los monarcas del Sacro Imperio Románico Germánico.

Fue un proyecto al que se le invirtió mucho, tanto en lo económico como en lo político, militar, cultural y hasta religioso. De todos modos, fue un proyecto que nunca funcionó del todo. La única institución que logró mantener cierta homogeneidad (por lo menos a nivel oficial, aunque no necesariamente se reflejase en los hechos) fue la Iglesia Católica, pero su control se derrumbó definitivamente con el surgimiento del Protestantismo (que en Octubre del próximo año celebrará sus 500 años de aparición). Después de ello, las diferencias entre los diferentes grupos europeos se fueron enfatizando cada vez más, y el asunto llegó a su clímax con las dos guerras “mundiales” (en realidad, europeas; pero qué se le va a hacer: se sienten el centro del universo) entre 1914 y 1945.

Entre ambas conflagraciones, se calcula que murieron alrededor de 63 millones de personas. Se trata, entonces, del momento más brutal en la Historia de la humanidad.

La reacción europea después de semejante cataclismo humano fue la más lógica: cambiar el rumbo y decantarse por otro tipo de estrategias para resolver las diferencias entre un país y otro, entre un grupo y otro. El resultado inmediato fue la renovación de la Sociedad de las Naciones, que marcó el surgimiento de la ONU.

Pero les volvió a ganar el espíritu colonialista: Europa se sintió obligada a “educar” al resto de la humanidad.

Es evidente que dicha educación no funcionó. Cada continente, cada región, cada país, tiene su propio proceso histórico, y la Historia ha demostrado una y mil veces que es IMPOSIBLE transferir la experiencia de unos a la realidad de otros.

Por ejemplo, ahí está la simple explicación de por qué el capitalismo no ha funcionado en América Latina como sí ha funcionado en Europa. Fácil: el colonialismo europeo impuso aquí sus sistemas de organización económicos, laborales, industriales, comerciales, etc. Pero las sociedades de este lado del mundo habían evolucionado bajo otros parámetros, otras condiciones, otros paradigmas. Por consecuencia, el resultado no fue el mismo y América se vio reducida a ser, en muchos lugares y muchos momentos, sólo una mina útil para el saqueo y la explotación.

Es la misma razón por la que tampoco funcionó el socialismo: en Europa, esta otra ideología ha sido resultado de la experiencia capitalista. Aquí, ha sido consecuencia de una exportación ideológica basada en el mismo concepto colonialista: “yo europeo te ilumino a ti, aborigen de cualquier lugar del mundo”. ¿El resultado? Proyectos socialistas que se convirtieron en rotundos fracasos, como el cubano, o incluso en extremos desastres inverosímiles para lo que se supone debería ser el siglo XXI, como el venezolano.

Todos estos problemas no sólo se hacen presentes de Europa hacia afuera. Es decir: no sólo tienen que ver con el afán de Europa de tomar su propia experiencia y trasladarla hacia otros lugares. Son problemas que también se dan hacia adentro, hacia la propia personalidad europea.

En ese nivel, el error europeo fue tenerle una fe ciega a que su multiculturalismo se vería equilibrado de manera automática.

La condición irremediable que sentó las bases del problema fue, desde un principio, el fenómeno migratorio. Es obvio: Europa saqueó a todo el mundo; luego entonces, se llegó a un punto de la Historia en el que gente de todo el mundo se trasladó hacia Europa. Es una situación inevitable en las economías extractivas: cuando la riqueza de un lugar es usada para el beneficio de un lejano poder imperial, tarde o temprano la gente seguirá la ruta de esa riqueza, aunque tenga que viajar hasta el otro lado del mundo.

Se supone que a partir de la II Guerra Mundial Europa había logrado un nuevo nivel de conciencia, e incluso abrió las puertas a esa inmigración en un afán de corregir el rumbo que había llevado a la humanidad a una guerra de proporciones apocalípticas.

Pero allí vino su nuevo fallo: creer que los inmigrantes (principalmente asiáticos y africanos) podrían adaptarse por sí mismos a la idiosincracia europea.

Es obvio que eso era imposible. Eran grupos humanos con otra experiencia, educados en otros contextos y portadores de otros paradigmas, que ni siquiera poniendo toda su voluntad de por medio hubieron logrado hacerse “verdaderos europeos”.

Los primeros grupos que se establecieron y multiplicaron en Europa lo hicieron mejor, pero las oleadas de migrantes de los últimos 25 años están en el otro extremo. Lejos de integrarse a la cultura europea, han creado verdaderos ghettos en donde han tenido toda libertad para reproducir los vicios de las sociedades decadentes de las que huyeron.

Al tiempo que los europeos históricos estaban construyendo las bases de un nuevo “imperio románico germánico” –en su versión “decente”– y buscando los modos para reforzar la unidad, los grupos de migrantes –especialmente musulmanes– sentaron las bases para hacer de Europa una ensalada sin pies ni cabeza lista para explotar en cualquier momento.

Durante la Guerra Fría, dos proyectos europeos compitieron con todo: el soviético contra el de la OTAN (aliada, por supuesto, a los Estados Unidos). La debacle de la ex-URSS pareció resolver el asunto, pero la ilusión duró muy poco. Apenas unos 15 años.

¿Qué fue lo que falló? En esencia, el control de las múltiples poblaciones que coexisten en un espacio geográfico tan pequeño. Si los propios europeos históricos ya habían tenido todo tipo de problemas, la llegada de muchos grupos asiáticos y africanos complicaron más el asunto.

A partir de un lógico –pero peligroso– remordimiento de conciencia, la política europea en general se decantó hacia tratar con demasiadas consideraciones a estos grupos migrantes.

Error: un Estado no puede y no debe renunciar al uso de la fuerza. Es –Weber dixit– uno de los aspectos que lo definen como estructura jurídica.

Pero la terrible experiencia de la II Guerra Mundial –revivida después por la brutalidad de la Guerra Civil de la ex-Yugoslavia– hizo que los gobiernos europeos se inventaran mecanismos legales para evitar al máximo cualquier cosa que pareciera “represiva” o “violadora de las garantías individuales”.

Suena fuerte decirlo, y sospecho que hasta se ha vuelto políticamente incorrecto, pero los grupos migrantes tenían que haber sido obligados –por la fuerza, de ser necesario– a asimilarse a la cultura europea. Si se hubiera hecho en su momento adecuado, el uso de la fuerza no habría llegado a niveles de violencia importantes, salvo en casos excepcionales.

No se hizo. Europa tuvo miedo al rigor en su afán por no hundirse otra vez su pasado colonial que impuso a sangre y fuego su política, su comercio y su religión, y cuando despertó se topó con la molesta realidad de que los nuevos europeos, los que ahora lo son por adopción, ni siquiera tienen interés en conocer la experiencia europea que llevó a países como Francia, Alemania o Italia a luchar por construir un mundo de Derechos Humanos o garantías individuales.

Europa es un gigante envejecido, somnoliento y sin capacidad para reaccionar. Suponen que sonriendo a los extremistas islámicos –sobre todo a los palestinos– van a ponerlos de buen humor y se van a calmar. No importa que ya se hayan dado violentos atentados terroristas en Londres, Madrid, París y Bruselas, y que cada día se tenga que vivir en estado de alarme ante la posibilidad de un nuevo ataque (como el que casi se convirtió en una tragedia ayer en Alemania).

¿El resultado? Mientras una Europa dormilona no logra salir de su letargo, la otra, la que fue derrotada en la II Guerra Mundial, sigue afilando sus armas para regresar al poder.

Es la Europa nacionalista que no cree en la unificación, en la unidad europea. Es la Europa de derecha, xenófoba y racista, que si no encuentra soluciones inmediatas a sus inquietudes opta por la violencia sin ningún remordimiento de conciencia. Es la Europa que, a lo largo de los siglos, protagonizó las grandes batallas que inundaron de sangre al continente una y otra vez, hasta llegar a las dos grandes guerras del siglo XX.

Desde hace varios años venimos anunciando en estas páginas el paulatino crecimiento de este tipo de movimientos en Francia, Alemania, Austria, Suiza y Holanda. En los últimos procesos electorales han ganado cada vez más espacios, más escaños. Recientemente estuvieron a punto de tomar el poder en Austria, y poco antes estuvieron a punto de controlar el congreso en Francia.

Ayer se acaban de anotar su verdadera gran victoria inicial: Inglaterra ha decidido abandonar el proyecto de unidad europea. Replegarse hacia sí misma. Apostar una vez más por el proyecto individualista. Con ello, los grupos de esas mismas tendencias que pululan por todo el continente gozarán de un nuevo impulso.

La situación general los ayuda: comunidades musulmanas que lejos de buscar la integración se mantienen segregadas –antes, porque no les daban alterantivas; hoy, por gusto y convicción–, jóvenes que con mucha facilidad se decantan por los extremismos terroristas, una pérdida total de la capacidad para influir en Medio Oriente, y una cada vez mayor incapacidad para enfrentarse al nuevo zar ruso, Vladimir Putin.

Los europeos jóvenes, muchos de ellos en proceso de definir sus tendencias ideológicas, no encuentran en este momento muchas razones para apostar por la unidad y la diplomacia.

Me temo que la salida de Inglaterra de la Unión Europea es el principio del fin.

El sueño unificador está terminando; los nacionalismos van a la alza; Europa regresa a su perfil tradicional vigente hasta 1945, y que desapareció sólo en apariencia durante un par de generaciones.

Y todo por no aprender de su propia Historia. Cuando tenían que dejar de ser violentos e irracionales, no lo hicieron; cuando tenían que aprender a usar la fuerza de manera firme pero efectiva, equilibrada, tampoco.

Se está preparando el panorama para la próxima guerra, la que sostendrán en su propio territorio los europeos nacionalistas contra los musulmanes que quieren hacer del continente un nuevo califato islamista. Irremediablemente, los musulmanes que nunca quisieron decantarse por ese extremismo serán las víctimas inocentes de esta tragedia.

Mientras tanto, Putin observa desde Moscú. Es un gobernante sin consideraciones, inmisericorde; pero es un tipo sorprendentemente sensato, en el sentido de que sabe qué cosas son posibles y qué cosa no lo son. Le sobra paciencia. Tan pronto vea el hueco por el cual colarse a robar otro poco de influencia y de poder, lo hará.

Más al sur, el Medio Oriente va a redefinirse gracias al sunismo moderado (o más bien, no tan extremista) e Israel. Al igual que Europa, el proyecto colonialista chiíta dirigido por Irán va rumbo al fracaso. Es insostenible. Y al igual que los Estados Unidos, Europa ha perdido casi por completo su capacidad de influir en la construcción de una nueva realidad.

Su obsesión anti-israelí, reflejada en boicots, etiquetas y una sistemática persecución diplomática contra la única democracia en la zona, hizo que Israel abriera sus vínculos políticos y comerciales hacia el este. Los buenos negocios ahora están en Rusia, en China, en Malasia, en Singapur.

El mundo se renueva, y el occidente post-cristiano se queda afuera de la reorganización.

Estados Unidos tiene cómo sobrevivir. Es una potencia enorme. Torpe, pero su puro tamaño le da crédito para seguir adelante a lo largo de este siglo, con alguna remota posibilidad de corregirse.

Pero Europa ya no tiene eso. Sólo le queda Alemania, el único país que todavía tiene un pleno control de sus situaciones internas, y que tiene los suficientes recursos y la suficiente disciplina como para sostener el proyecto de la Europa unificada. Hasta que se harte, por supuesto. Y las tendencias señalan que eso puede pasar, tarde o temprano.

Inglaterra optó por abandonar el barco, abandonar la Historia. No es una medida que le vaya a beneficiar demasiado. Simplemente, se quedará con el consuelo de decir que también asistió al colapso de una gran civilización, pero que por lo menos lo hizo por su cuenta propia. Cayó, como toda Europa, pero no con el resto de Europa.

Se cierra el ciclo. Se cumple otra de esas etapas que duran siglos y siglos.

Y lo único que nos queda claro es que Europa reprobó. Tendrá que recursar. Lamentable, porque –ya lo señalé– son procesos de mucho tiempo, y siempre terminan por costar muchas vidas.

Pero son necios.

@IrvingGatell