Más allá de las vicisitudes de Egipto relacionadas con la política exterior, las dificultades internas que enfrenta el país no podían ser más ominosas.

 ESTHER SHABOT
En julio pasado se cumplieron tres años de que el general Abdel Fatah Al-Sisi tomara el poder en Egipto mediante un golpe de Estado militar que depuso al gobierno de Mohamed Mursi, representante de la Hermandad Musulmana. Aunque posteriormente se celebraron elecciones para legitimar su mandato, Al-Sisi ha sido considerado por parte de la comunidad internacional como un presidente espurio, siendo la Turquía de Erdogan uno de sus más inclementes críticos. Pero más allá de las vicisitudes de Egipto relacionadas con la política exterior, las dificultades internas que enfrenta el país no podían ser más ominosas.

La oposición representada por la Hermandad Musulmana y por corrientes críticas del autoritarismo ejercido por Al-Sisi ha chocado constantemente con el régimen, generándose una atmósfera de confrontación y violencia que no parece retroceder. Además, siendo Egipto el país más poblado dentro del mundo árabe, posee tasas de desempleo peores que las que tenía antes de la caída de Mubarak, debido a que las sucesivas sacudidas sufridas desde entonces han afectado a las fuentes de ingreso tradicionales con las que contaba, el turismo es una de las más importantes. De ahí que, por ejemplo, cada año salgan de las universidades cientos de miles de graduados sin oportunidad de encontrar acomodo en el raquítico mercado de trabajo. Y no cabe duda de que este conglomerado de jóvenes frustrados constituye el mejor caldo de cultivo para el crecimiento de la militancia en las filas del islam radical, que es, justamente, otro de los grandes dolores de cabeza de Al-Sisi.

En un intento de prevenir el aumento del fervor islamista que impulsa a los jóvenes a radicalizarse, Al-Sisi está forcejeando con la dirección de la Universidad de Al-Azhar, la más importante institución educativa religiosa del país, para lograr implementar una de las decisiones tomadas por el Ejecutivo hace un mes. Se trata de la orden de que de ahora en adelante en las 200 mil mezquitas que hay en el país, los sermones sean cortos y con contenidos preparados por el ministerio religioso dependiente del gobierno, de tal suerte que cesen los exhortos de numerosos predicadores a abrazar el extremismo islámico que tanto daña los intereses nacionales. Hasta el momento, Al-Azhar discrepa de esta medida a la que considera atentatoria contra la libre expresión de los contenidos religiosos en la prédica.

Otro de los focos de tensión y violencia que aquejan al país y preocupan a Al-Sisi es el de la rivalidad entre la población musulmana mayoritaria y la minoría cristiana copta que constituye el 10% de la población. Los asesinatos de coptos y los incendios de sus casas han sido frecuentes en los últimos años, así que con la intención de atenuar las tensiones y compensar a los coptos cuyas demandas considera legítimas,
Al-Sisi ha propuesto enmendar la legislación para permitir a esta población cristiana la construcción de nuevas iglesias, luego de décadas en que ha regido la prohibición de ello. Sin embargo, esta iniciativa presidencial probablemente enfrentará una fuerte oposición del Parlamento en el que abundan los conservadores religiosos musulmanes.

Y finalmente, Al-Sisi enfrenta el problema del Sinaí, lugar donde prolifera el islam radical con sus frecuentes y mortíferos actos de terrorismo. Se trata de una zona con ínfimo nivel de desarrollo donde su población beduina fácilmente cae en las redes de los grupos extremistas que le ofrecen dinero por su colaboración. Una zona que constituye un microcosmos que refleja la situación general del país y de muchos otros espacios donde habita población musulmana, cuya tragedia radica en que la falta de desarrollo económico y social produce extremismo religioso y violencia, y el extremismo religioso y la violencia impiden u obstaculizan a su vez el desarrollo económico y social. Un círculo muy difícil de romper.

Fuente: Excelsior