BERNARD-HENRI LÉVY

La cosa más extraordinaria con respecto al asunto en torno al candidato presidencial conservador francés François Fillon—él, su esposa, Penélope, y sus hijos han sido acusados regularmente de nepotismo y corrupción involucrando pagos para empleos que pueden no haber existido—es el asunto que rodea a Marine Le Pen, la candidata del Frente Nacional, un partido que combina medidas iguales de ultranacionalismo, proteccionismo, y sentimiento antiinmigrante.

Si ustedes quieren una estafa de trabajos falsos que afecte no a uno sino a 24 legisladores, deben dar una mirada a la investigación iniciada por la Oficina Europea Anti-Fraude en torno a 20 ayudantes legislativos que estaban trabajando presuntamente para el partido de Le Pen mientras estaban en la lista de pagos del Parlamento Europeo. Si ustedes quieren acusaciones reales por presunto fraude, recibo de productos del fraude, mal uso de propiedad corporativa, lavado de dinero, y financiación ilegal de campañas, ustedes no encontrarán mejores ejemplos que los que involucran a la microfacción de extrema derecha conocida como Jeanne, junto con Riwal, su contratista de comunicaciones— ambos satélites del Frente Nacional de Le Pen.

Y si ustedes están buscando un partido corrupto, lleno de nepotismo, receptor de sanciones penales por cebo de raza, malversación de fondos, y un largo etcétera—bueno, nuevamente, el Frente Nacional lo ha hecho todo. Pero el hecho curioso es que, en Francia como en Estados Unidos, estas circunstancias condenatorias no han resonado muy fuerte como las sospechas que pesan sobre Fillon, el candidato de la derecha republicana y uno de los principales oponentes de Le Pen—si las circunstancias condenatorias son mencionadas en absoluto.

Cuando medios noticiosos franceses tales como el sitio de investigación online Médiapart y el semanario satírico Le Canard Enchaînére informan al público acerca de las múltiples investigaciones que han terminado en sanciones serias—cuando periodistas valientes tratan de atraer la atención hacia los feos olores que surgen de los cuarteles generales del Frente Nacional—los mismos diarios hegemónicos y programas de televisión que no nos ahorran detalles de la vida y tiempos de Madame Penélope Fillon no dan más que un aviso pasajero.

En esta fase temprana de la campaña presidencial francesa—la primera ronda de votación será llevada a cabo el 23 de abril, y si ningún candidato logra una mayoría, se llevará a cabo una decisión entre los dos principales candidatos el 7 de mayo— parece que nada dicho sobre la hija de Jean-Marie Le Pen parece adherirse. Apilen tan alto como quieran los escándalos, sospechas, y pruebas de juego sucio; reciclen toda pieza de la evidencia concluyente de que su partido ha sido financiado por bancos rusos—nada de eso parece dejar una marca sobre nuestra consciencia colectiva. Es como si Le Pen disfrutara de una suerte de impunidad, del tipo más poderoso de todos: la impunidad que la opinión pública concede a sus queridos.

Esa es, desafortunadamente, la situación en la que se encuentran los franceses. Lo que estamos presenciando con respecto a Le Pen es mucho peor que mera indulgencia, sin embargo es un rechazo ver o escuchar cosas que debieron haberla descalificado debidamente hace mucho tiempo: la postura demasiado acogedora hacia Vladimir Putin y los bancos rusos; el número de gente de mala fama asociada estrechamente con ella; y su propio escándalo involucrando un empleo supuestamente falso en la Unión Europea para su guardaespaldas. Uno detecta en todo esto una determinación extraña de ignorar cualquier cosa que contradiga la nueva hipótesis que está siendo vendida sobre los comentaristas, líderes partidarios, y el público—la hipótesis de Le Pen arrastrándose cerca del poder, y posiblemente obteniéndolo. Por el momento, ella está corriendo adelante de François Fillon, y del izquierdista Benoit Hamon, y estrechamente detrás del centrista Emmanuel Macron.

Uno piensa nuevamente en el Reino Unido de la elección del Brexit—y especialmente en la elección presidencial del año pasado en Estados Unidos, adonde la aplicación de un doble rasero mantuvo las ondas de aire llenas de acusaciones sobre la “corrupción” de Hillary Clinton mientras la vileza probada de Donald Trump se encuentra justo bajo nuestros ojos. Y ahora vemos a Francia disfrutando su búsqueda autodestructiva de deslegitimar a Fillon, el ganador de las primarias de la derecha demócrata, y de complacer su oscuro deseo de ver, o al menos imaginar, a su adversaria de extrema derecha al timón. Uno piensa en el escritor Stefan Zweig y su conmovedor “mundo de ayer.” Austria-Hungría en los últimos días del imperio, ampliamente elogiado como una de las cumbres de la civilización, debía su excelencia no al poder en la forma de la Roma del César sino a la tolerancia y gentilidad—sin embargo tuvo un deseo furioso de muerte y persiguió débilmente su propia ejecución antes de caer al abismo.

Uno piensa también en los personajes que esbozó el escritor austríaco Hermann Broch años después en “El Seductor”. Con sus gritos de “la democracia está muerta,” “abajo las élites,”y “muerte a Weimar y su decadencia”—con su rechazo rechoncho al toma y daca político, a la manera de los aristócratas de Joseph Roth en “La Tumba del Emperador” (1938), quienes bailaban vals sin respiro mientras chirriaban, como relojes cucú rotos, “Odio a los Habsburgo . . . Odio a los Habsburgo”—los personajes de Broch se rindieron ante un demagogo demoníaco. Y mientras estamos en eso, uno podría remontar el pensamiento al instante descrito por los antiguos griegos, y notablemente por Platón, cuando la República, gorda de riqueza espiritual y material y presumida del acceso fácil a la abundancia, se vuelve febril, siente la gracia deslizándose de su alcance, observa a los dioses soltando el timón, y resbala dentro de esa caricatura de la democracia que los filósofos llamaron “oclocracia,” la tiranía de la multitud.

No estamos ahí todavía. Afortunadamente, los autoritarios de segunda categoría del Frente Nacional no pueden ser comparados con los monstruos asombrosos de la era de Zweig, Broch, y Robert Musil—no más que lo que Fillon puede ser comparado con las figuras trágicas de Weimar, tales como el ministro del exterior Walther Rathenau y el ministro del interior del Frente Popular francés Roger Salengro.

Pero cuando ustedes toman en cuenta a los muchos votantes franceses que están diciendo, “Hemos intentado todo lo demás; ¿por qué no esto?”—votantes que, conscientemente o no, parecerían preferir una tempestad al aburrimiento y que defienden “remover las cosas” para que “finalmente suceda algo”; cuando ustedes consideran la combinación volátil de nuestras ansiedades nacionales y el nihilismo ambiental; cuando ustedes consideran la tentación aparentemente irresistible de despertar a un paciente perezoso incluso a través de medios drásticos; cuando ustedes consideran las fallas demostradas de nuestros líderes y las revelaciones y acusaciones incesantes; cuando ustedes piensan en los restos de la urgencia radical y la búsqueda riesgosa de transparencia completa y pureza; cuando ustedes escuchan los rumores de quejas que han sido dejados para enconarse demasiado tiempo y ahora pueden estar aproximándose al punto de rebosar—bueno, todo eso puede de hecho conformar una mezcla explosiva. Y de hecho parece sugerir una serie de cambios imperceptibles que sumar a esto: por primera vez, la irresponsable, xenófoba, y criptofascista Marine Le Pen tiene el viento a su favor y podría, de hecho, convertirse en la próxima presidente de Francia.

 

 

Fuente: Vanity Fair
Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México