Uno de los temas más estudiados en esta década es el tema del vacío, ese malestar que ha hecho retroceder a las neurosis “clásicas” (histerias, fobias, obsesiones) características de la sociedad autoritaria y puritana. En cambio, en la actual sociedad permisiva que presenta la vida como un absurdo, sin valores estables, vivimos un malestar generalizado y difuso que lo invade todo; un sentimiento de vacío interior que nos vuelve incapaces de sentir las cosas y los seres.

ESTHER CHARABATI

Algunos autores explican este vacío afirmando que las personas buscan cada vez más un desapego emocional que disminuya las fuentes de sufrimiento en las relaciones personales. Así, esta sería una generación donde los individuos, para no decepcionarse, establecen relaciones en las que eluden el compromiso, se alejan de las situaciones en las que pueden sentirse vulnerables, y pretenden controlar sus afectos.

Este contexto explica el éxito que han tenido las ideologías que separan el sexo del sentimiento. El individuo maduro es aquel que no siente celos ni sentimientos de posesividad, que reacciona con indiferencia ante aquellas situaciones que entre los “no civilizados” causan desgarramientos. Devotos del cool sex y las relaciones libres, logran vaciar al sexo de tensiones emocionales protegiéndose así no sólo de las decepciones amorosas, sino también de las propias pasiones.

Sin embargo, la cotidianidad desmiente la victoria de la cultura cool sobre los sentimientos. Para Lipovetsky, “no es tanto la huida ante el sentimiento lo que caracteriza a nuestra época, como la huida ante los signos de sentimentalidad.” Lo que está prohibido es exhibir el sentimiento: así como no deseamos ver en los sepelios a los familiares desbordados y al borde de la desesperación, sino contenidos e indiferentes, de la misma manera se exige discreción en el terreno amoroso. Las declaraciones apasionadas, el dolor por la pérdida del ser amado, el llanto y el éxtasis son de mal gusto. No queremos presenciar los sentimientos profundos de los otros, esperamos que viva estas experiencias con dignidad, es decir, con discreción.

Para el autor citado, la situación actual no es, pues, de desapego emocional, sino de pudor sentimental. Hombres y mujeres quieren sentir, siguen imaginando y deseando pasiones intensas, relaciones privilegiadas que los saquen de la vida rutinaria y de la soledad, ésa sí, cada vez más extendida. Prueba de ello es el éxito de los clubs de encuentro y la inmensa red de anuncios, reuniones y citas concertadas, donde los individuos esperan el amor de su vida.

Existe, pues, junto a la dificultad de sentir y de expresar los sentimientos, un deseo creciente de vivir experiencias románticas, de transportarse fuera de sí, de llegar hasta el fondo; sin embargo estas contradicciones en el sujeto generalmente lo llevan a aventuras emancipadas, pero no intensas. Y cada encuentro fallido o intrascendente nos regresa al cuestionamiento: “¿Por qué no puedo yo amar y vibrar?”

El fin del romanticismo ha eliminado la figura del amante con la que podíamos identificarnos y que brindaba seguridad. Hoy proclamar el amor es un desacato, y quizá preferimos mantenernos ajenos e indiferentes, con tal de ser aceptados.