BERNARD-HENRI LÉVY

Hay al menos tres razones por las cuales debemos dejar de divulgar los nombres de los yihadistas violentos que cometen actos de terror. La primera es que al hacerlo – al divulgar o volver a publicar sus caras, vivos o (especialmente) muertos – se vuelven personajes reconocidos globalmente en la parte del mundo del espectáculo de esta guerra terrorista, satisfaciendo así uno de sus deseos más entusiastas.

Consideren cómo durante el sitio del Bataclan en París los asesinos exigieron que sus rehenes llamaran a los canales noticiosos en los momentos previos a la masacre. El islámico radical que atacó el supermercado kosher el día de los asesinatos de Charlie Hebdo se tomó tiempo para telefonear a uno de esos canales para exigir que corrigieran el cartel que estaban usando para identificarlo. ¿Y es por casualidad que el asesino en masa de Niza dejó su carnet de identidad en su camión para que todos lo vieran?

La segunda razón es que al entrar en detalles, como estamos acostumbrados a hacer, acerca de estas vidas zombis – siguiendo el rastro desde una niñez que es invariablemente “infeliz” a una radicalización “repentina”, al insistir en el “misterio” putativo de un monstruo que resultaba ser también un buen padre, un esposo normal, un vecino amistoso siempre dispuesto a dar una mano – estamos tomando la ruta más corta a la banalización del mal, la cual hemos sabido durante mucho tiempo que es un peligro grave.

¿Por qué necesitamos que se nos cuente, por ejemplo, que el hombre que cortó la garganta de un sacerdote en Normandía tenía una “personalidad brillante”? ¿Qué información útil vamos a obtener cuando se nos muestra, una y otra vez, a la viuda de uno de los asesinos de Charlie Hebdo diciéndonos que incluso ahora, a un año, ella todavía no ha descubierto la más mínima advertencia de la radicalización de su misterioso esposo?

¿Fue realmente necesario haber pasado tantos años combatiendo la cultura de las excusas para ahora entregar la escena al “mejor amigo” del asesino de Niza para que pueda contarnos que el último era un muchacho “fantástico”, “de ojos almendrados” que una vez había proclamado “Je suis Charlie” pero que, desafortunadamente, estaba tan “frustrado” que asesinó de mentira a animales de peluche y que su personalidad “fronteriza” lo empujó por el precipicio?

En esta crónica interminable, a menudo patética, del horror hay una forma de neutralizar la consciencia; y, bajo el pretexto de mostrarnos el rostro del criminal, una forma de cegarnos ante lo que lo hace tan revulsivo.

La tercera razón fundamental que debe convencer a los medios de comunicación de no enfocarse en los nombres cuya repetición hipnótica se ha vuelto el ritmo de nuestra época (o tal vez referirse a ellos sólo por los primeros nombres o iniciales, y negarles así el foco) es que la mezcla actual inestable de trivialización y glorificación – en la cual se nos dijo que estas personas comunes que resulta han enganchado su suerte a actos inolvidables – tendrán la peor consecuencia posible: un efecto de imitación; una invitación a las mentes vulnerables para que sigan su ejemplo y cometan actos similares; un sabor de la gloria global que obtienen sus modelos a seguir después de sus muertes.

El mecanismo es bien conocido. Es lo que el filósofo francés René Girard estuvo describiendo cuando hizo hincapié en el aspecto mimético de la violencia en general – y del terrorismo en particular.

Es lo que Marshall McLuhan condenó en el apogeo del terror en Italia, cuando la gente se estaba preguntando si era apropiado publicar las declaraciones emitidas por las Brigadas Rojas. El autor de “Guerra y Paz en la Aldea Global” estaba tan completamente convencido que la guerra finalmente se desempeñaría en el teatro de los medios de comunicación que propuso un apagón de noticias sobre los actos de los grupos armados – una propuesta demasiado radical que no obstante fue implementada parcialmente por la prensa italiana.

Pero incluso antes – a fines del siglo XIX – los testigos de la primera gran ola de ataques que sacudieron a la Francia moderna habían llegado a la misma conclusión. Un presidente había sido apuñalado a muerte y estaban siendo puestas bombas en la asamblea nacional y en cafeterías. Durante meses de pesadilla, los lectores de Le Temps, Le Journal y Le Petit Illustré despertaron cada mañana temiendo la visión en las primeras planas del nombre y foto de un nuevo Ravachol u otro imitador de Auguste Vaillant y Emile Henry, por nombrar apenas tres figuras prominentes en lo que era llamado entonces “anarquismo”. Francia estaba petrificada.

El terrorismo, en esta era de extremismo islámico, ha alcanzado nuevos picos en el refinamiento del horror. Pero lo que no ha cambiado es el principio del contagio morboso, la transmisión viral aparentemente interminable de cuerpo a cuerpo, la reacción en cadena de nombres que inspiran y son inspirados por otros nombres.

Por supuesto, nadie afirmaría que abstenerse de mencionar los nombres de los terroristas es suficiente para romper la cadena de imitación.

En primer lugar, porque el reino de las redes presuntamente sociales ha limitado en gran medida el poder de los diarios tradicionales.

En segundo lugar, porque el yihadismo tiene muchas otras raíces – raíces profundas – no en la comunicación, sino en las formas de religión y fascismo.

Y si el terrorista X fuese a ser privado del placer vertiginoso de asociar su nombre con el del terrorista Y en la nueva falange oscura, todavía tendría ese otro placer, igual de grande: imaginarse absorbido dentro del nombre cantado de un Dios inmutable. O aún otro placer, no menos delicioso, de ver dos nombres – el suyo y el del Todopoderoso – fundidos en el mismo plomo del mismo nihilismo.

Sin embargo, desarmar un gatillo entre tres, cuatro, o aún más – ¿no vale la pena? ¿En esta guerra total que ha sido declarada contra nosotros, debe cada uno de nosotros resistir lo mejor que podamos, donde podamos, donde tengamos responsabilidad, donde la vida y la ocupación nos han colocado?

¿Y no sería algo raro ver a los ingenieros de la opinión, al rehusarse a serializar la infamia, tratar de atascar al menos uno de los motores de una máquina que ahora se está precipitando a toda velocidad? Tenemos que hacer lo mejor desde donde estamos.

Necesitamos un acuerdo amplio dentro de los medios de comunicación para limitar las descripciones de los criminales terroristas a no más que lo imprescindible.

Contra todo el heroísmo falso y las producciones de imitación que nos traen a la complicidad involuntaria con el yihadismo violento, tenemos que relegar a los terroristas a la oscuridad merecida de los hombres infames.

Fuente: The Guardian
Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México