Enlace Judío México.- Esta semana hemos sido testigos de dos nuevos episodios de un pulso diplomático que se viene intensificando desde la llegada de Trump al poder.

IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Comenzó con el intento del Consejo de Seguridad de la ONU para “revocar” la decisión estadounidense de reconocer a Jerusalén como capital de Israel. El asunto no procedió porque Estados Unidos aplicó su derecho a veto. La respuesta no se hizo esperar: la ONU llevó el asunto al pleno de la Asamblea General, y ayer se aprobó un “rechazo” a la posición estadounidense.

En ambos casos, Nicky Haley –embajadora norteamericana ante la ONU– expresó severas críticas y amenazas fuertes. Señaló que por una parte la ONU no tenía derecho a interferir en un asunto doméstico estadounidense como lo es el reconocer la capital de un país extranjero; y luego advirtió que Estados Unidos vigilaría con mucha atención a los países que votaran en su contra en la Asamblea, recordándoles que la mayor cantidad de dinero que reciben en ayuda humanitaria viene, por cierto, de los Estados Unidos. La amenaza explícita fue que eventualmente la potencia norteamericana reduciría sus apoyos a estos países, bajo una lógica muy simple: si ellos están dispuestos a criticar a quien más los ayuda, tendrán que enfrentar las consecuencias.

Al día siguiente de todo este alboroto, Israel anunció su retiro de la UNESCO, culminación de una confrontación que tiene ya varios años y varios episodios. Era de esperarse, porque Estados Unidos había hecho ya el mismo anuncio desde hace tiempo, pero llamó la atención que Israel tomara la decisión oficial justo después de los últimos enfrentamientos de Estados Unidos con la ONU.

Entonces está claro: Estados Unidos e Israel –con la simpatía de algunos otros países– están en abierta confrontación con la ONU y sus organismos, como la UNESCO.

Por supuesto, preguntar quién vencerá es ocioso. Quizá lo más patético de todo este affaire es que la impotencia de la ONU es evidente. En términos prácticos, sencillos y objetivos, no puede hacer nada contra los movimientos que hacen Estados Unidos e Israel sobre el terreno de juego.

Con ello, se exhibe nuevamente el penoso fracaso que, a siete décadas de su fundación, ha sido el que debería ser el organismo rector de la humanidad.

La ONU se fundó para sustituir a la malograda Sociedad de las Naciones, que no pudo hacer nada para evitar que se llegara a los dos conflictos mundiales que entre 1914 y 1945 dejaron más de 90 millones de muertos. En principio, parecía que este nuevo organismo podría lograr lo que su predecesor no logró.

Pero fue cuestión de unos pocos años para que la ONU empezara a caer en dinámicas viciadas que secuestraron su capacidad de acción.

Los primeros problemas se dieron en el marco de la Guerra Fría, y la ONU no tardó en convertirse en un campo de futbol donde todo el tiempo estaban en abierta competencia los países aliados a Estados Unidos contra los aliados a la ex-Unión Soviética. Como alternativa, se fundó el bloque de los llamados Países No Alineados, pero estos terminaron por convertirse (y muy pronto) en una rudimentaria comparsa de la Unión Soviética.

En consecuencia, no se pudo hacer nada para evitar conflictos desgarradores como los de Corea o Vietnam.

Al tiempo que la Unión Soviética iba hacia su declive definitivo, el auge en el negocio del petróleo permitió que la Liga Árabe se convirtiera en una potencia diplomática capaz de manipular a su antojo a la ONU y a sus organismos. Durante décadas, el dinero árabe compró cualquier cantidad de lealtades entre los diplomáticos de todo el mundo, y muy especialmente entre los europeos.

Por supuesto, esa coyuntura marcó la suerte de Israel en el organismo. Impulsado por las dictaduras árabes, el anti-sionismo se apoderó de la ONU. Se llegó a niveles extremos y patéticos de ignominia cuando se presentaron ante el pleno terroristas rabiosamente anti-israelíes como Idi Amín o Yasser Arafat (por supuesto, bajo el cobijo del entonces Secretario General, Kurt Waldheim, un ex-nazi).

Era apenas el inicio del descrédito.

Desde entonces, la conducta obsesiva de la ONU y la UNESCO contra Israel ha sido más que evidente. Por ejemplo, entre 2012 y 2015, justo cuando la guerra civil en Siria estaba en su fase más brutal y el saldo fue de unos 200 mil muertos, el 86% de las resoluciones de la Asamblea General de la ONU fueron en cotra de Israel. Nada más. Y ni qué decir de este último episodio: el reconocimiento de un país (Estados Unidos) sobre la ubicación de la capital de otro país (Israel y Jerusalén), provocaron una sesión del Consejo de Seguridad y luego una resolución de la Asamblea General, en contraste al conflicto en Yemen: justo en estos días, cerca de 150 personas han muerto en los bombardeos de Arabia Saudita y su coalición, y un misil fue disparado por los rebeldes huríes contra Ryad, la capital saudí. Nada de eso motivó una sola reunión en la ONU.

En el frente de la UNESCO, resulta tan risible como inolvidable que lugares religiosos judíos –como la Cueva de Majpelá, ajena por completo al Islam– hayan sido declarados “patrimonio palestino”. O que la Ciudad Vieja de Jerusalén haya sido definida como “sitio islámico”, sin conexión con el Judaísmo.

No se puede llegar a esos niveles de cinismo sin cargar con las consecuencias. Poco a poco, la ONU ha quedado relegada a un papel meramente testimonial en los grandes conflictos del mundo (la guerra civil siria, el genocidio en Rwanda, etc.), y su nombre se ha convertido en sinónimo de absoluta inutilidad.

Por eso, las actuales resoluciones son intrascendentes en el aspecto práctico. No van a afectar en absolutamente nada a la realidad. Le guste o no a la ONU, Estados Unidos va a hacer lo que le plazca, y sin la participación directa de Israel en la UNESCO, dicho organismo perderá toda capacidad operativa real para hacer algo en Tierra Santa.

El pulso está allí. Es Estados Unidos e Israel contra la ONU y la UNESCO.

Pero el resultado es evidente. Son dos naciones con una gran capacidad de acción, y además dueñas del control de la situación real, contra un gigante blanco, torpe, anquilosado, desprestigiado, y que en los últimos años sólo ha evidenciado su incapacidad para cualquier cosa.

Así que la mala noticia no es para Israel, sino para los palestinos.

Porque son los palestinos los que siguen apostando todo su capital político a ese elefante de juguete, inmenso pero inútil.

Luego entonces, llegado el momento de cobrar o pagar el dinero de las apuestas, serán los palestinos los que vuelvan a pagar por haber apostado al contrincante perdedor.

 

 

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