Enlace Judío México.- El historiador israelí Shlomo Sand es frecuentemente citado por los antisemitas que quieren denostar y deslegitimar a los judíos en general, y al Estado de Israel en particular. Se ha convertido en un referente obligado de la propaganda pro-palestina.

IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO.

Por supuesto, citar a Sand con estos fines es absurdo desde cualquier punto de vista académico, porque toda investigación histórica siempre está sujeta a análisis y debate. Sin embargo, cuando se trata de defenestrar judíos o a Israel, automáticamente Sand se convierte en un autor sin errores, bajo la siempre retorcida lógica de que “si un judío habla contra los demás judíos, ese judío es el que tiene la razón”. Es la versión moderna de ese fenómeno medieval en el que el único judío confiable o tolerado era el que se ponía en contra de los demás judíos.

Pero Sand no sólo es discutible. En realidad, es fácilmente refutable debido a que ha cometido dos errores significativos en sus postulados.

Su primer error es la negación del exilio judío. En esencia, lo que Sand propone es que los romanos no ordenaron la expulsión de los judíos de la zona de Judea. Se tomaron represalias tras los levantamientos armados entre los años 66 y 135, pero ninguna que significara un exilio masivo de personas. Por lo tanto, asume que la creación de comunidades judías en diferentes sitios del Imperio Romano fue resultado de una intensa labor proselitista. En consecuencia, los judíos de la actualidad seríamos descendientes, principalmente, de conversos; no de israelitas. Y toda la narrativa del exilio habría sido un mito creado para darle forma a lo que Sand llama “la invención de un pueblo”.

Pero semejante hipótesis es fallida por algo muy elemental: en términos serios y académicos, nadie en su sano juicio ha dicho –o diría– que los romanos provocaron el exilio judío.

Cuando se dice –siempre en un contexto tradicional– que tras la derrota ante Roma comenzó el exilio, se trata de una aseveración más de índole teológica que histórica. De hecho, semejante aseveración suele hacerse en referencia a la derrota sufrida en el primer levantamiento, cuyo evento emblemático es la destrucción de Jerusalén y del Templo en el año 70.

Sin embargo, cualquier persona medianamente versada en historia del Judaísmo antiguo sabe que el exilio no empezó ni en ese momento, ni por esas razones. De hecho, hubo una revuelta más entre los años 132 y 135 (o dos, si consideramos la de los judíos de Alejandría en los años 114-117), todavía más violenta y problemática que la de los años 66-73. Si acaso los romanos provocaron un exilio, fue después de la derrota de Simeón bar Kojba en 135.

Ahora bien: hay que insistir en que aun haciendo esta precisión, decir que “los romanos provocaron el exilio” sigue siendo un estamento teológico, no un dato histórico.

Aquí hay que diferenciar entre lo que es una diáspora y lo que es exilio. Para ser más precisos, diremos que la dispersión de judíos a lo largo del mundo conocido (hacia el oriente, hasta la India; hacia occidente, hasta España) no fue un fenómeno que sucediera en tiempos de Roma. Es bastante más antiguo.

Las primeras comunidades israelitas fuera de Eretz Israel datan, por lo menos, del siglo VIII AEC. Es probable que incluso antes hubiese delegaciones comerciales en otros lugares, pero no se conoce evidencia que lo pueda demostrar. Así que dejemos de lado ese punto. Lo cierto es que después de la catastrófica destrucción del Reino de Samaria en el año 722 AEC, los asirios se llevaron al exilio a un gran número de israelitas y los distribuyeron a lo largo de su imperio.

En circunstancias normales, dichos exiliados se habrían asimilado a otras culturas y habrían perdido su identidad israelita. Pero en la Biblia y en otras fuentes documentales encontramos evidencia de que eso no sucedió, por lo menos en su totalidad.

En el año 587 AEC, muchos israelitas del Reino de Judá también fueron sometidos a un exilio, esta vez en Babilonia. Tras la conquista persa del Imperio Babilónico, la situación cambió para los exiliados israelitas, pero hay que aclarar: para todos. No sólo para los del reino de Judá. Ello queda demostrado por el hecho de que Ciro el Persa nombró exiliarca a Zerubabel, no rey etnarca. Es decir, Zerubabel se convirtió en el representante legal de todos los israelitas en el exilio, y eso incluía a los descendientes del exilio provocado por los asirios. Lo demuestra el hecho de que la Biblia registra que gente de las tribus de Menashé y Efraim se reestablecieron en Jerusalén (I Crónicas 9:3). Eso significa que se mantenía vivo y firme el vínculo entre los exiliados del Reino de Samaria, y los exiliados del Reino de Judá.

El decreto de Ciro en el año 539 AEC permitía a todos los israelitas regresar a Judea. Sin embargo, la evidencia recuperada por la arqueología, más la información que ofrece incluso el texto bíblico, demuestran que no todos estuvieron dispuestos a volver a un país que estaba destruido y en ruinas. De hecho, se calcula que la mayoría de los israelitas decidieron permanecer en sus nuevos hogares. Fue la época en la que surgió una poderosa comunidad judía en Babilonia, que habría de mantenerse allí durante más de un milenio, para luego trasladarse a la vecina Bagdad.

De ese modo, el Judaísmo fue acaso el primer grupo humano que vivió la experiencia de una diáspora: múltiples comunidades establecidas en diferentes lugares del Imperio Persa, de las cuales muchas lograron preservar su identidad gracias a que un núcleo reducido, pero importante, se restableció en el país de origen –ahora conocido como Reino de Judea– y se convirtió en el eje de la idiosincrasia de todo este grupo disperso.

Este fenómeno pronto descubrió una grandísima ventaja comercial: saber que podían llegar a ciudades lejanas y encontrar una colonia de su propia gente viviendo allí, le ofreció a los mercaderes judíos un aliciente para arriesgarse en empresas comerciales e incluso a desarrollar los primeros experimentos de ventas a crédito.

Por eso no resulta extraño que para las épocas helénicas (a partir del siglo III AEC) también empezaran a aparecer colonias israelitas en diversos lugares del Mediterráneo, en lo que luego se convertiría en el Imperio Romano.

¿Qué tantas posibilidades hay de que estas colonias fueran integradas en su mayoría por conversos? En realidad, muy pocas. Prácticamente nulas. En primer lugar, eso habría sido un severo problema para los romanos, porque los judíos siempre gozaron de privilegios religiosos que, en muchos casos, implicaban exenciones fiscales. El hecho de que los judíos no estuviesen obligados a rendirle culto al emperador habría provocado que los propios romanos tomaran medidas drásticas si mucha gente se convertía al Judaísmo.

En segundo lugar, no existen fuentes documentales que hablen de conversiones numerosas al Judaísmo, por lo menos al grado de que repentinamente las comunidades judías estuviesen integradas mayoritariamente por conversos.

El hecho es que hacia inicios del siglo I EC, había una gran cantidad de judíos dispersos en los territorios del Imperio Romano y del Imperio Parto. Por supuesto, a ese fenómeno no se le llamaba “exilio”, porque era una dispersión voluntaria, en tanto Judea seguía siendo el hogar nacional judío.

Esa situación viene a cambiar en el año 135. Tras la derrota de Bar Kojba, Judea fue renombrada por el emperador Adriano como Palestina, y Jerusalén fue renombrada como Aelia Capitolina. Adriano intentó extirpar las raíces judías de la zona, y aunque Sand acierta al señalar que los judíos siguieron viviendo allí, falla al no darse cuenta que si se empezó a hablar de un exilio a partir de esta época, fue sólo por una construcción teológica: sin Templo, sin control de su propio hogar nacional, y con la carga de tener que soportar los intentos de Adriano por desjudaizar Judea, la condición de las colonias del exterior dejó de ser la de una diáspora voluntaria, y se convirtió en un exilio forzado.

La simple realidad es que si resulta absurdo imaginar que todas las comunidades judías del exilio en el Imperio Romano (o por lo menos la mayoría) surgieron porque “los romanos expulsaron a los judíos de Judea”, resulta todavía más absurdo imaginar que aparecieron “porque hubo una gran labor de proselitismo”.

La verdad histórica es algo más sencillo: esas comunidades ya estaban allí. Llevaban casi 800 años surgiendo y extendiéndose de manera espontánea y discreta, y si a partir del año 135 se vieron a sí mismas como “comunidades en el exilio”, fue sólo porque su percepción de sí mismas cambió debido a la destrucción de Judea.

El segundo error de Sand no es menos escandaloso, porque también surge de no revisar honestamente la información. Gira en torno a su otra gran hipótesis controversial, según la cual los palestinos actuales son los descendientes directos de los judíos que se quedaron a vivir en Judea en tiempos romanos, que primero se cristianizaron y luego fueron convertidos al Islam.

Este disparate es todavía peor que el anterior, porque no toma en cuenta la compleja realidad demográfica de la zona, que ha visto ir y venir a cualquier cantidad de grupos a lo largo de los últimos dos mil años.

Sand sólo tenía que revisar las estadísticas que se conocen sobre la población de la Provincia Otomana de Palestina, luego llamada Protectorado o Mandato Británico de Palestina.

Por ejemplo: hacia 1890, había entre 400 mil y 600 mil árabes musulmanes en la provincia de Palestina; para 1922, el censo levantado por las autoridades británicas contabilizó a casi 650 mil; pero para 1945, la cifra había aumentado a 1’764,520 árabes musulmanes en el territorio.

Sería difícil asumir que de 1890 a 1922 la población sólo hubiera aumentado de 600 mil a 650 mil, por lo que es más razonable suponer que la población era de 400 a 500 mil personas (nótese que el dato de 600 mil habitantes árabes fue una aproximación hecha por grupos sionistas, no el resultado de un censo). De todos modos, es inverosímil que entre 1890 y 1922 (32 años) la población haya aumentado de 400 mil a 650 mil, y que de 1922 y 1945 (23 años) haya aumentado de 650 mil a 1.7 millones.

Es evidente que no estamos ante un aumento natural de la población, sino ante otro fenómeno: migración. Cualquiera que se ponga a investigar la evolución demográfica de lo que fue Palestina en las épocas otomana e inglesa, podrá encontrar la evidencia suficiente como para saber que el grupo hoy llamado “palestino” se nutrió con una intensa migración que vino lo mismo de zonas árabes, como Arabia Saudita y Egipto, que de zonas europeas, como los Balcanes.

Este simple dato revienta la pretensión de Sand que intenta identificar a los palestinos como descendientes directos de los antiguos judíos, como si durante 2 mil años no se hubieran dado cualquier cantidad de situaciones (principalmente bélicas) que provocaran cualquier cantidad de desplazamientos o de alteraciones demográficas.

Las consecuencias son obvias: salvo algunos fervientes partidarios de la izquierda israelí –siempre de criterios cuestionables para estos temas–, Sand fue rotundamente refutado y descalificado por otros académicos, como Israel Bartal. En resumen, demostraron que las posturas de Sand son mero sensacionalismo, más próximo a las teorías de conspiración más rudimentarias, que a verdaderas investigaciones históricas.

Pero ni modo. También con eso tenemos que lidiar: judíos que se sienten obligados por alguna extraña razón –en realidad, miedo– a siempre ceder. Incluso, de la manera más irracional, ceder su propia identidad a un grupo que no puede rastrear su propio perfil más allá de los años 60’s.

Lo bueno es que para combatir a este tipo de judíos cobardes, generalmente sólo basta con abrir libros de Historia.

Y entonces los verdaderos mitos se derrumban por sí mismos.

 

 

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