La Historia oficial describe como héroes a los hombres que acabaron con el sufrimiento de millones de prisioneros. Los soldados que liberaron los campos de la muerte del III Reich, sin duda, merecen ese reconocimiento.

ANDRÉ MOUSSALI PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO

Otra cosa bien diferente es que sus superiores se hicieran acreedores a compartir e incluso acaparar ese honor. Los hechos y los documentos, más bien, indican todo lo contrario. Los políticos y generales aliados y soviéticos no se mostraron especialmente preocupados por esa multitud de hombres, mujeres y niños que perecían entre las alambradas nazis.

“No hubo ninguna intención de terminar con los campos. La prioridad nunca fue la de rescatar a las víctimas”.

Estas duras palabras vienen de alguien que tiene toda la legitimidad para arrojarlas: Jack Fuchs, un escritor judío que estuvo internado en Auschwitz donde tuvo que ver cómo sus padres y sus dos hermanas eran asesinados en la cámara de gas. Para acallar algunas críticas que surgieron tras la guerra, los dirigentes estadounidenses y británicos afirmaron no conocer, hasta mediados de 1944, lo que ocurría en el interior de los campos de concentración.
Una afirmación falsa, ya que desde diciembre de 1942 el presidente Roosevelt tenía sobre su mesa un detallado informe elaborado por el Congreso Judío Mundial en el que se explicaba lo que ocurría en los campos de exterminio de Polonia: “Trenes enteros cargados de niños y adultos judíos son masacrados en los enormes crematorios de Oswiecim (Auschwitz). Casi dos millones de judíos de Alemania y de los países ocupados por Hitler ya han sido asesinados”, se decía textualmente en ese documento.

La impotencia y la desesperación ante la magnitud de la masacre llevaron a varias organizaciones judías a solicitar formalmente al Gobierno de Estados Unidos que bombardeara Auschwitz. Washington se negó por dos razones: el gran número de bajas que provocaría entre los prisioneros y problemas de tipo técnico y estratégico. Sin embargo, el 20 de agosto de 1944, aviones norteamericanos destruyeron parte de la fábrica de productos químicos ubicada junto a Auschwitz y en la que trabajaban los internos del campo. Como consecuencia del ataque perecieron, al menos, 75 prisioneros. Otros cuatro ataques similares se produjeron en los meses siguientes. Argumentaban que, si se hubiera destruido Auschwitz, las SS habrían desviado los convoyes cargados con judíos hacia otros campos de exterminio.

Quizás la argumentación más contundente proviene del historiador Stuart Erdheim, quien considera que de haber acabado con las instalaciones del complejo de exterminación de Auschwitz, las vidas salvadas se contarían por millares: “A los nazis les llevó 8 meses construir esas estructuras “industriales” en la época en que Alemania estaba en el apogeo de su poder. Reunir la mano de obra especializada y remodelar las zonas más complejas en la primavera/verano de 1944, habría sido difícil, si no imposible. El 5 de mayo de 1945, un pelotón formado por una veintena de soldados estadounidenses se encontró por casualidad con los campos de Mauthausen y Gusen. Decenas de miles de prisioneros enfermos y hambrientos celebraron el momento, aunque los hechos que sucedieron después no fueron tal y como tantas veces habían soñado.

De hecho, ese mismo día, el pelotón liderado por el sargento Kosiek recibió la orden de volver a su cuartel general. Durante 24 horas el enjambre de esqueletos humanos quedó abandonado a su suerte. En esas horas, centenares de hombres murieron fruto de los episodios de violencia que se produjeron por la desesperación, el hambre y el ansia de venganza. Otros perecieron por la falta de medios sanitarios y no pocos reventaron por ingerir una cantidad de comida a la que sus enjutos estómagos no estaban acostumbrados. Si las víctimas no se contaron por millares fue, exclusivamente, porque la organización clandestina que los prisioneros habían creado durante su cautiverio se encargó de mantener, a duras penas, el orden.

Estos hechos y el comportamiento de los oficiales estadounidenses podrían explicarse por el desconocimiento y la falta de preparación ante una catástrofe humanitaria con la que no contaban. El problema es que, nuevamente, eso no deja de ser una completa falsedad. Desde 1944 los servicios secretos aliados habían elaborado informes muy detallados sobre Mauthausen. En uno de ellos incluso advertían a sus superiores del riesgo que corrían los deportados. En el punto 6 del documento se podía leer: DESTINO FINAL DE LOS PRISIONEROS: Los SS advertían constantemente a los presos de que, en el caso de que Alemania fuera derrotada, todos serían ejecutados». La preocupante noticia no llevó a los mandos aliados a variar su estrategia militar. La liberación de los campos seguía sin ser una prioridad.

Conocidos estos hechos, la pregunta que cabe formularse es sencilla ¿Habrían actuado de la misma manera los líderes aliados si en Mauthausen y en el resto de los campos de concentración hubiera habido prisioneros estadounidenses y británicos en lugar de judíos, polacos, gitanos y españoles? Fue el propio, muy patriota y muy católico general Patton, un terrible antisemita, el que contestó indirectamente a esta pregunta cuando, tras la guerra, afirmó con orgullo “Algunos creen que los refugiados son seres humanos, pero no lo son. Y esto se aplica sobre todo a los judíos, que están en un nivel más bajo que los animales”.