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IRVING GATELL PARA ENLACE JUDÍO

Cuando las profecías fallan

En los artículos anteriores ya hemos visto, a grandes rasgos, la historia y evolución de la Literatura Apocalíptica, un proceso que se extendió desde el siglo VI AEC hasta el siglo I EC en el Judaísmo.

Comentamos, también, el vínculo de esta ideología con la secta de Qumrán y las extravagantes pretensiones del llamado “Maestro de Justicia”.

Es momento de tocar otro punto fundamental en relación a este género literario íntimamente relacionado con la Biblia: la Apocalíptica como experiencia profética fallida.

¿A qué me refiero con esto? A que, en términos generales, la Apocalíptica fue una expectativa que nunca se cumplió. Es decir: sus promotores estuvieron anunciando la llegada de una nueva era -la Era Mesiánica-, misma que nunca llegó. Al respecto, hay que preguntarnos un par de cosas fundamentales: desde cuándo se dio este fracaso, y cómo y por qué se mantuvo vigente el pensamiento apocalíptico pese a los fracasos.

A juzgar por ciertos vestigios de las ideas apocalípticas más antiguas, conservados en el ciclo de Enok (específicamente, en el llamado Apocalipsis de las Semanas, que encontramos en el capítulo 92 del Primer Libro de Enok), el primer anuncio de que era “inminente” la llegada del Reino Mesiánico se hizo alrededor del año 539 AEC, cuando los persas conquistaron Babilonia y permitieron la reconstrucción nacional de Judea.

Resulta interesante, porque en el texto oficial de la Biblia Hebrea encontramos muchos pasajes relacionados con esa época -tanto en los Profetas (Neviim) como en los Escritos (Ketuvim)-, pero no encontramos esa perspectiva “inminentista” sobre el Reino Mesiánico. Por el contrario: en textos como Ezra y Nehemiah está claro que el liderazgo del pueblo judío estuvo asumido, básicamente, por la Casta Sacerdotal, y que en ningún momento hubo intención por independizar a Judea del Imperio Aqueménida.

Sin embargo, los vestigios encontrados en Enok nos remiten a que debió existir una tendencia disidente, que sí habría tenido la esperanza de que el Linaje de David fuera restaurado en el Trono de Jerusalén, y Judea se emancipara del yugo a una potencia extranjera.

Pero esta expectativa falló, pese a que dicha liberación habría sido “profetizada”, y es lógico suponer que eso obligó a los pre-apocalípticos a retraerse durante mucho tiempo. Lo sorprendente es esto: no renunciaron a sus “profecías”, pese al fallo. A juzgar por el posterior auge de la Apocalíptica, sólo se aislaron para replantear sus creencias, y cuando llegó una coyuntura más óptima volvieron a la carga, anunciando nuevamente el inminente Fin de los Tiempos.

No sabemos si entre el siglo VI y el siglo II AEC se hizo algún anuncio de esta naturaleza, pero los contenidos del Libro de Daniel -el único apocalíptico que se conservó en la Biblia Hebrea- demuestran que, hacia el año 164 AEC, la efervescencia de estos pseudo-profetas exaltados los hizo estar seguros de que la muerte de Antíoco IV Epífanes y la liberación de Jerusalén por parte de las tropas de Judas Macabeo eran el preludio a la llegada del Reino Mesiánico.

Y volvieron a fallar. En realidad, la liberación de Jerusalén fue parcial, porque la zona de la ciudadela quedó controlada por una fuertemente armada tropa de soldados sirios, que protegieron durante varios años a un grupo de aristócratas judíos pro-helenistas. Además, el éxito de Judas Macabeo sólo duró dos años. En 162 AEC las hostilidades reiniciaron con un fuerte embate sirio, y Judas murió en batalla dos años después. Fue su hermano Jonatán Macabeo quien realmente derrotó a los sirios, obligándolos a negociar el cese de las hostilidades, mismo que se logró en 158 AEC, y Jonatán quedó como Sumo Sacerdote oficial, y como etnarca reconocido por el gobierno de Damasco, que permaneció oficialmente como soberano de Judea.

Esto era todo lo contrario a las expectativas apocalípticas: si por un lado se había “profetizado” la liberación de Judea, la realidad es que la nación siguió siendo una provincia siria; y si por otro lado se había “profetizado” la restauración del Linaje de David en el Trono y del Linaje de Aarón (por la vía de Zadok) en el Sumo Sacerdocio, la realidad fue que un Sacerdote rural que ni era descendiente de Zadok, y menos aún del rey David, quedó como dueño de ambos poderes, el político y religioso. Es decir: desde la perspectiva apocalíptica, las cosas no estaban mejor que cuando los sirios estaban intentando destruir a Israel.

Y el asunto se fue complicando más para estos exaltados amantes de la especulación profética: sus expectativas de una Judea independiente gobernada por el Linaje de David pero dirigida por los descendientes directos de Zadok (Sumo Sacerdote en la época de David y Salomón), resultaron cada vez más improbables debido a que primero se concentró todo el poder en una familia sacerdotal “ilegítima” (los Hasmoneos), que debido a su completa ignorancia en las materias referentes al control del Templo tuvieron que asesorarse, pero no con los adherentes a la Apocalíptica, sino con sus peores antagonistas ideológicos: los Fariseos. Finalmente, en el año 63 AEC se volvió a perder la independencia nacional (que no se recuperaría sino hasta 1948), esta vez a manos de Roma, y en el año 40 AEC un extranjero ocupó el Trono en Jerusalén: Herodes, gran político, pero cruel y paranoico. Toda esta situación adversa marcó el auge de las expectativas apocalípticas, y las pseudo-profecías sobre una “inminente” llegada del Reino Mesiánico empezaron a ser cosa de todos los días.

Los momentos más característicos, a juzgar por la evidencia documental, fueron hacia el año 40 AEC, cuando el levantamiento armado de Ezequías ben Garón, hacia el año 6 EC, cuando el levantamiento de Judas el Galileo y Zadok (no se sabe si ese era su nombre o su título; en este último caso, debió ser un Saduceo disidente y extremista, como los que había en Qumrán), hacia el año 55, cuando un “egipcio” dirigió un ataque contra Jerusalén, y finalmente en el año 66, cuando estalló el levantamiento masivo contra el poder romano.

En cada uno de estos momentos para muchos judíos estuvo presente la convicción de que el Fin de los Tiempos era inminente y el Reino Mesiánico habría de comenzar después de las guerras contra “los hijos de las tinieblas” (modo en el que, en esta última fase de la Apocalíptica, se le llamó simbólicamente a los romanos).

Pero fallaron. Fallaron, fallaron y volvieron a fallar. Y eso nos obliga a preguntar: ¿cómo fue posible que mantuvieran vigente la expectativa, pese a que lo único que habían acumulado durante sus casi 600 años de historia eran única y exclusivamente fallos?

El Libro de Daniel nos da tres pistas definitivas. Dos de ellas están relacionadas con el capítulo 9, en donde se habla de un período de 490 años que habrá entre “la salida de la orden para restaurar Jerusalén” (versículo 25) hasta la consumación final de la historia. En el versículo 2, se menciona que Daniel corroboró que se habían cumplido ya los 70 años de exilio del pueblo judío en Babilonia, y cuando pide a D-os que cumpla su promesa de restaurar a su nación, recibe como extra una “revelación” en la que se le muestra que, aunque ese exilio de 70 años ya se cumplió, hay otro “exilio” de proporciones cósmicas que todavía debe resolverse, y que eso será después de “70 semanas” (se entiende que son “semanas de años” o períodos de siete años, lo que nos da el total de 490 años).

Esta es una pista interesante: los adherentes a la Apocalíptica construyeron sus “profecías” no a partir de supuestas revelaciones que partieran de la nada, sino de supuestas revelaciones que les permitían darle otra dimensión -más amplia- de entendimiento a las profecías antiguas. De ese modo, el exilio de 70 años anunciado por Jeremías pasó a convertirse en la profecía sobre los últimos 490 años de historia de la humanidad.

Hay otro detalle en este mismo pasaje: al igual que en el I Enok 92, la profecía se organiza en “semanas”. Es decir: el libro de Daniel aprovecha un recurso literario ya utilizado por la apocalíptica previa y lo recicla. No es tan difícil de entender: la profecía de las semanas en I Enok había fallado, y por eso era necesario “reciclar” ese oráculo. Daniel 9 y su profecía de las 70 semanas es, en términos simples, eso: la versión “buena” y correcta de una profecía previa que había fallado.

Los Rollos del Mar Muerto nos han permitido conocer otro caso en donde el Libro de Daniel hizo lo mismo: el capítulo 4 de Daniel, que narra la “locura de Nabucodonosor”, está basado en un documento apocalíptico previo que se conoce como La Oración de Nabonido (2Q242). Con esto, se demostró satisfactoriamente que este fue un procedimiento frecuente entre los místicos apocalípticos: reelaborar sus oráculos, replantear sus profecías, reciclar sus predicciones. Si volvían a fallar, volvían a hacerlo.

Aclarar esta idea nos resolvió muchos problemas en relación a la datación de algunos libros apocalípticos, empezando por el de Daniel. Durante muchos años, los especialistas se vieron inmersos en extensos debates sobre la fecha de composición de estos textos. Por ejemplo, en el caso de Daniel siempre chocaron la postura tradicionalistas -según la cual el libro fue escrito en el siglo VI AEC- contra la postura liberal -que sostiene que fue escrito en el siglo II AEC-. Ambas tendencias expusieron buenos argumentos, si bien la postura liberal resulta más sólida. Sin embargo, ciertamente los tradicionalistas demostraron que muchos elementos en el libro pueden rastrearse a la era en la que Judea estaba bajo dominio persa.

Ahora, el asunto está más claro: Daniel, al igual que los otros grandes textos apocalípticos, fue un libro en continua elaboración. Cierto: su origen bien puede remontarse a la época persa en Judea (que empieza en el siglo VI AEC), pero su manufactura casi definitiva data del siglo II AEC. Fue un hábito obligatorio para los místicos apocalípticos: reescribir continua, permanentemente sus libros, para poder mantenerlos vigentes cada vez que sus oráculos fallaban.

La forma en la que lograron darle coherencia a esta continua reescritura fue por medio de paradigmas que, poco a poco, quedaron bien definidos. Los clásicos -gracias al libro de Daniel- son el de “la Bestia” y la Guerra Final entre los hijos de D-os y los hijos de las tinieblas. De ese modo, cada vez que el oráculo falló, la respuesta fue simple: ese que había sido identificado como “la Bestia” (Antíoco IV Epífanes, por ejemplo) no fue la verdadera Bestia, sino apenas “una sombra” de la Bestia que todavía está por venir. Y esa guerra que no fue la Guerra Final (la Guerra Macabea, por ejemplo) fue también “una sombra” de la guerra que aún está por venir. Naturalmente, la expectativa siempre fue que estas “sombras” -por crueles y terribles que fueran- no serían nada en comparación del cumplimiento definitivo de las profecías.

¿Por qué podemos estar seguros de que este fue el modo de explicar los fracasos en las profecías y, de paso, garantizar la vigencia de estos oráculos? Por una razón muy simple: porque así continúan razonando los enamorados de la Apocalíptica. Si entre el siglo VI AEC y el I EC podemos detectar varios momentos en que los apocalípticos del Judaísmo fallaron, desde el siglo II y hasta la fecha podemos detectar cientos -si no es que miles- de ocasiones en que los apocalípticos del Cristianismo también fallaron al intentar predecir la llegada del Anticristo (versión cristiana de la Bestia) o la Batalla de Armagedón (versión cristiana de la Guerra entre los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas).

Una y otra vez, pseudo-profetas cristianos han anunciado el inminente fin (recientemente, causó una gran expectativa la elección del Papa Franciso, debido a que muchos están convencidos de que debe ser el último Sumo Pontífica de la Iglesia Católica Romana, según lo deducen de unas profecías atribuidas a San Malaquías; si a eso se agrega que muchos de estos fans de la apocalíptica están convencidos de que el Apocalipsis debe saldarse con la destrucción del Vaticano, es obvio que esperan que el fin del mundo sea inminente, porque el Papa Francisco tampoco es un joven con muchos años de vida por delante). Un a y otra vez han fallado. Y, sin embargo, sus oráculos no pierden frescura ni vigencia, y menos aún pierden adeptos: cada nuevo fallo, los incondicionales de la Apocalíptica se retraen a sus recámaras a volver a revisar el texto profético para buscar esa coma, ese palabra que antes no vieron y que les permita reorganizarlo todo, o acaso a esperar que venga una luz del cielo y les indique un modo completamente “nuevo” para entender lo que otra vez parece volverse tan oscuro.

Así, en los años 80’s los mejores “especialistas” en profecía decían que lo único que faltaba para que se desencadenara el Apocalipsis era la invasión de la URSS a Israel. Y, para sorpresa de todos, quien se desmoronó fue la URSS. Luego, bajo la creencia de que una “generación bíblica” dura 40 años, sazonada con unas palabras atribuidas a Jesús de Nazaret según las cuales “no pasaría una generación” desde que Israel fuera restaurado (1948) hasta el Fin, 1988 fue el año en que muchos esperaron la consumación de los tiempos.

Pero no sucedió nada. El mundo siguió girando, la URSS se desmanteló, surgieron nuevos conflictos -el islamismo extremo o el radicalismo de Corea del Norte-, y los sesudos profetólogos empezaron a descubrir todos esos versículos de la Biblia que profetizaban los conflictos con el Islam, y que nunca habían sido vistos o entendidos.

Y así seguimos: a cada nuevo fallo, un obligado replanteamiento de los oráculos sobre el Fin del Mundo. Pareciera que el anhelo de que todo se acabe es algo demasiado preciado para mucha gente, y sus decepciones por tanta profecía fallida no los van a convencer de abandonar esas creencias por algo más… razonable.

En las próximas notas -tendrán que ser varias por la amplitud del tema- vamos a analizar el más grande monumento a la Apocalíptica, tanto en su papel de profecía fallida, como en su papel de profecía en continua reelaboración, así como lo complejo que resulta entender su objetivo en la Biblia: el libro de Daniel.

Resulta destacado y atractivo porque, como ya mencionamos en alguna nota anterior, y todavía analizaremos más a fondo en futuras entregas, la Biblia Hebrea fue confeccionada por una tendencia judía antagónica a la apocalíptica: el Fariseísmo. Entonces ¿qué hace un libro apocalíptico -o mejor dicho: El Libro Apocalíptico- en la Biblia? Y peor aún: ¿cómo debe entenderse?

Entonces, a partir de la próxima nota vamos a dejar en espera el tema de la Apocalíptica en general, para enfocarnos al tema del Libro de Daniel en particular. Un libro que, probablemente, sea una de las más grandes lecciones de Historia jamás escritas en la tradición judía.