ALAN GRABINSKY

En 10 minutos estaré en las afueras. Para alguien que creció en la ciudad de México esto es inaudito, pero no se puede negar. Se ve desde la ventana: el bosque, la montaña –el límite de la ciudad. Cuesta creerlo, pero hace apenas un siglo, Viena era una metrópolis en plena ebullición y crecimiento.

La revolución urbana inauguró un estilo de vida definido por el constante contacto con extraños, la circulación de medios masivos y el incesante bombardeo de estímulos audiovisuales. Este contexto generó lo que Simmel llamó la actitud blasé: una especie de indiferencia pública, defensa del sistema nervioso ante la saturación simbólica, que encuentra su más reciente iteración en el uso que se hace de audífonos para sustraerse del contexto en lugares como el Metro y el Metrobús.

Simmel escribió sobre esta actitud a principios del siglo pasado, desde un Berlín en pleno cambio demográfico: esta urbe –junto a su ciudad hermana, Viena– fue de las primeras en llegar al millón de habitantes; París y Londres también pertenecían a este grupo de ciudades donde se concentraban las tensiones más importantes de su tiempo. En ellas se ensayaron aspectos de la vida cotidiana y concepciones de lo público que siguen siendo relevantes hasta hoy en día.

Como capital de un imperio sujeto a las presiones de un mundo en un rápido proceso de industrialización, Viena fue de las primeras en experimentar este vértigo del futuro. En el siglo XIX, la muralla de la ciudad medieval de Viena fue suplantada por la Ringstrasse, una avenida que puso en crisis el espacio contenido del mundo agrario, creando un circuito de flujo que se correspondía con la circulación de mercancías.

La ciudad también cedió ante la maleabilidad del acero: Otto Wagner– uno de los padres del urbanismo moderno– utilizó este material para construir estructuras de tránsito elevadas, contraponiendo diferentes planos de vehículos en movimiento y sugiriendo nuevas formas de simultaneidad. No es casualidad que Wagner haya formado parte del grupo intelectual de los Secesionistas, un grupo de artistas que trataba de orientarse por medio de la experimentación de formas y que fue influyente en vanguardias que consideraban a la urbe y a la velocidad motorizada como fuerza estética.

A principios del siglo XX, para poder incorporar a los migrantes que venían de todos los rincones del agonizante imperio Austrohúngaro se crearon en Viena las primeras viviendas de interés social. Hoy en día, estos conjuntos habitacionales, como el Karl Marx Hof se consideran referentes a nivel internacional de lo que puede hacer el estado para promover vivienda digna y sustentable.

La revolución urbana de Viena también transformó la vida pública por medio de los cafés, los hubs más importantes de innovación intelectual que han existido. Este tercer espacio entre la casa y el trabajo, donde se leían ávidamente los periódicos de toda Europa, fue esencial en la instauración de una esfera pública liberal y progresista. Gracias a ellos se formó una red de comunicación que conectaba a ciudades como Berlín, Zúrich, Praga, Viena, París y Budapest. Los visitaban mentes geniales como Freud, Wittgenstein, Kraus, Marx, Lenin, Trotsky, entre otros.

5360693649_815408f66a_z

Pero la transformación de Viena también tuvo un lado oscuro: las masas. Canetti estuvo presente en una de las primeras quemas pública de actas, evento que lo traumatizó y lo llevó a embarcarse en el libro que le tomaría quince años en escribir, Masa y Poder. Él vio venir el nacionalismo y el anti-intelectualismo que acabarían, durante la Segunda Guerra Mundial, por destruir a la ciudad. Un gran porcentaje de los cafés de Viena antes de la guerra eran propiedad de judíos políglotas que se creían ante todo, europeos: después de la masacre, no quedó nadie que reviviera la tradición cosmopolita de la ciudad.

Desde entonces, la narrativa de Viena es una de nostalgia por un imperio perdido, la creatividad y el vértigo de la Viena de fin-de-siecle se ha vuelto cosa del ayer. De hecho, hasta hace poco tiempo la ciudad tenía menos personas que durante el siglo pasado, una tendencia contraria a todas las tendencias a nivel internacional. La nueva ola de inmigrantes de países árabes ha cambiado la demografía, pero aun así, uno siente en las calles de la ciudad la constante presencia de gente de la tercera edad.

Hoy en día, crecer en Viena es vivir conforme a los estándares más altos a nivel internacional: agua potable, áreas verdes, transporte y servicios de primera. Desde hace años la ciudad compite con Vancouver y Sidney por el primer lugar en calidad de vida. Los vieneses se ríen de su falta de problemas; hace dos años la gran controversia era sobre una calle que se había cerrado al tráfico para privilegiar a los peatones. Fue la noticia nacional, por meses.

Muchos de mis amigos vieneses me dicen que los habitantes viven en una perpetua burbuja, viendo los acontecimientos mundiales como desde lejos.

“La vida en Viena se ha vuelto tan predecible que cualquier cambio genera gran ansiedad”, dice Ilja Sichrovsky, fundador de la Conferencia Musulmana Judía, evento que busca tender puentes entre las dos minorías. En el aire hay cierto sentimiento de urgencia: con la nueva ola de migrantes y ataques terroristas, las cosas están cambiando.

Uno se encuentra con estos residentes en el metro, en los parques públicos, en la calle. Su presencia es innegable. Pero como señala la historia de Europa del siglo pasado, el otro genera ansiedad, y una de las características de la ansiedad es que siempre se descarga sobre un chivo expiatorio. Por eso, la extrema derecha ha asegurado importantes victorias en los países vecinos, Polonia y Hungría. Hace dos meses se realizó un encuentro de partidos ultranacionalistas de toda Europa aquí, en esta capital.

¿Qué diría un judío sefaradí como Canetti, que creció en la multicultural Europa del Este, sobre la catástrofe que se viene? Me lo imagino sentado hasta atrás del mítico Café Central, con su bigote, leyendo el periódico y fumando sus cigarros. ¿Qué obscura profecía tendría para una Europa después de la Unión Europea?

En el meollo de este continente en crisis está la pequeña Viena, pero los sus residentes de hoy en día no han desarrollado la tolerancia a la incertidumbre de sus antepasados, tan necesaria para lidiar con un mundo interconectado. Puede que la vida sea buena, pero es peligroso acostumbrarse a ella. Como señala Heifetz, la gente no le teme al cambio, sino a la pérdida.

La crisis espacial que empezó en Viena hace casi dos siglos se ha desplazado a otras coordenadas. Johannesburgo, Estambul, Sao Paolo, Nueva York, la Ciudad de México y Lagos: estas ciudades –policéntricas, infinitas y rizomáticas- son las Vienas y los Berlines de nuestro siglo. En ellas se concentran las fuerzas y contradicciones de un mundo dominado por urbes globales. En ellas la riqueza y diversidad conviven con la pobreza, la exclusión y la desigualdad. Viena tiene mucho que aprender de estas megalópolis inciertas donde cada día se ensayan nuevas formas de ser de lo urbano. Donde, cada día, se desarrollan nuevas tácticas para lidiar con los problemas más urgentes de nuestro tiempo.

*Alan Grabinsky es director de la agencia cualitativa INTERsección. Maestro en Medios, Cultura y Comunicación por la Universidad de Nueva York.


Fuente: portable-identity.com