IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – No diré que amanecimos con la sorpresa del triunfo de Trump, porque creo que todos nos desvelamos anoche y nos enteramos en tiempo real de su triunfo.

Pero debo añadir que para mí no fue sorprendente. A mis conocidos cercanos les consta que desde hace mucho insistí en que ese tipo podía ganar. Así que paso a explicar por qué el resultado no me causa ninguna sorpresa (aunque sí preocupaciones, pero ese es otro tema).

Lo primero que hay que señalar es que las encuestas en Estados Unidos son todavía más imprecisas que aquí en México, sobre todo cuando son muy cerradas. Hillary tenía casi 10 puntos de ventaja hace dos semanas, pero esta se redujo a 1 o 2 puntos estos últimos días. Eso ya implicaba un empate técnico, porque por norma las encuestas pueden tener un margen de error de 3.5 puntos, ya sea hacia arriba o hacia abajo.

Pero hay algo más: el funcionamiento colegiado del sistema electoral estadounidense. Los ciudadanos no votan por el presidente directamente, sino por la orientación del colegio electoral de su estado. Cada estado tiene una determinada cantidad de votos electorales, variables según la cantidad de habitantes. Por eso hay estados que tienen hasta 55 votos electorales (como California), y otros que sólo tienen 4 o 5. Entonces, imaginemos una situación como esta:

1. En un estado con 55 votos electorales, el candidato A gana por un solo voto.
2. En un estado con 4 votos electorales, el candidato B gana por 10 mil votos.
3. Es obvio que si sumamos todos los votos en total, el candidato B tiene una ventaja de 9,999 votos.
4. Sin embargo, el candidato A ganó 55 votos electorales; el candidato B sólo ganó 4.

Por lo tanto, aunque tenga 9,999 votos menos, gana el candidato A.

Por eso, el margen que las encuestas señalaban a favor de Hillary en realidad nunca fue significativo. Siempre estuvo en el margen en el cual Trump podía ganar, y además por amplísima ventaja.

Un segundo detalle es que era obvio que la mayoría de los “votos no confesos” eran a favor de Trump. Siempre pasa: mucha gente en las encuestas no dice por quién va a votar; otras, incluso mienten. Las razones son variadas, pero un importante porcentaje lo hace por mantener una pose “políticamente correcta”. El votante sin filiación partidista que tuviera más simpatía por Trump que por Hillary podría suponer que, de hacer pública su postura, sería abrumado por críticas y hasta insultos. Y siendo un votante sin filiación, podría considerar que soportar eso era innecesario. Tal vez por otro candidato lo haría, pero no por Trump. Sin embargo, no por ello cambiaría su voto. Luego entonces, para navegar con bandera de neutral, se limitaría a decir que no había decidido por quién votar, o incluso que votaría por Hillary.

Es cierto que ese mismo fenómeno pudo pasar –y seguro pasó– en sentido contrario, pero también es obvio que dadas las personalidades de cada quién (Hillary como la estadista con experiencia, Trump como el advenedizo tonto, bruto y arrogante), la mayoría de los casos fueron de votantes a favor de Trump que se guardaron su preferencia hasta el momento de ir a votar.

En consecuencia, es previsible que muchos votos que se habían anunciado para Hillary en realidad fueron a dar al bolsillo de Trump, y que la mayoría de los votos indefinidos también fue para el republicano. La prueba es que un 42% de las mujeres votó por un candidato señalado como misógino durante todo lo que va de este año. Algo insospechado para muchos.

Hay otro factor que debe tomarse en cuenta: la polarización de la sociedad estadounidense. Y hay que aclarar algo al respecto: eso no es culpa de Trump. Él sólo la aprovechó.

Es imposible que un candidato polarice a la sociedad de ningún país del modo que podemos ver que sucede en los Estados Unidos. Si esa polarización existe, es culpa (y recalco: culpa) de Barack Obama. En realidad, un pseudo-político tan estrafalario e impredecible como Trump sólo fue posible porque fue Obama quien generó el ambiente en el que esto pudo suceder.

Barack Obama fue muy claro en ciertos rasgos (y no se olvide que política es percepción) muy visibles para la sociedad norteamericana: siempre fue incapaz de nombrar de manera clara y definida al terrorismo islámico, y le dejó a muchos gringos la sensación de que estaba más dispuesto a ayudar a los inmigrantes musulmanes (olvídense de ayudar a inmigrantes cristianos), que a los veteranos de guerra estadounidenses.

Ninguna sociedad perdona eso, máxime cuando existe la percepción clara de que Hillary habría sido la continuidad de Obama en muchos aspectos.

Un factor extra, y muy similar, tiene que ver con Hillary: no pudo ocultar que es una persona corrupta. El escándalo de los e-mails, por ejemplo, iba más allá de discutir si el contenido era suficiente para meterla en la cárcel. El problema de fondo era que primero mintió respecto a los correos, y luego su equipo se encargó de borrar decenas de miles de ellos para que la Fiscalía no los pudiera leer. Y volvemos al punto de que política es percepción: la imagen de Hillary quedó seriamente lesionada para muchos estadounidenses.

Otro detalle vino a intensificar este problema: el escándalo durante la Convención Demócrata, en el que se hizo público que había una manipulación del partido para favorecer a Hillary en detrimento de Sanders. Pero aún resultó el escándalo cuando el equipo de campaña de Hillary se quejó de los hackers que filtraron la información. Dieron un mensaje muy claro: “nosotros podemos hacer lo que se nos pegue la gana; el problema es que haya alguien que nos descubra”.

Y aquí juega un rol muy importante la psicología del votante.

Recordemos algo: a los que nos gusta analizar y discutir este tipo de temas, es porque somos personas politizadas en mayor o menor grado. Pero, lamentablemente, somos minoría. La mayoría de los votantes no razona de ese modo. Simplifican los códigos, los signos, los discursos y los conceptos al máximo posible.

Por ejemplo: una frase muy escuchada en estos procesos es “estoy harto de los políticos; prefiero votar por alguien que traiga ideas nuevas”. Y eso nadie me lo puede negar: Trump propuso muchas ideas nuevas. Algunas, francamente irracionales, pero nuevas al fin de cuentas.

Esa psicología de votante despolitizado no se detiene allí: “Me gusta ese tipo. No es el típico político. Dice las cosas directas…”.

Acaso la única posibilidad buena –y recalco: posibilidad– es que Trump haya exagerado en su insolencia, racismo y estupidez sólo para establecer un canal de comunicación con el electorado más apático. Si fue así, lo logró, y con ello los movilizó hacia las urnas y por eso ganó.

¿De qué sirvieron todas las notas analizando a uno y a otro, todas las encuestas, los debates, los escándalos por e-mails o por impuestos? De nada. O de muy poco. Al final de cuentas, todo parece indicar que la apuesta de Trump fue la correcta: adiós a los políticos de siempre; es hora de que los locos tomen el poder.

El fenómeno llegó a una situación inédita: las cámaras.

Siempre, como si fuese una especie de regla no escrita, el partido que ganaba la presidencia perdía una o las dos cámaras, para que eso funcionara como contrapeso de poder.

En esta ocasión no fue así. Los republicanos lo ganaron todo: la presidencia y la mayoría en las cámaras. Eso significa que, en principio, Trump va a ser el presidente más poderoso que hayan tenido los Estados Unidos de Norteamerica, la nación más poderosa del mundo.

Eso, por otra parte, habla del hartazgo que amplios sectores de la sociedad estadounidense sienten hacia el gobierno de Barack Obama y, por ende, hacia el papel que jugó Hillary Clinton como Secretaria de Estado. Se ha llegado al extremo de ni siquiera concederles el papel de balance de poder.

Asumiendo el riesgo de que mi opinión tenga un sesgo bastante lógico por mi postura como judío sionista, me atrevo a decir que mucho de ese castigo está relacionado con la desastrosa política exterior de Obama, así como su descarada simpatía hacia el Islamismo, incluso hacia el más nocivo. Sin duda, para muchos norteamericanos pesó demasiado la abierta postura anti-israelí de su presidente durante ocho años.

Finalmente, un último factor que quiero señalar y que me parece muy ilustrativo de por qué no es nada extraño que haya ganado Trump, es que a los estadounidenses les encanta la alternancia política, aún en los casos más estrafalarios. Recuérdese que después de que Bill Clinton dejara al país en la mejor situación política y económica posible, Al Gore fue derrotado por un verdadero mentecato como George W. Bush.

Lo irónico de todo esto es que, en este momento, si hay dos personas que pueden estar sonriendo complacidamente en la comodidad de sus oficinas son Benjamin Netanyahu y Vladimir Putin, cada uno por diferentes razones.

Benjamin Netanyahu fue sistemáticamente acosado por Barack Obama. Se lanzó cualquier cantidad de campañas en su contra, incluyendo el financiamiento ilegal para intentar derrocarlo en las elecciones de 2015. En su retórica prepotente, Obama siempre insinuó que la cerrazón de Netanyahu “aislaba a Israel”, y por ese lado quiso presionar al Estado Judío a caer en el juego tramposo de las concesiones a los palestinos.

Netanyahu, fiel a sus convicciones, nunca cedió.

Pero hay otra cosa: Netanyahu tiene todo el colmillo que le falta a Barack Obama. Contra todos los pronósticos, ganó las elecciones en Israel, ha mantenido su política de no hacer concesiones gratuitas e improductivas, y hoy está mejor consolidado que nunca. Incluso, ha conseguido una gran cantidad de aliados nuevos, especialmente en África. Y, acaso lo más significativo, ha construido muchos canales de comunicación con los países árabes –otrora los enemigos a muerte– que nos permiten prever posibles tratados de paz a mediano plazo.

En cambio, Obama lo pierde todo. Jamás un presidente estadounidense había perdido tanto en una elección. El resumen de su gestión es que el Partido Demócrata ha quedado reducido a voz opositora, sin la capacidad inmediata para detener cualquier cosa que se proponga el Partido Republicano con Trump a la cabeza.

Curioso: muchos que anticiparon una crisis en Likud hace dos años, seguramente ahora anticipaban una crisis absoluta del Partido Republicano. Y, por el contrario, quienes van a tener que sentarse a ver qué recuperan de los escombros son los demócratas.

Y el otro gran vencedor es Putin. La posibilidad de que ganara Hillary no debía molestarle, porque cuatro años más de presidencia demócrata habrían sido una extensión de la política estilo Obama. Es decir, de un desastre sin pies ni cabeza. Durante sus ocho años en la Casa Blanca, Obama se dedicó a anular la influencia de los Estados Unidos en todo el mundo, sobre todo en Medio Oriente. Y en cosas así la influencia no desaparece; sólo cambia de manos. Todo lo que Estados Unidos perdió, fue ganancia para Rusia, el nuevo amigo de Israel, Arabia Saudita, Egipto y Jordania.

Putin no es una buena persona, pero es sumamente inteligente. Y por ello sabe que, a fin de cuentas, Trump es con quien se puede desenvolver de un modo más cómodo. Es obvio que el magnate que se ha convertido en presidente norteamericano no tiene idea de cómo se juega el ajedrez internacional. Así que Putin compite contra un rival que siempre irá muchas jugadas atrás.

Y, como suele pasar en este tipo de carambolas de múltiples bandas a nivel internacional, acaso los grandes perdedores son los palestinos. Con Obama fuera y sin Hillary, se quedan sin el apoyo más importante que tuvieron durante ocho años. Justo cuando están perdiendo también a Europa (recuérdese que nadie de la Unión Europea votó por sus propuestas en la UNESCO), y cuando ya no pueden confiar en Arabia Saudita y los Emiratos Árabes.

No sé ustedes, pero yo sí creo que voy a despertar mañana en un mundo más raro del que me despedí esta noche.