Enlace Judío México.- Soy coapense, por definición. Mis padres fueron una de esas parejas judías que pensaron que el sur de la Ciudad de México era la opción, y se afincaron en la recién estrenada Unidad Habitacional Narciso Mendoza, mejor conocida como Villa Coapa (y entre algunos paisanos un poco menos viejos que yo, como “el Bronx”). Así que nací, crecí y vivo aquí, en un lugar que con el paso del tiempo se convirtió en una importante zona comercial, llena de plazas, tráfico, microbuses horrorosos, y que sufre de una descomunal nostalgia por su pasado lacustre y cada año suele inundarse (a veces, a niveles verdaderamente graves y catastróficos) en la temporada de lluvias (que cada vez es más larga e intensa).

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Mis amigos que viven en Interlomas o Arboledas -por ejemplo- suelen fascinarse por lo fácil que es vivir aquí. Para hacer las compras (ya sea la despensa de la semana o los insumos para la fiesta) no hay que salir en coche. En el rango de seis cuadras a la redonda desde donde vivo, hay siete u ocho OXXOs disponibles. ¿Que después de las 00:00 horas ya no venden cervezas o licor? No importa. La vinatería que está a una cuadra de mi casa no tiene esa restricción, y está abierta hasta las 5 de la mañana. Si lo que agobia es el hambre, los puestos de tortas y tacos funcionan por lo menos hasta las 4 am (y si dejan de hacerlo, es porque se les acaban los ingredientes), y a veces un poco más.

¿Cines? Tengo más de 60 salas disponibles a una distancia perfectamente caminable. ¿Plazas comerciales? Todas las que uno quiera. Si por un lado el período que va desde Halloween hasta Día de Reyes el tráfico aquí es una cosa horrenda, por el otro resulta que todo lo que tenga que hacer (esparcimiento o compras) lo puedo hacer a pie.

Hay zona de bares, está el famoso tianguis Pericoapa (aunque próximamente será demolido para construir otra plaza), y hasta el Estadio Azteca por si uno es aficionado al futbol.

Y durante muchos años, Coapa tuvo fama en otro rubro nada despreciable: una resistencia muy especial a los temblores.

En el terremoto de 1985, prácticamente salimos ilesos. Banquetas levantadas, algún transformador de luz que se cayó, una barda que se desplomó sobre Calzada de los Tenorios, y pare usted de contar. No hubo más daños. La experiencia fue terrible, sin duda. Yo tenía 14 años de edad, acababa de entrar a tercero de secundaria, y estaba desayunando cuando comenzó el temblor. Jamás temblor alguno me había espantado tanto (y miren que para ese momento ya podía yo presumir un amplio currículum en temblores, porque sismos de más de 7 grados Richter los conozco desde mi primera infancia), pero cuando por fin llegué a la escuela (que suspendió clases, así que todo fue plática y más plática), el comentario generalizado entre amigos fue que había sido una sensación terrible, pero nada más. Hasta le encontrábamos la gracia y nos reíamos. Estábamos incomunicados, pero eso se nos hacía normal. Ya pasaría. El caso es que como veíamos a nuestra Coapa ilesa, como si nada, sólo pensábamos que habría sido un temblor muy fuerte, pero nada más.

Qué sorpresa fue, al medio día y ya en casa, cuando la luz regresó, encender la televisión y descubrir que lo único que se estaba transmitiendo era el ya legendario reporte que hizo Jacobo Zabludovsky Z”L en las calles del Centro. Ahí fue donde apenas empezamos a dimensionar la magnitud de la catástrofe.

Lo demás creo que lo conocemos, lo sabemos o lo recordamos todos: conforme fluyó la información, descubrimos que nuestra ciudad había sido devastada por un temblor de 8.1 grados Richter, que había centenares de edificios colapsados, miles, decenas de miles de personas muertas, y que el entonces Distrito Federal, tal y como la habíamos conocido, había desaparecido.

Pero vuelvo al punto: me llamó la atención descubrir que mi terruño era una de las zonas más seguras en caso de sismos graves. Hecho que pude comprobar una y otra vez durante los múltiples temblores de más de 7 grados que viví desde entonces.

Hasta este martes.

Y justo un 19 de Septiembre, igual que en 1985. Ya habíamos tenido un anticipo hace exactamente tres semanas, cuando un temblor de 8.2 grados Richter volvió a sacudir la ciudad, pero sin consecuencias.

Mucha gente se preguntó cómo era posible que si el temblor de este 7 de Septiembre había sido más fuerte que el de 1985, no se hubiera sentido igual (y ni siquiera hubiera provocado destrozos). Y ahí me tienen explicando (yo, coapense experimentado en movimientos telúricos) que en esta ocasión el epicentro fue muy lejos (casi 800 kilómetros; en 1985 fue a 400) y demasiado profundo (58 kilómetros; en 1985 fue a 15). Por eso, y aunque parezca extraño, aunque el movimiento fue muy intenso, a nosotros nos llegó su versión “amable”.

Todo lo contrario a este martes por tres razones, principalmente. La primera es que fueron dos temblores, en realidad. Uno con epicentro en Morelos, de 7.1 grados Richter; otro con epicentro en Puebla, de 6.8 grados Richter. A la Ciudad de México nos llegaron los dos movimientos combinados. Así que créanme (se los dice alguien que sabe desde siempre lo que es bailar en un terremoto): por mucho que la cifra oficial siga siendo 7.1, no se sintió así. El impacto real fue mucho peor que el de 1985.

La segunda razón influyó mucho en ello: los epicentros están a unos 200 kilómetros en promedio. Jamás habíamos tenido un epicentro tan cercano. Obviamente, el impacto del movimiento nos llegó con toda su fuerza.

Y la tercera razón fue la cereza del pastel: este temblor fue trepidatorio. Lo que me sacó del marasmo en un momento en que estaba plácidamente reposando y rascándole la panza a uno de mis muchos gatos, fue un brinco que me botó del sofá, y que a mi gato lo hizo brincar y salir corriendo a buscar refugio. Me pude parar, pero no pude caminar. Ni soñar con salir del departamento y bajar las escaleras de un piso para llegar a la calle. Todo se movía de arriba a abajo y no había modo de desplazarme. Me limité a escuchar el ruido de tres libreros que se cayeron, uno en una de mis recámaras y dos en la sala. Mi piano -que pesa lo suyo- acabó a casi un metro de distancia de su ubicación normal, y en el piso acabaron más de 400 libros y unos 300 discos compactos.

Los gatos desaparecieron. No crea, querido lector, que es un comentario banal: los gatos son particularmente hábiles para detectar riesgos. En otros temblores, me ha bastado ver que mis gatos duermen con toda la indiferencia del mundo, para saber que no hay riesgo y que puedo hacer caso omiso de la histeria colectiva de mis vecinos mientras hacen un escándalo supremo al bajar hacia la calle.

Pero esta vez se pusieron histéricos. Tres de ellos se escondieron abajo de una cama. Otro inmediatamente se refugió en un viejo sofa que usan como rascadera y que ya tiene un hoyo en el forro de tela trasera, suficientemente grande como para que se puedan meter a dormir adentro del mueble. Y el otro (el que estaba conmigo) se limitó a correr por todos lados sin decidir en dónde esconderse, hasta que escogió otra cama y se refugió abajo.

Debo confesar que en ningún momento pensé en que el edificio pudiera desplomarse, o que yo fuera a morir. Mi añeja confianza en mi Villa Coapa querida me decía que la casa aguantaría, y así fue. La única idea que dio vueltas en mi cabeza durante todo ese tiempo fue algo así como “qué temblor, nunca en la vida había sentido algo tan horrible”. Por supuesto, con otro tipo de expresiones que por decencia editorial no voy a repetir aquí.

Terminado el trance, siguió lo obligatorio: buscar a mi mamá -que vive a una cuadra y que a sus 82 años ya no está para sustos mayores- y a mi hermana -que vive con mi mamá, que no tiene tantos años pero que de todos modos no le deseo sustos mayores-, y esperar a que el resto de la familia empezara a comunicarse.

Las encontré bien. Mi mamá no tuvo que sufrir la angustia de pensar que la casa podría caerse, porque el temblor la sorprendió en la calle. Había salido a hacer unas compras y todavía no llegaba a su casa.

Luego descubrimos que estábamos sin servicios. Luz, teléfono, red inalámbrica, celular. Nada servía, así que la comunicación con los demás tendría que esperar.

Y entonces empezó a fluir la comunicación. Conforme los vecinos llegaban, los rumores se iban esparciendo: que se cayó un puente peatonal en Periférico, que se desplomaron los arcos del Mercado Villa Coapa, que se cayó el techo del Walmart, que se cayó una escuela en Calzada de las Brujas, que se cayó un edificio en Los Girasoles II, que Galerías Coapa está en pie, pero destruido.

Es decir: todo aquello que nunca escuché, ni siquiera en 1985.

Mi hermana se fue casi de inmediato a Calzada de las Brujas, al ahora tristemente célebre Colegio Enrique Rébsamen, a ayudar. Fue de las primeras en llegar y estuvo en la remoción inicial de escombros. Vio cómo sacaron a los primeros heridos. Yo me quedé unos momentos más con mi mamá, hasta que empezaron a entrar llamadas de teléfono. Todavía no podíamos hacerlas, pero por lo menos ya entraban. La primera en comunicarse fue una sobrina mía que vive en León, y que fue la que se convirtió en el enlace para avisar a todos que estábamos bien.

Ya más tranquila la cosa, salí a hacer mi rondín. Observar los daños. Primero al mercado, luego hacia la zona de Miramontes y Calzada del Hueso para constatar los destrozos en Galerías Coapa y en Los Girasoles II.

Tuve que pasar por el cruce de Miramontes y Calzada de las Brujas, y en ese momento la zona ya era la locura absoluta. Tráfico colapsado, cientos de personas intentando organizarse para ayudar, y gente con cartulinas anunciando que urgían donativos de agua, mucha agua, y herramientas para remover escombros. Caminé por Brujas hacia División del Norte, y me topé con un retén en donde especificaban que no se permitía la entrada a la gente, pero que se recibían los donativos. Sin embargo, en ese momento alguien comenzó a gritar que se necesitaban hombres para mover madera.

El punto es que en esa misma zona se está empezando a construir un mega centro comercial (otro de tantos…), pero la obra está detenida por un connato de socavón sobre Calzada de Acoxpa (que sospecho que con el temblor evolucionó a su siguiente fase). Alguien encargado del predio llegó, abrió la puerta trasera, y avisó que se pondría a disposición de los voluntarios todos los polines de madera (cientos y cientos) para ayudar a apuntalar la escuela colapsada.

Por eso solicitaron hombres para movilizar la madera.

¿Hombres? Por favor, estamos en plena época de igualdad de género. Las mujeres respondieron con el mismo ímpetu y pronto estuvimos (me incluyo porque también me integré al trabajo) formados a lo largo de unos 300 metros para pasar, de mano en mano, el material desde la obra detenida hasta el Colegio Rébsamen.

Ahí fue donde comencé a sentir en carne propia y en directo dos cosas tan distintas como impactantes: la primera, la más evidente, la solidaridad natural. Cientos de personas corriendo, yendo y viniendo, ayudando. Muchos jóvenes de entre 15 y 18 años, alumnos de las escuelas aledañas (hay varias en la zona), dispuestos a lo que fuera necesario. La segunda, más sutil, pero creo que más profunda, la angustia y desesperación. Y es que no era para menos: estábamos frente a una tragedia que, a estas alturas, creo que se ha convertido en el evento emblemático de este terremoto.

Y es que se había caído una escuela. kínder, primaria y secundaria. Y la zona que se colapsó cayó cuando estaban desalojándola. Decenas de niños y algunos profesores quedaron enterrados allí.

La pura idea de imaginar a niños pequeños muriendo aplastados en un terremoto es estrujante. Te rompe el alma (al punto que se generó una psicosis colectiva de lo más intenso por el caso de la supuesta niña “Frida Sofía”, que habría permanecido enterrada en la estructura colapsada, y cuya existencia ya fue desmentida por las autoridades a cargo de las labores de rescate). Y estar allí, en ese momento, imbuyéndome en el sentimiento colectivo de desazón, pero también de urgencia por ayudar, es una de las cosas más intensas que he sentido en la vida. Y además, razonarlo todo mientras corría llevando palas desde un retén hasta el otro.

Llegó un punto donde no había más que hacer para un civil no entrenado en este tipo de urgencias, como yo. El control de la situación ya lo había tomado la Secretaría de Marina, ya habían arribado grupos de rescate y socorristas, y comenzaban a llegar las ambulancias y las grúas para remover escombros en gran escala (luego me enteré que también llegó un contingente de 50 personas de la Comunidad Judía, entre médicos y rescatistas de Maguen David Adom; jamás me había sentido tan orgulloso de ellos). Nos pidieron que nos retiráramos.

Seguí mi ruta hacia Galerías Coapa, y lo que encontré fue devastador. Cada vez peor. Sears, ubicado en la esquina de Calzada del Hueso y Calzada de los Tenorios, tuvo daños terribles. En el espacio entre el centro comercial y el estacionamiento, se derrumbó toda una pared. Evidentemente, los daños eran mayores. La fachada de todo el centro comercial evidencia daños graves, y quienes estaban en el interior constataron que por dentro quedó todavía pero todo parece indicar que tendrá que ser demolido.

En la esquina de Calzada del Hueso y Miramontes, el extremo izquierdo de otra plaza comercial colapsó completamente. Un gimnasio y una tienda de colchones se desplomaron. Afortunadamente, sin gente en el interior. Habían logrado salir unos momentos antes, y no hubo ninguna desgracia humana que lamentar. Pero lo más trágico lo vi en la unidad habitacional Los Girasoles II. Allí, un edificio de 20 departamentos se vino abajo. Por el tipo de movimiento telúrico, sospecho que la mayoría de los que estaban allí no lograron salir. Los departamentos de la parte interna de la unidad habitacional no se colapsaron. El edificio sólo se recargó hacia atrás sobre los departamentos de la parte externa, que sí se derrumbaron por completo. Gracias a ello, todas las víctimas de la parte interna lograron ser rescatadas. Pero hasta este momento -jueves al medio día- los esfuerzos por recuperar sobrevivientes o cuerpos en el lado más dañado, continúan.

Quise ver en qué condiciones se encontraba el resto de la unidad, y aunque era obvio que no podría acceder al interior, me trasladé hacia la parte externa de la misma, sobre Canal de Miramontes. Vi muchos edificios con daños severos. Pero lo más desconcertante fue ver a muchas personas saliendo del lugar con maletas hechas, mascotas, pertenencias fáciles de mover y, sobre todo, expresión de éxodo. Se les notaba en el rostro que sabían que habían perdido su hogar, y que la única alternativa razonable era buscar refugio con algún familiar o amigo. Horas más tarde, esa escena se intensificó: en un segundo recorrido pude ver a personas con su menaje casero en la calle. Salas, aparatos electrodomésticos, colchones en la calle, esperando algo. Supongo que camiones de mudanzas o la camioneta de algún amigo.

Pero acaso lo más impactante fue descubrir, o acaso intuir, que los daños son tan severos que la Coapa que conozco desde siempre tendrá que cambiar. Hay mucho que tendrá que ser demolido. Varios edificios en Los Girasoles II, comercios sobre Miramontes y Hueso, Galerías Coapa, Walmart y Suburbia. Es decir, muchos lugares que son el eje de las actividades comerciales en la zona.

Lo que definitivamente no va a cambiar es la Unidad Habitacional. El entrañable Bronx. Una vez más, ha demostrado que junto a sus dos unidades habitacionales “hermanas” (fueron construidas en la misma época y bajo los mismos criterios de ingeniería) -la Unidad Villa Olímpica y la Unidad Independencia-, se trata de una obra urbanística soberbia.

Los edificios y los andadores de Villa Coapa resultaron ilesos. Están construidos sobre una base perfectamente ajustada al subsuelo, que en otras épocas fue acuoso y que hoy está desecado en gran porcentaje. Sin embargo, el diseño ha permitido que toda la unidad se ajuste “pareja” al hundimiento producido por la pérdida de agua. Por ello, no se han presentado nunca fracturas graves en el piso en toda la zona, y gracias a ello, pese a la intensidad de temblores como el de este martes, las casas solas, los departamentos dúplex y los departamentos de los edificios se mantienen en pie como si nada.

Tal y como me han confirmado muchos conocidos que trabajan en el área de Protección Civil, uno de los lugares más seguros para pasar un terremoto es Villa Coapa. Adentro de la casa o afuera. Se sienten horribles, porque todo se mueve al parejo. Pero me consta que el lugar resiste, y bastante bien. Lo demuestra este último temblor, el más espantoso que haya sentido en la vida (y miren que ya no soy joven y he sentido todo tipo de temblores): la Unidad Habitacional no sufrió afectaciones; todo lo que se desmoronó o se dañó, fue en los alrededores.

Ahora el caos es de otra índole. Hay fugas de agua, así que han cortado el suministro. A ratos falla la luz, la señal de teléfono y de internet, y la compra de alimentos y otros insumos se ha complicado porque Walmart (cuyo techo colapsó) está cerrado. Y, naturalmente, los OXXOs, Bodega Aurrerá y la Comercial Mexicana no son suficientes para desalojar toda la clientela que regularmente se surtía allí. Pero son daños menores en comparación a lo que pudo haber pasado. Y, afortunadamente, el hecho de que esta zona -el centro de Coapa- siga funcionando bien, garantiza que todo lo demás se podrá resolver poco a poco.

Es curioso. Ser coapense y hablar tanto de un temblor no es frecuente, porque estamos tan acostumbrados a que tiemble fuerte y no pase nada, que casi podríamos decir que esto es rutina.

Pero no en esta ocasión. Hasta los coapenses nos espantamos, y mucho.

Estuvo rudo.

P. S.: Por si no se enteró, las labores de rescate en el Colegio Rébsamen continúan. Durante dos días se habló de una niña llamada Frida Sofía que habría texteado desde donde estaba atrapada, pero se ha confirmado que no existe ninguna niña con ese nombre, y que todos los niños de la escuela ya están ubicados. Lamentablemente, varios fallecieron, otros están hospitalizados, y la mayoría en sus casas, pues lograron salir a tiempo del lugar. Los rescatistas continúan con las labores por la posibilidad de que la persona atrapada sea un adulto.