JULIANA MIZRAHI

Mi nombre es Juliana Mizrahi. Tengo 29 años. Nací en Tucumán, pero vivo en Buenos Aires hace seis años. El 14 de julio salí desde Ezeiza con destino a Bangkok, Tailandia. Hice escala en San Pablo y luego en Estambul. Durante estos días traté de no recordar lo sucedido porque me angustia mucho, pero quiero contar mi historia porque es algo que me persigue, aún ya en Koh Tao, donde me encuentro ahora.

Recuerdo por partes. Mi vuelo llegó a Estambul a las 10:30. Conocí a Alejandra, una argentina que volaba hacia Tel Aviv para visitar a su hermano. Como no sabía nada de inglés, le dije que se quedara conmigo, que yo la ayudaba.

Fuimos a ver la pantalla de información sobre los vuelos y todos habían sido cancelados sin ninguna explicación. Le sugerí que fuéramos al freeshop a pasear. No había pasado mucho tiempo. Como todas las mujeres, nos probábamos maquillaje cuando empezaron a sonar los disparos. Recuerdo que levanté la mirada y vi a miles y miles de personas corriendo en una estampida por el pasillo principal del aeropuerto.

Sin pensarlo, tomé la mano de esta chica y empezamos a correr cubriéndonos entre las estanterías de perfumes. En medio del nerviosismo, vimos una puerta lateral del freeshop. Creo que eran las oficinas del personal del aeropuerto. Entramos a empujones junto a otra gente, incluida una mamá que lloraba con su bebé en el cochecito.

Lo único que me repetía en mi cabeza era: “Esto no puede estar pasando. Por favor, Dios, ayúdanos. Por favor”. Estuvimos en esa oficina apenas unos minutos. El personal nos sacó diciendo que todo estaba bien afuera, que por favor saliéramos de ahí. No tenían la más mínima intención de ayudarnos. Así fue que nos echaron y ellos volvieron a encerrarse.

A gritos, empecé a preguntar en inglés a dónde íbamos o qué teníamos que hacer. “Vayan para allá” era lo único que nos decían. Pero “allá” era ningún lado. La gente comenzaba a ponerse más nerviosa y no sabía para donde correr.

Alejandra me dijo que no fuéramos cerca de los vidrios porque era lo más peligroso. Teníamos que buscar lugares con aluminio para cubrirnos de los disparos. Yo estaba absolutamente en pánico y no podía razonar.

Comenzamos a escabullirnos hasta las puertas de embarque en busca del personal de seguridad. Entre los gritos escuchamos a unas españolas y nos acercamos, siempre corriendo agachadas. Les preguntamos qué pasaba, pero tampoco sabían. Nos dijeron que en la puerta 213 se estaban reuniendo los españoles. Cuando íbamos hacía ahí sonó la primera explosión. De vuelta hubo una estampida. La gente corría por encima de niños y ancianos. No importaba absolutamente nada de nada.

Vimos un barcito con una puerta corrediza. Pensé que sería el depósito. Entramos corriendo a ciegas, sin ver para ningún lado. Era un espacio pequeño. Adentro encontramos a dos españolas de 21 años y una rusa que estaba escondida entre las heladeras. Cerramos la puerta y nos apretamos entre todas. Nos pusimos en cuclillas. Recuerdo que no podía respirar y solo lloraba. Alejandra me abrazaba y me decía que me calmara.

Segundos después abrieron la puerta una señora musulmana con la cabeza cubierta y un chico. Se me paró el corazón. Por dentro sólo pensaba en que por favor no me matara, hasta que me habló en inglés y se acurrucó con nosotras. Se llamaba Maha Baddar. Era profesora de inglés en Arizona, Estados Unidos. Había nacido en El Cairo. Su hijo, Seif Murphy, tenía 12 años.

Hicimos una pequeña ronda, amontonados en un espacio de 1,20 x 1,60. El chico empezó a descomponerse del susto. Vomitó a nuestros pies. Alejandra trabaja en un jardín de infantes judío en Buenos Aires. Sabía los cuidados que hay que tener frente a estos ataques. Nos dijo que no nos moviéramos; que si debíamos vomitarnos o hacernos pis encima lo hiciéramos, pero que por ningún motivo saliéramos afuera.

El Wi-Fi del aeropuerto no funcionaba. Me pregunté cómo íbamos a saber qué pasaba afuera. ¿Y si un terrorista de ISIS entraba a inmolarse? Se me cruzaron muchas cosas por la cabeza.

La rusa tenía contratado un paquete de internet en su teléfono, al igual que Maha. Desde Egipto y Rusia les avisaron que lo que estaba sucediendo era un golpe de Estado, que el aeropuerto estaba lleno de militares y que el ¿ex? presidente Erdogan podía llegar en cualquier momento al aeropuerto.

Las horas pasaban y se hacían eternas. Afuera escuchábamos gente hablando, hasta que volvieron las explosiones. En ese momento entramos todos en pánico y nos abrazamos. Recuerdo que solté todo, hasta mi riñonera. Pedí que mantuviéramos la calma. Para pasar el tiempo, nos contamos sobre nuestras vidas.

Más tarde salí de la habitación para ver qué pasaba. Había gente por todos lados. Veía tanques y hombres pasando con ametralladoras. Caminaban por la pista donde estaban los aviones. Había valijas tiradas por doquier. Traté de divisar si había algún oficial de seguridad, pero nada.

Volví a entrar. Les dije que había gente afuera sentada por todos lados. Yo tenía que ir a encontrar Wi-Fi para poder avisarle a mi familia que estaba viva. Creo que ya eran las 3 de la mañana.

No teníamos comida ni agua. Todo el personal del aeropuerto había desaparecido. Nadie atendía los bares. Tampoco había nadie de seguridad, lo que me asustó más y me generó mucha bronca contra el país: ellos tenían dónde esconderse en sus depósitos pero, en vez de ayudar a las personas que había ahí, dejaron a todos a la deriva. Había muchísimos niños y bebés sin agua ni comida.

Alejandra encendió su celular y pudimos comunicarnos con nuestras familias en Argentina. Avisamos que estábamos ahí encerradas, pero no quería contarles lo que realmente se estaba viviendo para no preocuparlos. Entendimos que nadie más que nosotros iba a sentir lo que estábamos sintiendo. Fue así como las dos españolas, la rusa, Maha, su hijo, Alejandra y yo nos consagramos como una nueva familia.

Yo le hablaba mucho a Seif y le decía que ya era como mi hermano menor, que iba a salir adelante, que debía estudiar, recibirse y viajar por el mundo, que era fuerte y que siempre iba a estar para él.

En un momento comenzamos a escuchar a una multitud de gente festejando, pero no entendí el idioma. Le pregunté a Maha qué era lo que decían. “Es por Alá”, me contestó. Mi pánico fue total. Me largué a llorar más que nunca y nos abrazamos fuerte. Cerré los ojos. Pensaba que no podía morir así y le pedía al cielo que mi mamá fallecida me cuidara.

Alrededor de las 5 de la mañana decidimos salir a la puerta del depósito para buscar comida. Nadie había pegado un ojo y nos moríamos de sed. Afuera, la gente comenzaba a sacar todo de los bares para alimentarse. Algunos aprovecharon la ocasión para robarse las golosinas y hasta los imanes. Sentí impotencia.

Cerca de las 7 vino un empleado del bar y comenzó a llevarse todo lo que quedaba en las góndolas. Me generó más bronca. ¿Cómo podían negarte el agua aún si la querías comprar?

Cuando salió el sol, volvió la calma. Le pedí a las dos españolas que me acompañaran hasta un bar para poder encontrar Wi-Fi y avisar que todo estaba bien. Mi amigo Ezequiel Martínez se dedicó leer todos los medios del mundo para informarme qué era lo que estaba sucediendo. De a poco se comenzaron a ver algunos empleados de bares que aparecían para acomodar todo y vender lo que necesitara la gente.

Las horas siguieron pasando. La gente ya se sentaba en cualquier lugar. Nosotros también salimos y comenzamos todos a llamar a nuestras embajadas. La sede de España no atendía el teléfono. Cuando lo hicieron, dijeron que no podían hacer nada. Lo mismo en la de Rusia. Cuando pude contactarme con la embajada argentina, me atendió la subcónsul Analía Carreras. Le rogué llorando que nos ayudara. Gracias a Dios me respondió que en una hora estaría en el aeropuerto para buscar a todos los argentinos que estaban en el lugar.

Todo era un caos. Todavía no había aparecido nadie de seguridad ni de informes para dar una mano. A las 18:30 de esa tarde logramos cambiar los pasajes a Bangkok para las 20. Nos abrazamos y lloramos entre todos. Por fin estábamos por salir de la pesadilla.

Finalmente pude tomar mi vuelo y llegué a Bangkok. Dos días después decidí cambiar todo mi itinerario. Quería seguir el viaje con mis nuevos hermanos y hermanas españoles.

Fuente:infobae.com