ENRIQUE KRAUZE

Es iz shver tzu sein a Yid. It is hard to be a Jew.

Sospecho que en el fondo de muchas de las preguntas que nos ocuparán en este seminario, resuenan las melancólicas palabras de Scholem Aleijem. Si la identidad judía en la Diáspora no enfrentara, una vez más, las viejas amenazas de identidades exclusivas y excluyentes que rivalizan con ella, no estaríamos aquí.

Si la identidad judía en la Diáspora no enfrentara nuevos y difíciles retos en un mundo que oscila entre el fundamentalismo religioso, las identidades múltiples y la pérdida absoluta de identidad, no estaríamos aquí. Por eso creo que una forma de abordar la situación del judío actual fuera de Israel es examinar someramente la historia de esa dificultad aludida por Scholem Aleijem. Por lo demás, no tengo otra perspectiva. No soy filósofo sino historiador: me he acostumbrado a creer que el sentido de los hechos se comprende por su desarrollo en el tiempo. Es difícil ser judío por las razones de siempre y es difícil serlo por nuevas razones. Delinear la historia de esa dificultad hasta llegar a la dificultad de hoy, es el modesto propósito de estas páginas.

La Diáspora judía, como todos sabemos, es una historia de intolerancia, persecución y, con cierta frecuencia, de exterminio. Hubo también, es verdad, largos períodos de franco florecimiento: la “Goldene Epoje” en España, de la que, basados en la obra de Graetz, nos hablaban nuestros maestros; la relativa paz de los siglos en los somnolientos y piadosos shtetls del reino de Polonia; el liberalismo tolerante de Holanda e Inglaterra; el gran movimiento de emancipación humanista en la Alemania de la Ilustración y la Francia postnapoleónica. En cada uno de esos experimentos históricos, pareció que al fin era posible remontar la intrínseca dificultad de ser judío: el odio a la otredad. Todos sabemos también donde terminaron esos ensayos de convivencia.

Un sobreviviente me contó alguna vez la historia de un pariente suyo, ya muy viejo, que en las primeras semanas de la Guerra llegó a Bialystock huyendo –a pie, desde luego- desde su Wyszkow, la pequeña ciudad de la que era oriundo, la primera en ser bombardeada por los aviones nazis y de las primeras en sufrir asesinatos colectivos de judíos. En harapos, con la mirada perdida, el anciano musitó sólo tres palabras, “Nishto kein Got”, y murió. No sólo era difícil ser judío. Era imposible.

Conscientes de que la excentricidad judía sería cada vez menos tolerada en la Europa, desde mediados del siglo XIX y sobre todo en el XX, los judíos europeos habían discurrido varios caminos modernos para superarla: el Sionismo, el Socialismo, el Bundismo, el Comunismo. Otro sector optó por la vieja receta de la asimilación. Quizá el grupo más numeroso prefirió no hacerse preguntas, no buscar salidas sino volcarse hacia adentro y hacia el pasado, seguir fiel en las diversas variantes de la ortodoxia o el Hasidismo, a los preceptos religiosos de cada día, y confiar en Dios. Al margen de estas filiaciones, los millones que permanecieron en Europa (incluidos los asimilados, por supuesto) fueron exterminados junto con su cultura, su idioma y su religión. Quienes quedaron en la órbita soviética, ya sea por ser oriundos de ella o por haber migrado durante la guerra, salvaron la vida pero no la cultura, el idioma ni la religión. Siguiendo olas anteriores, centenares de miles emigraron, algunos a Palestina, la mayoría a América, no sólo la anglosajona sino la española y portuguesa también. Éstos constituyen, junto con las comunidades europeas modernas, el corazón de la Diáspora occidental.

En Latinoamérica los judíos no encontraron la tierra prometida pero sí un espacio casi libre de antisemitismo. Del viejo antisemitismo religioso de tiempos coloniales sólo quedaban leves vestigios en el lenguaje y la mentalidad popular. El nuevo antisemitismo racial europeo tenía, como escribió Jorge Luis Borges, un carácter “faximilar”: una copia artificial del original, una copia sin raíces en la historia. En estos países, los judíos llegados de Europa (o aún antes, de ciudades del Medio Oriente como Aleppo o Damasco) pudieron prosperar libremente por más de un siglo, hasta casi olvidar la dificultad de ser judíos. Si vinculamos esta historia con la trayectoria mucho más larga y fructífera de los judíos en Estados Unidos, debemos concluir que América, toda la América, ha sido –quizá como ninguna otra región del mundo moderno, incluida Europa occidental- la nueva “Goldene Epoje” de la historia judía. Vista en el espejo de la persecución milenaria, la situación en América parece a tal grado excepcional que acaso la mayor dificultad de ser judío ha consistido en la falta de dificultad de ser judío.

El Holocausto tuvo, en casi todo el mundo occidental, el efecto de abrir una nueva tregua en la hostilidad milenaria contra los judíos, una tregua que en su momento pareció permanente. El judío de la Diáspora se encontró de pronto con una inmunidad adquirida a un costo monstruoso que nadie, nunca, hubiera querido pagar. En los tiempos de postguerra hasta los años setenta, aún los enemigos acérrimos de los judíos debían hablar en voz baja, secretar sus odios en silencio. Como consecuencia de la tregua, en buena parte de la Diáspora (salvo en la Unión Soviética y sus países satélites) se abrió la posibilidad franca de vivir como judío (religioso o secular) entre no judíos. Y a esta condición propicia se sumaba otra más, completamente inédita y promisoria: el prestigio casi unánime de Israel.

El aura de Israel

En la Diáspora de la Diáspora, en esa zona poco explorada de arqueología criptojudía que es México (ahí emigraron muchos judíos españoles y portugueses durante los siglos XVI y XVII, para luego perecer en la Inquisición y desvanecerse en la ineludible asimilación y el olvido) fui testigo y beneficiario de esa naturalidad de ser judío debida, ante todo, al clima de tolerancia característico de la América Española pero también, repito, a la tregua posterior al Holocausto y al aura de Israel.

Mi familia había llegado a principio de los años treinta, procedente de Polonia. En México rehicieron su vida polaca (con todo y las viejas querellas ideológicas, cada vez menos pertinentes a su circunstancia) comiendo frutas tropicales, santificando (o no) las fiestas, en un entorno de libertad. Todos arraigaron, con salud y trabajo, mirando lo menos posible (ésa es la verdad) al espantoso destino de sus familiares en Europa. No obstante, el miedo atávico los acompañó siempre. Recuerdo el terror de mi bisabuela materna al verme llegar a su pequeño departamento vestido con el uniforme azul y blanco de la escuela y una notoria Estrella de David en el brazo. Me suplicaba ocultarla. Quizá nunca entendió el milagro de que su nieto y sus amigos caminaran con toda libertad mostrando públicamente su identidad sin temor de ser agredidos. No sólo eso: la bandera de Israel ondeaba junto con la de México en las escuelas judías y se abrían escuelas y hospitales con el nombre de Israel.

Para muchos de mis compañeros Israel no fue un símbolo sino una nueva patria. Hicieron la Aliyah y agradecieron a México haber sido una estación más en el peregrinaje hacia la Tierra Prometida. Pero la inmensa mayoría se quedó a seguir construyendo la vida con la doble identidad judía-mexicana y un apego romántico a Israel. Es mi caso. Yo me eduqué en la Escuela Israelita de México. Estudié en Yiddish pero muy pronto –para desconcierto de mi abuelo Bundista- comencé a aprender rudimentos del hebreo. Supe de las nuevas ciudades de Israel, las técnicas de irrigación, la educación de los inmigrantes, el pasmoso renacimiento de los judíos de vieja estirpe árabe o sefaradí venidos de África o el Lejano Oriente, los hallazgos arqueológicos y hasta los cantos y bailables. Yo no era israelí, pero saber que podía optar por serlo, enriquecía mi identidad y me daba fortaleza. Israel salvó a millones de judíos de manera directa y creo que salvó a la Diáspora de hundirse en la desolación y el miedo posteriores al Holocausto. Frente al aniversario de la sublevación del Ghetto de Varsovia estaba Yom Hatzmauth. Frente a las fotos de los campos de exterminio estaban las fotos del desierto floreciente. Y frente a la canción de los Partisanos estaba Am Israel Hai.

El cuadro cambió en 1967, pero no nos dimos cuenta. Casi nadie vio la derrota en la victoria. La matanza de Munich y la Guerra del Yom Kippur comenzaron a despertar nuestra conciencia. Sabíamos que seguía siendo difícil, heroico, ser judío en Israel, pero no imaginábamos el grado futuro de esa dificultad. Menos aún supimos ver los gérmenes de discordia en el conflicto con los palestinos. Extrañamente, el problema se planteaba sólo en términos seculares y nacionales, lo veíamos como una derivación del conflicto árabe-israelí. Si se resolvía éste, se disolvería aquél.

Por esos años conocí a Gabriel Zaid y entendí que no se disolvería, porque la ecuación propuesta era falsa. Zaid es uno de los más inteligentes y originales escritores de lengua española. Le pregunté si era árabe. “Soy palestino”, contestó, y me narró el éxodo forzado de sus padres en los años treinta desde Bethlehem hasta Ciudad Victoria, en el noreste de México. Me di perfecta cuenta que el tema de Israel lo perturbaba: “Es una realidad irreversible pero injusta. Europa debió pagar su culpa de otro modo. Israel pudo haberse establecido entre las dos Alemanias”. Sus palabras me lastimaron y me parecieron injustas. Me lo siguen pareciendo ahora, pero con matices nacidos de la historia (vivida, presenciada y leída) de estos últimos treinta años. No sabía entonces lo que ahora sé.

Estoy seguro que mi cómoda historia de judío Baby-boomer en América (la americana o la española) se parece a muchas otras en Buenos Aires, Lima, Nueva York, Sidney, Londres o Paris. Ser o no ser judío no era un problema. La identidad no era un problema. Y aunque no considerara la posibilidad de emigrar a Israel, Israel me importaba e inquietaba. Si me respetaba yo mismo como judío, tenía que pensar en Israel, no podía soslayarlo.

Lo hice a través de los libros. En 1977 leí a Saul Bellow, que acababa de publicar un libro desolador: To Jerusalem and Back. Para entonces ya trabajaba yo en la Revista Vuelta con Octavio Paz y escribí una reseña crítica. La mirada de Bellow –apunté entonces, como si fuera extraño o excepcional- estaba demasiado impregnada por el Holocausto. En la conciencia desgarrada de aquel notable escritor, se abría paso la más aterradora pesadilla: Israel podía no ser más que un espejismo, una construcción febril y efímera, un campo de concentración. A esto lo llevaban los temores que yo no compartía.

Con el paso del tiempo, crecieron las dudas. Traduje para Vuelta una entrevista de Gershom Scholem en la que el gran scholar reprobaba severamente el mesianismo político. Pero quizá el documento clave de mi tardía confrontación con los trágicos dilemas de Israel fue la publicación en 1980 de la “Carta abierta a Menachem Begin” de Jacob Talmon, moderno profeta Amós que, como aquél, pareció obedecer la voz de Dios: “Escucha y atestigua contra la casa de Israel”. La carta, titulada “La patria peligra”, había sido escrita por Talmon semanas antes de morir. La política de asentamientos y la ocupación de los territorios palestinos –sostenía Talmon– constituían “un error fatal”: “El deseo de dominar e incluso gobernar una población extranjera hostil que difiere de nosotros en idioma, historia, economía, cultura, religión, conciencia y aspiraciones nacionales, es una tentativa de revivir el feudalismo […] La combinación de sometimiento político y opresión nacional y social, es una bomba de tiempo.”

Más ominoso aún que esos problemas seculares era para Talmon el resurgimiento de una variante peligrosa del viejo mesianismo judío, que había interpretado la victoria en la Guerra de los Seis Días de 1967 como una especie de compensación metahistórica de la tragedia del exterminio nazi. “Nada hay más despreciable ni dañino que usar sanciones religiosas en un conflicto entre naciones”, advertía, coincidiendo con Scholem. Talmon profetizó con todas sus letras que esa mezcla maligna de la esfera religiosa con la política desvirtuaba por completo el sentido espiritual de Israel y el legado moral del pueblo judío, y corría el riesgo de “provocar en los musulmanes una Yihad”.

Visité Israel en 1989, tras la Primera Intifada. Encontré un país dividido, receloso, profundamente preocupado, en el que avanzaba la conciencia de un pecado de origen: el desplazamiento forzoso de los palestinos. Al poco tiempo, una nueva historiografía revisionista comenzó a registrar esa otra historia, la versión de los padres de Zaid, la historia palestina, que develó además datos que manchaban el aura tolerante y liberal de los sionistas fundadores. Aquel mea culpa por parte de los israelíes, y la creciente voluntad de llegar a un acuerdo con los palestinos, parecían condiciones suficientes para aliviar el problema. No fue así. Y es que un irreductible elemento había entrado de lleno en la escena: el fanatismo de la identidad religiosa.

La profecía de Talmon se cumplió finalmente. Israel perdió su aura. Y los judíos de la Diáspora perdimos buena parte de nuestra cobertura espiritual. “Nuestro legado moral” quedó en entredicho. La nueva dificultad de ser judío está ligada ahora, indisolublemente, a nuestra postura frente al Estado de Israel.

Viejos y nuevos predicamentos

Se dirá que todo este proceso que tuvo lugar en las dos últimas décadas del siglo XX comprometía sólo a Israel y no a la tranquila y próspera Diáspora americana. Hasta cierto punto es verdad y ahí reside, precisamente, una de las tensiones más delicadas entre los dos ámbitos. Los 60 años de Israel han sido de guerra permanente. Los 60 años de la Diáspora han sido de olímpica paz. No hace mucho, A.B. Yehoshua trajo a colación este punto, en su dura invectiva contra la indiferencia de la Diáspora. Pero en años recientes, aún la Diáspora latinoamericana ha resentido las dificultades. ¿No había sido Argentina, en 1994, el escenario de un ataque terrorista financiado y orquestado por Irán, que costó cientos de vidas? En la cuenta larga de la Historia, aquel atentado prefiguró claramente al 9/11.

En ese sentido -el viejo, milenario sentido- la frase de Scholem Aleijem ha vuelto a ser vigente: no sólo en Israel, pero sobre todo en Israel, es extremadamente difícil ser judío, tan difícil como lo implicaba la escalofriante hipótesis de Bellow. Quizá no debemos sorprendernos: “Cuando no haya judíos en la faz de la tierra” – me dijo el sombrío Marek Edelman, héroe del Ghetto de Varsovia- habrá todavía antisemitismo”. Ser judío ha vuelto a ser difícil, o al menos incómodo, en el corazón de Europa y hasta en Inglaterra. En cuanto a nuestros países, en la prensa y la academia es cada vez más notoria la presencia de un antisemitismo de izquierda que repite las viejas consignas del de derecha. En todos los casos, Israel es la manzana de la discordia. Varios críticos de Israel, judíos muchos de ellos, han reclamado que se amalgame su postura ante Israel con el antisemitismo. Tienen razón, pero no es menos cierto que varios autores realmente antisemitas se escudan en la crítica a Israel.

Hay un ángulo en el problema que debería hacer reflexionar a las conciencias liberales en el judaísmo. Y es que no sólo los antisemitas enmascarados (como José Saramago) pueden ostentar ya libremente sus prejuicios y comparar la situación Palestina con Auschwitz. También otras voces amigas y liberales, insospechables de antisemitismo (como Mario Vargas Llosa) reclaman a Israel lo que consideran su política de Apartheid. Ésta posición prevalece en la prensa europea y latinoamericana. ¿Qué pensar de ella? La inteligentsia judía en la Diáspora europea y latinoamericana no la comparte. Pero en Estados Unidos se trata, con sobradas razones, de un tema central. Si queremos salvar “el legado moral judío” del que hablaba Talmon, los judíos de la Diáspora no podemos asumir posiciones de comodidad o indiferencia. La relación de Israel con los palestinos es el tema más delicado que se haya planteado a la imaginación política y moral judía desde que nuestros ancestros se debatían entre las diversas ideologías que les ofrecían una redención secular.

Por si fuera poco, un nuevo problema afecta a la condición judía. Me refiero al conflicto entre la conciencia judía moderna y nuestro propio fundamentalismo. ¿Qué debe hacer un judío liberal frente a esa corriente que reclama ser la encarnación exclusiva y excluyente de la identidad judía? La religión, y la religión estrictamente llevada, ¿es el único fundamento posible de una vida judía? Muchos lo creen; yo (nieto de Bundista) no lo creo. El problema en Israel es de vida o muerte. Pero también existe, larvado, en los suburbios ricos de México. Allí se han reconstituido (con lujos inimaginables, claro está) los Ghettos medievales, sin ningún contacto con el país que los circunda, y con actitudes de odio racial y recelo religioso frente al mexicano, que podrían ser los embriones para que el antisemitismo deje de ser “faximilar” y se vuelva real, tangible, violento.

Entre el vacío y la eternidad

Pero quizá la mayor dificultad que enfrenta hoy la identidad judía no está en las identidades rivales ni en los fanatismos de la propia identidad: está en el vacío de identidad. La dificultad de ser judío ha sido reemplazada por la indiferencia de ser o no ser judío.

No hay que confundir el vacío de identidad con el abandono racional de la identidad. Optar por ser ciudadano del mundo, declarar una pura filiación humanista, volver al ideal del siglo XVIII, me parece un acto respetable y creo que ha sido la opción de muchas personas de origen judío que no reniegan de su pasado pero tampoco ven razones para permanecer atados a él. Pensarán quizá que suficientemente difícil es ser un humano decente y digno en el siglo XXI, como para agregarle además los deberes de una filiación nacional, religiosa, histórica o cultural específica.

El vacío de identidad es muy distinto. Corresponde a tiempos crepusculares. Se parece al nihilismo y al cinismo. No ve sentido en la religión pero tampoco sentido en el mundo. Es el credo sin credo de un Yo sin un Nosotros. Es una forma lenta del suicidio. Sospecho que avanza. Y es incurable.

Mucho antes que Scholem Aleijem acuñara su famosa frase, el Talmud sentenció: “Un judío no deja de ser judío”. El humilde y amable Spinoza pensó quizá que pasaría a la historia como sólo el filósofo que fundamentó geométricamente el orden ético del mundo. Pero su nombre aparece ligado a la identidad que abandonó y lo abandonó: es un judío, un filósofo judío. En ese sentido trascendental, en este mundo de identidades múltiples y únicas, pasivas o militantes, abandonadas o denegadas, la identidad judía puede dormir en paz: mientras “sea difícil ser judío”, “un judío no dejará de ser judío”.

Fuente:sionlatino.forocreacion.com