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Los nazis mataron a su familia. Pasó por cinco campos de concentración en tres años de su infancia. Pero sobrevivió para revolucionar la industria de las muñecas y abrir el mercado al juguete más popular de los Estados Unidos: El Transformer. Acaso porque él mismo se transformó muchas veces.

El viernes 27 de enero, la fecha en que se liberó el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau en 1945, es el Día Internacional de Conmemoración del Holocausto. Con 93 años y una resiliencia excepcional, Henry Orenstein acaso sea una historia digna de las víctimas de la Shoá que se recuerdan: un hombre que sobrevivió a la desgracia extrema en cinco campos nazis y cuya venganza fue ser feliz y hacer felices a otros, como un gran creador de juguetes y de los torneos televisados de póker.

Abigail Jones lo entrevistó para un perfil que publicó la revista Newsweek en el que resumió “la vida de un hombre que sobrevivió a circunstancias extraordinarias y luego les enseñó a los niños y a los adultos del mundo a jugar”.

El chofer que conduce el auto de Orenstein desde hace casi un cuarto de siglo, Ken Oakes, trabajaba antes como gerente del sector de juguetes de la cadena Sears. Allí se conocieron hablando de los muñecos más vendidos, los Transformers. “Orenstein fue el hombre que vio el potencial para los Transformers en los Estados Unidos”, dijo a la revista estadounidense. Lo imaginó, en realidad, en la Feria de Juguetes de Nueva York: en un exhibidor mal ubicado encontró un auto que se transformaba en un avión. “¡Es la mejor idea que vi en muchos años!”, se dijo. Y comenzó a pergeñar alternativas al modelo carro-avión.

El automóvil era un diseño de la compañía japonesa Takara. Orenstein conocía al presidente y le gestionó una reunión con los gerentes de Hasbro, el gigante que lanzó al mercado los G.I. Joe y Mi Pequeño Pony. Las dos empresas lanzaron los Transformers en 1984. El éxito de esos robots multifacéticos fue más allá del producto en sí a lo largo y a lo ancho de la cultura popular: historietas, series de televisión, una película taquillera y merchandising variado que —sin contar a los competidores y los imitadores— generó más de USD 10.000 millones desde 2004.

Sólo 300.000 de los 3 millones de judíos polacos sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial, y Orenstein fue uno de ellos. Si hoy juega al póker con sus amigos —”¡Son tiburones!”, lo corrigió su esposa Susie, de 72 años— en un apartamento que mira al Central Park, en la ciudad de Nueva York, es porque se abrió camino “hasta la cima de la industria de los juguetes”, argumentó Newsweek. Y luego hizo que el póker, un juego de azar que se jugaba en ámbitos mal iluminados, se convirtiera en un negocio multimillonario: creó el programa de televisión Poker Superstars, la punta del iceberg de una plataforma de medios que hoy llega a las redes sociales.

Primera transformación: de niño feliz a huérfano en un campo nazi

Orenstein nació en 1923 en Hrubieszów, en Polonia. “La mitad del pueblo era judío, y no obstante él recuerda que de niño miraba por la ventana y todos los días veía mensajes como ‘Judíos a Palestina’ y ‘¡A pegarle a los judíos!'”, escribió la autora de la nota. “Su padre, Lejb, era un empresario artífice de su éxito, que tenía un comercio de telas, un silo y un negocio lucrativo de exportación. Su madre, Golda, se ocupaba de la familia —Henry, sus hermanos mayores Fred, Felix y Sam, y la hermana menor, Hanka— en una casa de tres pisos con una cocinera y una mucama residente”.

“La situación era feliz”, dijo Orenstein a la periodista. “Pero sabíamos que nuestro futuro peligraba”.

Cuando se sacó las máximas calificaciones en todas las asignaturas del primer año de su secundario pero el director de la escuela dijo que ningún estudiante nuevo había merecido el premio académico del año, llegó a su casa llorando, se echó sobre la cama y gritó “¡Hitler va a venir aquí y nos va a matar a todos!”. Su padre intentó consolarlo; sólo lo escuchó repetir esa frase y rogarle que llevara a la familia a algún país de América.

Pocos meses después, Alemania invadió Polonia, el 1º de septiembre de 1939.

Los varones de la familia escaparon a un pueblo ruso vecino; pensaron que los nazis respetarían a las mujeres. Salieron justo antes de la primera marcha de la muerte, una redada de 2.000 varones que fueron asesinados en las afueras del pueblo. Pero cuando Golda les informó que les habían incautado los bienes y que temía por su niña, comprendieron que tampoco ellas estarían a salvo de la barbarie. En 1941, mientras Alemania entraba en la Unión Soviética, regresaron.

Se escondieron en la casa de una campesina que se arriesgó a la pena de muerte, que era lo que se administraba de manera sumaria a los gentiles que ayudaban a esconder judíos. La familia se logró reunificar al comenzar octubre de 1942, pero aunque intentaron ocultarse a fines de ese mes, debieron entregarse a la Gestapo.

“Henry y sus hermanos fueron enviados a un campo de trabajo local. Lejb y Golda fueron conducidos al cementerio judío de Hrubieszów, donde se les ordenó que se desvistieran y se ubicaran en hilera al borde de un hoyo de ejecución”, escribió Jones. “Entonces les dispararon a la cabeza y los echaron al socavón”.

Segunda transformación: el doble fraude bajo el III Reich

Los guardias SS del campo de concentración —el tercero en el que estaban los hermanos Orensetein— había sacado a 400 varones de las duchas, desnudos, y los habían perseguido hasta la nieve del invierno de enero de 1944, donde una vez medio congelados los hicieron volver a golpes a la barraca.

Entraban por una ventana, como toque final de la iniquidad, cuando escucharon por los altavoces:

“Todos los científicos, ingenieros, inventores, químicos y matemáticos judíos se deben registrar inmediatamente”.

A esas alturas, nadie en los campos ignoraba las evacuaciones y los exterminios en masa que eran la realidad cotidiana: el nazismo mató a 6 millones de personas, 1,1 millón de ellas en Auschwitz-Birkenau, acaso el símbolo más emblemático de la tragedia que queda hoy en día. Orenstein —quien había hecho de todo para sobrevivir: dormir en el campo, esconderse en tambores de aceite, sobornar con su reloj a un policía ucraniano y salir corriendo sin saber si lo dejaría huir o lo balearía por la espalda— decidió que habría de tentar a la suerte otra vez, porque era el único factor que podía salvarlos.

Declaró que él, sus hermanos y su hermana eran científicos y matemáticos. “Cuando ellos descubrieron lo que había hecho”, relató Jones en Newsweek, “quedaron horrorizados”. Fred era médico y Felix había estudiado dos años de medicina; Sam era un abogado y Henry y Hanka ni siquiera habían tenido edad para entrar a la universidad antes de su confinamiento.

Pero a él conseguir un día más de supervivencia, sólo un día, le parecía suficiente.

No pudo hacerlo por Hanka, a quienes los verdugos descartaron por mujer y joven. Ella sería asesinada en una marcha de la muerte poco antes de la liberación.

Los exámenes les parecieron sospechosamente fáciles. “¿Cuántas patas tiene una mosca?”, por ejemplo, fue la única pregunta que respondió el mayor: “Seis”.

A los pocos días, los varones Orenstein fueron llevados a las barracas del Chemiker Kommando, donde se crearía una superarma que definiría la guerra a favor de Alemania. O se hubiera creado si en realidad no hubiera sido un fraude montado por académicos alemanes que no querían ser incorporados al ejército. Que se encontraron con la horma de su zapato: “Si ellos les decían a la Gestapo que nosotros fingíamos, nos hubieran matado, pero ellos hubieran sido llamados a filas”, dijo el sobreviviente a Newsweek. “Que los mandaran al frente ruso era lo peor que les podía pasar. El invierno, la nieve, todo eso: caían muertos como moscas. Así que decidieron simular hasta el final. Tuvimos suerte”.

A medida que se acercaban los aliados, eso cambió. Fred y Félix fueron cambiados de campo —Félix moriría asesinado en ese último destino— y Sam y Henry marcharon durante diez días en dirección al Mar Báltico, sin fuerzas para avanzar, pero sin posibilidad de darse el lujo de detenerse: los nazis disparaban a quienes lo hacían.

Una mañana se despertaron y no quedaba un soldado alemán a la vista.

 

Tercera transformación: el hombre de los mil juguetes

Luego de la liberación, Orenstein pasó dos años en Alemania a la espera de sus papeles para emigrar a los Estados Unidos, donde lo esperaría un tío. Estudió inglés como pudo: las 2.000 palabras que había aprendido le bastaron para leer dos diarios apenas salió del muelle en Nueva York y asombrarse de que en ninguna página había una expresión antisemita.

Cargó bolsas de algodón, ingresó a una empresa de enlatados, despachó en una tienda de alimentos. A mediados de la década de 1950 le dijo a su tío que le gustaría vender muñecas en ella: muñecas hermosas, en cajas atractivas, pero mucho más económicas que las que se encontraban en las grandes tiendas. Su tío le prestó un capital inicial y el negocio fue tan próspero que creó el género de las muñecas de supermercados.

Un día visitaba a un amigo cuando se entretuvo moviendo sobre el vidrio de una mesa un objeto metálico con un imán, y se le ocurrió su mayor éxito: la muñeca que parpadeaba. Ya había empezado a acumular buena parte de las 100 patentes que hoy conserva cuando creó su empresa, Topper Toys, que llegó a tener 5.000 empleados en su fábrica de New Jersey y a crear un éxito inédito: Betty, the Beautiful Bride. “Así hice mi primer millón”, dijo a Newsweek.

“Durante más de dos décadas, Orenstein inundó las casas estadounidenses con algunos de los juguetes más memorables de mediados del siglo XX. Sus automóviles de carrera Johnny Lightning competían con Hot Wheels. Sus muñecas Dawn competían con Barbie. Creó los electrodomésticos Suzy Homemaker, los camiones Zoomer Boomer”, enumeró Jones en su texto. “Le vendió a Plaza Sésamo las Walking Letters, que enseñaban a los niños a deletrear, y contrató a Louis Armstrong para que cantara el jingle del aviso de la muñeca Suzy Cute.”

“Mattel estaba decidida a destruir Topper”, dijo la esposa, Susie, a Newsweek. “Ex empleados de Mattel nos decían que tenían días de reuniones sobre cómo destruir a Henry Orenstein.” Y cuando lo logró, en la década de 1970, la empresa fue a la bancarrota y Orenstein comenzó a buscar ideas para Hasbro y otras grandes. Entonces aparecieron en escena los Transformers.

Cuarta transformación: el póker a la televisión

Hasta la década de 1960, Orenstein tenía una pasión prioritaria: el ajedrez. Pero entonces comenzó a aprender a jugar al póker en algunos de los lugares más importantes del juego del país. Viajaba a California, a New Jersey y, desde luego, a Nevada para pasarse hasta doce horas sentado a una mesa en un casino de Las Vegas.

En 1987, ya experto, conoció a quien hoy es el productor de World Series of Poker, Mori Eskandani, en Los Ángeles. Se hicieron amigos. Un día, muchos años después, le contó a su compañero de póker que se le había ocurrido una idea para que el juego saliera de las catacumbas de la ludopatía y se proyectara como un gran deporte nacional.

Le dijo que le gustaba jugar pero lo aburría mirar. Había descubierto por qué: ¿dónde estaba la gracia si no se podían ver las cartas? Y también había descubierto la solución: una mesa de póker equipada con cámaras para las cartas ocultas, aquellas de una mano que se dejan tapadas y solo puede ver cada jugador.

Mientras trataba de convencer a los mejores jugadores del país que revelaran sus secretos para los televidentes, ganó un par de torneos. En 2002, cansado de esperar, llamó a Jon Miller, director de NBC Sports. No lo conocía: para que lo atendiera le envió los resúmenes de sus cuentas bancarias, de ocho o nueve dígitos. Quería que entendiera que era “un hombre serio con una idea seria”.

Le habló de su mesa, de su visión de torneos en vivo con los mejores jugadores del país. “Miller quedó cautivado”, escribió la autora. La cadena estaba buscando nueva programación. “Juntos lanzaron Poker Superstars y High Stakes Poker. Poco después el deporte explotó en televisión y en línea”. Según Miller, “este hombre es la única razón por la cual el póker es un negocio multimillonario”.

La riqueza nunca lo alejó del recuerdo de la Shoah. Orenstein colabora con los sobrevivientes y con las familias de bajos ingresos: lleva medio siglo de contribuciones al Metropolitan Council on Jewish Poverty de la ciudad de Nueva York, donde ha pagado desde alimentos (al comienzo) a tratamientos médicos (cuando sus recursos aumentaron), desde escolaridades a muebles y ropas. “Se hizo cargo de casos en los que no había nadie más que colaborase”, dijo a la revista Jackie Ebron, de la organización. “Y la gente nunca ha sabido quién es él. Él no quiere que nadie sepa que es él”.

También se encargó de que el nombre de Yekaterina Lipinskaya, “una de las mujeres más valientes y honorables que conocí, y sin dudas la persona por la cual estoy vivo”, se inscribiera en el memorial del Holocausto en Jerusalén: fue la campesina que alojó a su familia, y a muchas otras, sin medir el peligro, por la necesidad de ayudar a salvarlos.

 

 

Fuente: infobae.com