IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Me llamó mucho la atención el modo en que varios analistas políticos, económicos y hasta historiadores se expresaron esta mañana respecto al discurso inaugural de Donald Trum, ya investido como cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos de Norteamérica.

A ratos me quedaba con la sensación de ver a un hombre que durante los últimos 25 años ha perdido paulatinamente el cabello, pero que sólo hasta que se le cae su último pelo abre los ojos sorprendido frente al espejo y dice “D-os mío, estoy calvo…”.

Y es que todos se expresaban en términos encaminados a sugerir que Trump puede provocar muchos problemas, o que es sorprendente que Trump se exprese en términos abiertamente regresionistas (en el entendido de que su nacionalismo populista es un regreso a un pasado que parecía superado), o que estemos llegando al punto en donde la magnífica democracia estadounidense está en riesgo.

Yo no le veo nada nuevo a nada de eso.

Trump no está reinventando el nacionalismo. De hecho, el suyo es apenas un triunfo más de esta tendencia en los últimos años (sin duda, el más relevante por tratarse del país más poderoso del mundo; pero no por ello deja de ser sólo uno más). Y aquí valdría la pena preguntarnos el por qué de esos éxitos del nacionalismo.

Por una razón muy simple: porque la otra alternativa fracasó.

Desde el fin de la II Guerra Mundial, los dos grandes bloques ideológicos y económicos –lidereados respectivamente por la ex-URSS y los Estados Unidos– apostaron por el integracionismo. Cada uno a su modo promovía proyectos globalizantes que, a la larga, permitieran la integración económica y política. Por su posición geográfica, Estados Unidos no se vio directamente inmerso en esta dinámica, pero Europa sí. La creación de organismos comerciales (como la Comunidad Económica Europea) y luego de organismos políticos (como el Parlamento Europeo) tuvieron como objetivo lograr un nivel de integración que –parecía– dejaría enterrados todos los vestigios del violento e irracional nacionalismo que había provocado el conflicto bélico más terrible que jamás haya vivido la humanidad.

La ex-URSS tenía otra propuesta tanto en la estrategia económica como en las perspectivas políticas. Sin embargo, el Pacto de Varsovia era exactamente lo mismo que la Unión Europea en cuanto a sus fines prácticos. También el proyecto marxista pretendía unificar a la humanidad bajo un sólo parámetro.

El resultado ya lo sabemos: el modelos socialista-marxista soviético no funcionó en el aspecto económico, y por ello no fue posible evitar el derrumbe de la ex-URSS y todo lo que representaba como cabeza de un sistema ideológico, político, social y económico.

A lo que no se le pone mucha atención es a que, con ese colapso, algo también empezó a colapsar en occidente. Y es que es lógico: durante un poco más de 40 años –esa época que llamamos “la Guerra Fría”–, occidente diseñó sus políticas económicas, políticas y militares en abierta competencia contra el bloque soviético.

Estados Unidos y sus aliados tuvieron que invertir una gran cantidad de dinero en armas y recursos estratégicos para poder enfrentar lo que era una amenaza real –el comunismo–, que por lo menos en las guerras de Corea y Vietnam, así como en el caso de Cuba, habría demostrado ser más práctico y eficiente como para imponerse pese a la oposición del país más rico y “poderoso” del planeta.

Luego todo ese sistema socialista reventó. Estados Unidos y la Europa capitalista lograron ganar esa guerra sin necesidad de ir al campo de batalla militar. Pero se quedaron con una infraestructura bélica demasiado grande como para simplemente hacerla a un lado y dejar que los políticos siguieran haciendo su trabajo como si no pasara nada.

Se llegó a una extraña esquizofrenia: por un lado, los políticos e ideólogos progesistas apostaron por reforzar la globalización e integración internacional por medio del discurso multiculturalista y la excesiva devoción por los Derechos Humanos. Creían que por fin habíamos llegado a un punto donde habíamos aprendido lo suficiente como para sentar las bases para un siglo XXI civilizado y que ofrecería mejores condiciones de vida a todo mundo.

Paréntesis cultural: mucha de la molestia de esos sectores “progresistas” contra Israel viene del hecho de que, justo en ese momento, el aún joven Estado Judío estaba enfrentando las crisis opuestas, y su objetivo era el contrario: sobrevivir como nación aislada (no por gusto propio) de sus vecinos árabes. Es decir: en un marco inevitablemente nacionalista. Para los europeos –siempre tan indiferentes a las realidades lejanas, ególatras convencidos de que sólo Europa entiende a la humanidad–, eso iba en contra de la tendencia “mundial” (en realidad, Europea). Pese a que su realidad era otra y sus problemas eran distintos, Israel siempre y hasta la fecha se ha visto presionado por Europa para sacrificar su identidad como nación. El argumento es genial: Europa descubrió que eso era lo mejor (claro, lo que no descubrió es que era lo mejor para ellos, no para el resto del mundo).

Regresando al tema, el gran error de los progresistas europeos fue suponer que todo el mundo entendía las cosas exactamente igual, y salvo diferencias locales pero no trascendentales, todo el mundo buscaría la misma ruta.

Fue la última gran campaña colonialista. Si en los siglos XVI al XIX Europa había promovido un colonialismo político y militar, y en el siglo XX un colonialismo ideológico, ahora en el siglo XXI pareciera que pretendían un colonialismo sentimental: todos en todos lados caminando con un mismo sentir en el corazón, rumbo hacia sociedades más justas y democráticas.

Lindo ideal, pero completamente desconectado de la realidad.

Pese a las advertencias de algunos pocos filósofos disidentes y, sobre todo, de los políticos israelíes, ni Europa ni Estados Unidos tomaron las medidas adecuadas para contrarrestar el avance de las sociedades islámicas y, principalmente, sus proyectos fundamentalistas y expansivos.

No quiero sonar chauvinista, pero Israel era quien más tenía que decir en este tema (y se le tenía que haber hecho caso), porque era el país que estaba luchando de frente contra ese impulso islamista.

Pero no. Estados Unidos disfrutó por cierto tiempo de su posición geográfica –que le permitía no ser la primera víctima de este nuevo conflicto–, y Europa prefirió refugiarse en algo tan rancio como el nacionalismo, e igualmente pernicioso: su penosa soberbia según la cual ellos y sólo ellos generan Historia. Bajo esa lógica, los extremismos musulmanes eran obra de sociedades sin criterios propios, sin ideas propias, sin motivaciones propias. Sólo estaban “reaccionando” a lo que los Europeos habían hecho durante siglos, y había que ser comprensivos y amables.

El fracaso de los proyectos multiculturales en Europa se debió a que esta fue la motivación de fondo para abrir muchas fronteras y permitir la inmigración –en momentos, masiva– de musulmanes provenientes de Asia y África. Los gobiernos europeos –Francia, principalmente– se mostraron absolutamente indolentes a cualquier intento por asimilar a los modos occidentales a todos estos migrantes (por respeto a sus culturas, respeto a sus Derechos humanos, decían…), y a inicios de este siglo empezaron a descubrir con terror que lo único que habían logrado no era la Europa multicultural paradisíaca que soñaron, sino ghettos donde con toda libertad e impunidad, los grupos más radicalmente anti-europeos y anti-democráticos florecían a su entero antojo. Incluso, financiados por los propios gobiernos.

Estados Unidos no fue más inteligente. La realidad los alcanzó con los atentados de 2001, y la reacción fue completamente equivocada: una invasión a Afganistán bajo la premisa de que “derrotarían a los musulmanes malos y los musulmanes buenos estarían felices”.

Pues no. Los afganos tenían sus propios problemas, propios de su muy particular realidad. La intervención estadounidense sólo vino a hacer más complejo el panorama. La posterior invasión a Irak fue exactamente lo mismo: un error que sólo hizo del Medio Oriente un lugar más complicado.

La llegada de Barack Obama a la presidencia en 2008 parecía darle un nuevo rumbo al mundo. Acaso, Obama ha sido el presidente norteamericano que llegó con más expectativas por parte de todo el mundo. Pero Obama cometió el mismo error que Europa, sólo que en el estilo de los estadounidenses: peor y en grande.

El primer presidente afro-americano entendía perfectamente bien que la presencia de sus militares en Afganistán e Irak había causado muchos problemas, pero no se dio cuenta que la retirada sólo iba a empeorar las cosas. Ante la absoluta debilidad política de los gobiernos locales, el vacío de poder que dejaran los Estados Unidos sería rápidamente aprovechado por los extremismos de la zona (Irán, en principio), o por la Rusia de Vladimir Putin, un zar muy poco o nada escrupuloso, pero descomunalmente inteligente y previsor. Luego, el error estratégico norteamericano dejó el espacio libre para que apareciera el Califato islámico que seguimos conociendo como Daesh o ISIS. De ese tamaño fueron los errores del presidente del que tanto se esperaba.

Obama llevó su apuesta al interior de su propio país. Ante los embates terroristas perpetrados por musulmanes, se rehusó sistemáticamente a llamar el problema por su nombre (“terrorismo islámico”; supongo que las tripas se le revolvieron esta mañana cuando Trump habló contundentemente de derrotar a esa lacra). Enredado en esa espiral absurda, poco a poco fue puliendo su claro sesgo anti-blanco (olvidándose de que, guste o no, está en un país todavía mayoritariamente blanco). Las estadísticas no mienten: la policía estadounidense mata a más ciudadanos blancos que afroamericanos. Sin embargo, cuando el atentado era cometido por un afroamericano o un musulmán, Obama inequívocamente declaraba que “no se sabían cuáles eran las motivaciones” del ataque; si, en cambio, la víctima era un afroamericano, Obama no tardaba un segundo en decir que “había que luchar contra los crímenes de odio racial”.

En política, la forma es fondo. Sin darse cuenta, con esta actitud parcial e injustificable, Obama logró distanciarse de la suficiente cantidad de gente como para ayudarle mucho a un candidato tan absurdo como Trump en lo que todos daban por imposible: ganar la presidencia.

A Europa no le fue mejor. En 2011 llegaron los grandes movimientos sociales en los países árabes –lógicos, si tomamos en cuenta que sus gobiernos siguen siendo feudales y, por lo tanto, la desigualdad social (no se diga la de género) es aberrante–, y de inmediato se les llamó “primaveras”. Una vez más, los progresistas cedieron al espejismo nacido de su colonialismo emocional, y creyeron que se abría una nueva época para ese bloque de naciones tan relevante a nivel mundial.

Fallaron. Penosamente, además. En los mejores casos –como Egipto o Túnez–, las cosas quedaron igual. En otros, como Libia, la situación empeoró notablemente. En Siria se llegó al extremo: se trata del peor conflicto del mundo en este momento, y pese a todos los esfuerzos hechos (que, por cierto, no son muchos) todavía no se vislumbra un final real de esa guerra civil.

Por supuesto, el terrorismo también llegó a suelo europeo. Primero Madrid, luego Londres; esos ataques en 2004 y 2005 (respectivamente) sólo fueron el preludio de lo que luego sufriría, especialmente, Francia. A Estados Unidos también le llegó durante la “progresista” era Obama (en el maratón de Boston y en San Bernardino, por ejemplo).

¿Qué se debe entender de todo esto? Que el proyecto progresista y antinacionalista que se venía construyendo desde el fin de la II Guerra Mundial, en términos simples, fracasó. La gente de hoy no se siente mejor que la de hace 30 o 60 años, salvo en pocos lugares del mundo (Israel, por ejemplo, aunque sea políticamente incorrecto decirlo).

Por eso, en los últimos años hemos visto el renacimiento de las derechas intransigentes, demagógicas y nacionalistas. Ya nos escandalizaban hace 10 o 12 años porque se atrevieran a alzar la voz, pero en los últimos dos o tres años nos espantan porque ya están ganando elecciones. Y, según parece, lo segurián haciendo. Existe un riesgo verosímil de que pronto se queden con el control de occidente.

Las izquierdas a nivel internacional no han sabido leer esta situación; por lo tanto, las estrategias que han tomado han sido ineficaces en todo sentido. Generalmente, perdiendo terreno. Y cuando lo han ganado, sólo han empeorado la situación (como lo hizo Hollande en Francia, y como lo habría hecho Sanders en Estados Unidos).

Obama tampoco supo percibir la situación. Probablemente no haya existido un período más confuso y torpe en materia de política exterior para los Estados Unidos en toda su Historia. Todos los saldos que deja Obama van de lo malo a lo desastroso.

¿Por qué habría de sorprendernos que llegar a la presidencia un empresario blanco que no sólo retomó los discursos nacionalistas que tanto gustan últimamente, sino que además asumió la bandera de lo anti-institucional?

Acaso ese fue el más penoso error de Hillary Clinton y su equipo de campaña: no darse cuenta que un amplio sector de la sociedad norteamericana estaba harto de los “políticos profesionales”. Como consecuencia de semejante despiste, se obstinaron en presentar a Trump como un improvisado sin experiencia y a Hillary como una verdadera profesional de la política. Justo lo que mucha gente ya no quería ver ni escuchar (personalmente, insisto en que fue mejor que no ganara Hillary; si no era capaz de darse cuenta de algo tan evidente, me queda claro que habría gobernado sin darse cuenta de muchas cosas, y eso no le hubiera hecho bien a nadie).

¿Qué se puede esperar del nuevo César empresario?

Nada sorprendente. Sólo lo que ya hemos venido señalando desde hace varios años: la magnífica democracia estadounidense está en su etapa final. Viene el imperio.

Le pasó a Roma, le pasará a los Estados Unidos. No un imperio militar, como el que empezó a crear Augusto y logró consolidar Vespasiano (un militar). En nuestra época, tal y como ya se ha señalado muchas veces, el verdadero poder es el económico. De hecho, en muchos aspectos el control de las situaciones ya no pasa por el gobierno, sino por las empresas. ¿Por qué? Porque el único proyecto globalizador que ha tenido éxito es el empresarial.

Por eso no sorprende que ahora el hombre más poderoso del mundo sea un empresario. Si Trump logra consolidar un rumbo, tal vez ese vaya a ser el perfil del nuevo modo de imponer su liderazgo.

Cierto: se le critica que sabe de negocios, no de política. Pero ya lo dijimos: la coyuntura actual es un mundo donde los negocios ya vienen doblegando a la política desde hace mucho tiempo. Tal vez Trump sólo sea el aviso que nos da la Historia de que se acabó la era de la política y el senado, y llegó la hora de los hombres de negocios.

Por supuesto, es algo que nos espanta. Pone al mundo al revés de como lo habíamos entendido por décadas. Imagínese usted: tanto, que Obama –el demócrata progresista– llevó las relaciones entre Estados Unidos y Rusia a su peor momento, y Trump –el republicano nacionalista– no deja de lanzarle flores a Putin, que responde del mismo modo. Bien dicen que a Ronald Reagan le daría un ataque si viera esto.

A mí, personalmente, no me extraña. Putin es un dictador, pero ha demostrado que sabe de negocios. Lo más desconcertante es ver que está abierta una puerta para que los empresarios hagan lo que los políticos nunca pudieron: hacer de Estados Unidos y Rusia buenos socios.

No me parece que ello vaya a ser bueno. Ambos países están dominados por grupos a los que poco le importa la igualdad social. Aunque no deja de tener una ventaja: por lo menos se conjura el peor riesgo de guerra posible.

Ambos tienen un enemigo en común: el extremismo islámico. Los países árabes van a tener que apostar por la moderación (lamentablemente, eso no significa que apuesten por la igualdad o la democracia) o el extremismo. En ese aspecto, todo parece indicar que se le viene una etapa muy difícil al chiísmo lidereado por Irán. Trump no les va a tener paciencia ni consideraciones, y Putin va a empezar a cobrarles cada centavo otorgado en apoyos para mantener a Bashar el Assad en el poder en Siria.

¿Europa? En crisis. Estoy seguro de que vienen más victorias de la derecha en países donde eso parecía superado, como Alemania y Francia. La exacerbación social va a llegar a fricciones severas con las comunidades musulmanas, y es casi inevitable que haya derramamientos de sangre graves.

Lamentablemente, ni la izquierda ni la derecha tienen soluciones para eso. Todavía más lamentablemente, la derecha sí tiene discursos. Demagogia. Pero en situaciones como esta, es lo único que se necesita para ganar elecciones.

¿América Latina? Sentenciada. Tiene demasiados problemas propios, que prácticamente la imposibilitan para enfrentarse con posibilidades de éxito contra la radicalización política que se viene en Estados Unidos. Por desgracia, seguiremos en una completa condición de dependencia. El ritmo del baile no se dicta aquí, y en lo inmediato no tenemos modo de cambiar eso.

¿Israel? Parece mentira, pero su situación es sorpresivamente cómoda. Todavía tiene muchos enemigos y muchas cosas y personas de quien cuidarse, pero tiene la ventaja de que todos esos contrincantes tienen muchos problemas, y además son especialistas en provocarse más problemas entre ellos mismos.

Eso le ha dado a Israel una ventaja que ha sabido aprovechar invirtiendo mucho dinero y esfuerzo en lo que va a ser el oro del siglo XXI (y de muchos más): la innovación tecnológica.

No veo próximo el momento en que Israel deje de ser un país odiado por mucha gente. Pero gracias a ese acierto, se ha vuelto un socio importante en el mundo de los negocios. El que parece empezar a dictar el rumbo de los gobiernos actuales.

Así inicia la Era Trump.

El pelo ya se nos había caído desde hace mucho, pero hoy despertamos, nos vimos al espejo y al no encontrar en nuestra cocorota el último cabello, por fin dijimos “D-os, estoy calvo…”.