IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – La figura del Anticristo ha fascinado a la humanidad en occidente durante siglos y siglos. Se trata del personaje que, según ciertas creencias, vendrá un poco antes del “fin del mundo” a imponer un dominio universal, diabólico y con catástrofes literalmente apocalípticas.

Según los defensores de esta creencia, la base original la ofrece el libro de Daniel (cápitos 7, 8 y 11), lo cual significa que el Judaísmo habría sido el contexto en el que surgió esta creencia.

Pero ¿es esto correcto?

No. Y lo demuestra un dato sencillo: el Judaísmo nunca ha hablado de un ser remotamente similar al Anticristo.

¿Entonces de qué nos hablan los capítulos mencionados de Daniel?

Lo primero que hay que dejar en claro es que el libro de Daniel es un texto complejo; es decir, no se escribió en un momento preciso, sino que es el resultado de una evolución textual que probablemente se haya extndido durante siete siglos.

Es probable que los relatos originales y la primera versión del libro se hayan gestado y confeccionado un poco después del regreso del exilio en Babilonia, en la época en la que –se supone– vivió Daniel. Pero el propio libro ofrece evidencia interna de que la redacción final, tal y como la conocemos, apenas llegó a su versión casi definitiva en el siglo II, concretamente en el contexto de la primera fase de la Guerra Macabea (167-164 AEC). Es una idea perfectamente sustentada por mucha evidencia externa. En otros documentos apocalípticos anteriores al siglo II AEC se han podido identificar detalles que, evidentemente, luego fueron incorporados al libro de Daniel. Finalmente, algunos añadidos se habrían hecho durante la época del primer levantamiento judío contra los romanos (añoas 66-73).

¿Por qué sabemos que la redacción final de Daniel se hizo en la época de la Guerra Macabea? Porque la sección de visiones y predicciones (capítulos 7 en adelante) se enfocan claramente en ese episodio de la Historia judia.

Comencemos por el capítulo 8. Allí se habla de una singular visión de “dos bestias” que primero luchan una contra la otra: un carnero con dos cuernos (“uno más alto que el otro”), y un macho cabrío con un solo cuerno. Este último es el que sale victorioso del combate. Según los versículos 20 y 21, el carnero con dos cuernos es “el rey de Persia” y el macho cabrío con un cuerno es “el rey de Grecia”.

No hay nada que interpretar. El dato es explícito: la primera bestia es el Imperio Aqueménida (comunmente llamado Medo-Persa) y los dos cuernos se refieren, justamente, a que la aristocracia estaba conformada por dos grupos: el medo y el persa. Si uno era “más alto que el otro”, es porque los medos tenían el control final del Imperio y los persas estaban sujetos a ellos. La segunda bestia es el Imperio Macedónico, y el cuerno es Alejandro Magno, que derrotó a Darío III y con ello puso fin a la era imperial de los Medo-Persas, para consolidar su propio dominio en Medio Oriente.

La identificación de Alejandro Magno como el cuerno de la segunda bestia se refuerza con el versículo 8 que dice que ese cuerno fue quebrado, y en su lugar surgieron otros cuatro cuernos. En el versículo 22 explica que esto se refiere a los cuatro reinos que surgirían después de la caída del cuerno original.

Cuando Alejandro Magno murió prematuramente en el año 323 AEC, cuatro de sus generales se repartieron su Imperio.

El personaje frecuentemente confundido con “el Anticristo” aparece por primera vez en el versículo 9: “Y de uno de ellos (de los cuatro cuernos surgidos tras la caída de Alejandro Magno) salió un cuerno pequeño…”. Al explicar quién es este personaje, los versículos 23-25 nos dicen: “… se levantará un rey altivo de rostro y entendido en enigmas. Y su poder se fortalecerá, mas no con fuerza propia; y causará grandes ruinas y prosperará, y hará arbitrariamente, y destruirá a los fuertes y al pueblo de los santos. Con su sagacidad hará prosperar el engao en su mano; y en su corazón se engrandecerá, y sin aviso destruirá a muchos; y se levantará contra el Príncipe de los príncipes, pero será quebrantado, aunque no por mano humana”.

Es una descripción muy parecida a la que encontramos en el los versículos 8, 21, 24-26 del capítulo 7: “… he aquí que otro cuerno pequeño salía entre ellos, y delante de él fueron arrancados tres cuernos de los primeros; y he aquí que este cuerno tenía ojos como de hombre, y una boca que hablaba grandes cosas… y veía yo que este cuerno hacía guerra contra los santos y los vencía… y tras ellos se levantará otro, el cual será diferente a los otros, y a tres reyes derribará. Y hablará palabras contra el Altísimo, y a los santos del Altísimo quebrantará; y pensará en cambiar los tiempos y la ley; y serán entregados en sus manos hasta tiempos, tiempo y medio tiempo. Pero se sentará el Juez y le quitarán su dominio, para que sea destruido y arruinado hasta el fin”.

Pareciera que ambos pasajes hablan de la misma persona: el Anticristo. Pero no. En realidad, es imposible identificarlos como el mismo.

En Daniel 8 está muy claro que todo el drama gira en torno a la confrontación de “dos bestias”, identificadas por el propio texto como los reinos de Media y Grecia. El “cuerno pequeño” que aparece al final surge de uno de los cuatro “cuernos” que surgieron después de que el rey original de Grecia (Alejandro Magno) fue “quebrado”.

En el capítulo 7 el asunto es muy distinto. Es evidente que los reinos de Media y Grecia son mencionados otra vez, porque vuelven a aparecer los mismos elementos simbólicos: una bestia que tiene dos componentes similares, pero uno más grande que el otro, seguida por otra bestia que se divide en cuatro. En el caso del reino de Media, está representado por un oso que viene devorando tres costillas (se trata de los reinos de Lidia, Babilonia y Egipto, derrotados por Ciro para imponer el dominio Aqueménida en todo Medio Oriente), pero que “se levanta más de un lado que del otro”, exactamente igual que el carnero del capítulo 8. No cabe duda, entonces, que el oso es el Imperio Medo-Persa. Luego aparece una bestia semejante a un leopardo, pero con cuatro cabezas y con cuatro alas. Es evidente la referencia a los cuatro cuernos de la segunda bestia del capítulo 8, por lo que este leopardo del capítulo 7 puede y debe identificarse como el Imperio Macedónico, dividido en cuatro después de la muerte de Alejandro Magno.

Pero hay un detalle que no debe pasarse por alto: en el capítulo 8 el “cuerno pequeño” surge de la bestia que se dividió en cuatro; en el capítulo 7 surge de otra bestia, posterior a la bestia tetra-partita, descrita como un dragón con diez cuernos, de los cuales tres son quebrados para que aparezca el cuerno final.

Traduciendo los datos, en el capítulo 8 se da por sentado que el “cuerno pequeño” surge de uno de los cuatro reinos que surgieron, a su vez, del Imperio de Alejandro Magno. En el capítulo 7 se da por sentado que el “cuerno pequeño” surge de un Imperio posterior. De lo contrario, el “cuerno pequeño” tendría que haber aparecido en una de las cuatro cabezas o de las cuatro alas de la bestia con forma de leopardo.

¿Por qué esta aparente contradicción?

El meollo del problema lo expresan los versículos 8:16 y 17: “Y oí una voz de hombre entre las riberas del Ulai, que gritó y dijo: Gabriel, ensea a este la visión. Vino luego cerca de donde yo estaba, y con su venida me asombré y me postré sobre mi rostro. Pero él me dijo: entiende, hijo de hombre, porque la visión es para el tiempo del fin”.

Los autores de la literatura apocalíptica siempre estuvieron obsesionados con el tema del “tiempo del fin”. Plantearon todas sus predicciones en términos contundentes y definitivos, convencidos de que D-os les había revelado los “secretos” concernientes al desenlace final de la Historia, en el cual serían derrotados los enemigos de Israel y se establecería una nueva era para la humanidad. Nótese: nunca le llamaron “reino mesiánico”, y por lo menos en el libro de Daniel nunca afirmaron que fuera a establecerse algo como “el reinado del Mesías”. Esa es una construcción doctrinal posterior.

El capítulo 11 de Daniel se basa en una supuesta visión de la guerras entre “el rey del norte” contra “el rey del sur”. Los eventos narrados están claramente relacionados con las guerras que se dieron entre el Egipto de los Ptolomeos (el reino del sur) y la Siria de los Seléucidas (el reino del norte). Los versículos 36-39 nos describen al último “rey del norte”, y las similitudes con los “cuernos pequeños” ya mencionados son evidentes: “Y el rey hará su voluntad y se ensorbecerá, y se engrandecerá sobre todo dios; y contra el D-os de los dioses hablará maravillas, y prosperará, hasta que sea consumada la ira; porque lo determinado se cumplirá. Del dios de sus padres no hará caso, ni del amor de las mujeres, ni respetará a dios alguno, porque sobre todo se engrandecerá. Mas honrará en su lugar al dios de las fortalezas, dios que sus padres no conocieron; lo honrará con oro y plata, con piedras preciosas y con cosas de gran precio. Con un dios ajeno se hará de las fortalezas más inexpugnables, y colmará de honores a los que le reconozcan, y por precio repartirá la tierra”.

Los versículos 40 al 45 narran cómo, tras entrar en conflicto con el “rey del sur”, este oscuro personaje será finalmente destruido.

Eso nos deja clara la expectativa original de estos autores apocalípticos: la guerra contra los sirios sería “la guerra del fin del mundo”, y la muerte de Antíoco IV Epífanes –el “cuerno pequeño”– sería el preludio a la purificación total de la Tierra.

Pero el pronóstico falló. Los sirios fueron finalmente derrotados, ciertamente, pero el mundo no llegó a ningún fin. Siguió rodando, a veces mejor, a veces peor.

Los partidarios de la apocalíptica se aferraron a sus cálculos fallidos, y todo indica que lo justificaron con un razonamiento estilo “es que nos equivocamos en un detalle, pero ya lo corregimos”.

En estricto, eso es el capítulo 7 de Daniel: el intento por corregir la predicción fallida de los capítulos 8 y 11.

Por eso, en la versión cronológicamente más antigua –la del capítulo 8– el “cuerno pequeño” surge de uno de los cuatro reinos que aparecieron después de la muerte de Alejandro Magno (el Sirio-Seléucida, y el rey es Antíoco IV Epífanes). En la versión posterior –la del capítulo 7–, el “cuerno pequeño” surge de un Imperio posterior. Muchos especialistas han querido forzar la interpretación de este pasaje, insistiendo en que aquí también debe referirse al Imperio Seléucida, pero la idea carece de lógica. En el capítulo 8 es muy claro que el reino de Antíoco IV Epífanes pertenece a la bestia simbolizada con el número cuatro (cuatro cuernos), y en el capítulo 7 es muy claro que esa bestia (el leopardo con cuatro cabezas y cuatro alas) no tiene nada que ver con el “cuerno pequeño”. Por lo tanto, no es Antíoco IV Epífanes.

¿Quién es, entonces? Simple: Vespasiano, el emperador romano que derrotó a los judíos que se alzaron en armas contra Roma entre los años 66 y 73.

Lo confirma la pista que nos da el propio pasaje: la bestia tiene diez cuernos, de los cuales tres son quebrados para que surja un onceavo, que es el gran enemigo de Israel.

Roma inició su etapa imperial gobernada por un triunvirato: César Augusto, Lépido y Marco Antonio; Lépido fue el primero en morir, luego Marco Antonio, y finalmente Augusto ya con el poder concentrado en una sola persona. Luego ocuparon el trono Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. Hasta este punto son siete “cuernos”. A la muerte de Nerón, Roma cayó en una terrible inestabilidad y los siguientes tres emperadores desfilaron en menos de un año: Galba, Otón y Vitelio. Son los tres cuernos “rotos” que cayeron para que apareciera el onceavo rey, el más feroz e implacable de todos: Vespasiano (que para entonces ya se estaba haciendo cargo de la guerra en Judea, razón por la cual los judíos le tenían una especial antipatía).

La lógica evidente del tardío autor del capítulo 7 de Daniel fue que la expectativa de una “guerra final” para enfrentar a un enemigo terrible, era correcta. Pero los antiguos místicos apocalípticos se habían equivocado y habían pensado que esa guerra sería contra los sirios y que ese enemigo formidable era Antíoco IV Epífanes. El autor del capítulo 7 de Daniel intenta corregir: la verdadera guerra final es el levantamiento contra Roma, y el verdadero enemigo bestial es Vespasiano.

Eso nos explica también por qué hay un cambio de números en relación a la duración del conflicto. En Daniel 8:14 se dice que el conflicto durará hasta “dos mil trescientas tardes y mañanas”, pero en Daniel 7:25 dice que la duración será de “tiempos, tiempo y la mitad de un tiempo”. Dos mil trescientos días son un poco más de seis años, mientras que “tiempos, tiempo y la mitad de un tiempo” son tres años y medio. Es lógico: el conflicto con Antíoco IV Epífanes comenzó desde su primera ocupación y saqueo de Jerusalén en el año 171 AEC, y se prolongo hasta su muerte en el año 164 AEC. Justo un poco más de seis años. En cambio, el levantamiento armado contra los romanos inició en el año 66, pero Vespasiano sólo era general en ese momento. Su arribo al trono imperial fue en el año 69 y la guerra se extendió hasta el año 73. Tres años y medio.

Sobra decir que los cálculos “proféticos” del autor de Daniel 7 también fallaron, y la guerra contra Roma no fue “la guerra del fin del mundo”. Sólo fue el inicio del terrible exilio judío que se extendió casi durante dos mil años. Debido a ello, la especulación apocalíptica fue abandonada e incluso condenada por el Judaísmo Rabínico.

Pero sucedió algo interesante: los autores judíos que intentaron “corregir” sus cálculos fallidos convirtieron a Antíoco IV Epífanes a un concepto abstracto. Originalmente, sólo era Antíoco, el perverso rey de los sirios. Pero en su intento por ajustar su cálculos y poder aplicarlos a Vespasiano, dejaron de hablar de Antíoco y empezaron a hablar de “la bestia”, un enemigo paradigmático del cual Antíoco sólo fue una especie de sombra o anticipo. El “verdadero enemigo” habría de venir después.

Ese paradigma fue retomado por las tendencias apocalípticas del Cristianismo primitivo (que hay que señalarlo: no eran mayoritarias; más bien, fueron marginales y poco apreciadas por los primeros teólogos cristianos), y de ese modo el paradigma que se había fundado con Antíoco y luego se había engrandecido con Vespasiano, sobrevivió. Desde entonces, dichas tendencias siguen esperando a que llegue “el verdadero gran enemigo, la verdadera bestia, el Anticristo”.

Por supuesto, la imagen y dimensiones de este personaje se incrementaron. Para el Judaísmo nunca fue algo más allá de un rey enemigo cuya acción nefasta se limitaba a atacar al pueblo judío. Pero el Cristianismo no era una nación física ubicada en un solo territorio, sino una nación espiritual repartida por todo el mundo; por lo tanto, para que el ataque de “la bestia” fuese contra toda la cristiandad, se requería que su dominio fuese en todo el mundo. Esta noción se volvió todavía más estrambótica cuando el Cristianismo pasó a ser la religión oficial del Imperio Romano a partir del siglo IV. Inevitablemente, se llegó a una noción de “anticristo” que nunca, ni por asomo, existió en el Judaísmo.

La experiencia judía de hace dos mil años (e incluso más) nos confirma varias cosas.

La primera es que no hay un “fin del mundo”. La historia es un proceso cíclico y debemos entenderlo justamente para corregirlo. Por ello, la expectativa de un Reino Mesiánico no es vista por el Judaísmo como “el fin de la Historia”, y menos aún como algo llegado del cielo para imponerse al ser humano por la fuerza. En realidad, se trata de la culminación de la corrección del mundo (Tikún Olam) por medio de la obediencia a los preceptos de la Torá. Es otra etapa del ciclo histórico, pero una en la cual la humanidad ha logrado dominar sus vicios y consolidar una conducta virtuosa.

La segunda es que los paradigmas apocalípticos no funcionan. El esfuerzo no está en predecir el futuro, sino en conocernos como seres humanos. Los judíos apocalípticos intentaron descifrar predicciones que, en realidad, no tenían ninguna diferencia con los horóscopos de cualquier charlatán. Por eso fallaron en su intento por anticipar con todo detalle lo que iba a suceder. En contraste, el Judaísmo Rabínico desarrolló paradigmas distintos para incorporarlos al concepto de la Historia como proceso cíclico. De ese modo, el futuro no se tiene que predecir; lo importante está en conocer la naturaleza del ser humano y de las dinámicas sociales. De ese modo, es posible anticipar ciertos acontecimientos y tomar las precauciones necesarias.

El resultado es que el Judaísmo no está esperando la llegada de ningún anticristo, ni de ninguna guerra final “purificadora”.

Lo único que puede purificar nuestros corazones, nuestra vida y nuestras dinámicas como sociedad es la luz que emana de los preceptos de la Torá.

Es por medio de su obediencia que podremos traer una nueva era para la humanidad, pero no porque “así esté predicho”, sino porque así funciona el Universo.