ALAN GRABINSKY

Esto lo empecé a escribir en Yom Kipur y luego lo dejé a un lado. Lo pongo aquí como tributo.

¿Qué más se puede escribir sobre Leonard Cohen? ¿Qué se tarda hasta diez años escribiendo una sola canción? ¿Qué después de tanto fumar su voz se ha fundido con el bajo?

¿Qué pronto morirá? Lo más probable es que nunca lo vea: el abuelo Cohen tiene ochenta y dos años. Pero a diferencia de otros músicos con los cuales me he obsesionado, esta cercanía con el final no me importa demasiado: la muerte lo ha seguido desde siempre.

Debo de confesarlo. Soy un converso reciente. Había escuchado sobre Cohen antes pero sus canciones se me hacían toscas, impenetrables. Todo lo bueno toma tiempo, supongo: ahora Cohen es el soundtrack de las mañanas, tardes, noches. No puedo dejar de escucharlo, cada vez siento como que toco algo esencial. Y luego el sentimiento se esfuma.

Lo conocí en Nueva York. El invierno y el estrés de la maestría me habían causado una crisis de soledad. Pensé que ésta se solucionaría saliendo de la urbe un fin de semana. En un arranque de impulsividad tomé mis cosas, empaqué una pequeña maleta, tomé el metro hacia Grand Central Station y me senté en la terminal a esperar un tren que me llevara a cualquier parte.

En aquel entonces Leonard estaba dando una gira en Estados Unidos ( su agente le había robado todo su dinero),y yo había escuchado las comparaciones de él con Bob Dylan, pero nunca pensé en siquiera verlo mientras estaba en tour por la ciudad. Aun así sentía curiosidad por él y fue durante esa espera que entré a una tienda de libros y compré “I’m Your man”, una biografía del cantante.

El viaje hacia Pougheppsie fue frío. Dormí en una mansión que parecía sacada de una novela de Stephen King y acabé el libro que estaba leyendo acostado sobre un sillón sacado de la época de Maximiliano. Más que apaciguar mi sensación de soledad, el viaje lo exponenció: me encontré caminando por un puente peatonal que cruzaba sobre el rio Hudson un día nublado y comiendo entre personas en un restaurante japonés en Beacon, Nueva York.

Fue hasta de regreso que abrí el libro sobre Cohen, los siguientes años mi relación con él sólo se puede describir como obsesa, rayando en lo patológico. Después de escuchar su canciones en el vagón de regreso Cohen se volvió una presencia constante en mi vida, al grado de que me parecía intuir su presencia en cada esquina de la ciudad.

Y cuando la soledad visitaba, como siempre lo hace en Nueva York, su voz –– pero sobre todo sus letras–– me ayudaban a conectar con algo más ancestral. El judaísmo de Leonard es fundamentalmente místico, y su visión política — a pesar de, o precisamente por, haber estado en Cuba durante la revolución y en Israel durante la guerra de Yom Kippur — es pesimista, aunque no por ello fatalista.

El autor de canciones como The Future creció en el seno de una familia judía recién finalizado el Holocausto. Su padre murió cuando era muy joven. Y a pesar de esta vulnerabilidad en todas sus canciones corre la creencia en la redención. A sus ochenta y dos años, el cantante canadiense seguramente ya no ayunará en Yom Kippur. Fiel seguidor de la tradición judía, y monje budista, las letras de sus canciones están atravesadas por tantas capas que parecen haber pasado por el proceso de escritura propio de la Biblia.

Me hubiera gustado ir a ver cuando tocó en Madison Square Garden, aquella primavera. Pero todavía no lo conocía. Lo más seguro es que no lo vea nunca, a este compañero de la sospecha que me ha dado compañía en una época que se anuncia como civilizada. La poesía es la ceniza de una vida bien vivida, decía él. En el caso de él, trasciende la muerte misma.